La perspectiva cenital en Hotline Miami

Desconexión emocional

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29 enero, 2019

El primer plano de ‘Taxi Driver’ (1976) muestra al vehículo del protagonista surgiendo lentamente de entre los gases de los suburbios de una Nueva York que desde este primer momento se antoja hostil y sobrecogedora. Lo sórdido del tema que inaugura la banda sonora y la posición de la cámara con respecto al taxi —casi a ras de suelo— intensifican su carácter abiertamente desafiante, y consiguen que los primeros compases de la cinta recuerden mucho más al Tiburón que había aterrorizado al público estadounidense tan sólo un año antes que a un thriller neo-noir como el que se terminará perfilando después.

La última parte de la película, donde Travis, en lo que considera un acto último de redención y sacrificio, irrumpe como una bestia en el edificio en el que trabaja Iris —la prostituta de trece años a la que interpreta Jodie Foster—, supone la consumación de la escalada de odio y autodestrucción que venía amenazando con estallar desde aquella primera escena, y precede a la que seguramente sea la secuencia más interesante de toda la cinta: cuando la matanza ha terminado, la cámara abandona las posiciones habituales para situarse encima, ofreciendo así una perspectiva mucho más esclarecedora de la catástrofe que se acaba de perpetrar.

Una vez allí, el plano comienza a moverse en la dirección inversa al recorrido de la masacre. Vemos cómo el protagonista agoniza en el sofá, medio inerte y empapado hasta el cuello de sangre y pólvora que también salpican intermitentemente la blusa de la pequeña, que solloza en el suelo a su lado. Apoya la cabeza en el respaldo y, a pesar de estar inconsciente, todavía sostiene un revólver con la mano derecha. Dos cadáveres mutilados e irreconocibles se interponen entre él y los tres policías que presencian la situación, pistola en mano. La cámara —que ahora varía en angulación y se permite acercarse algo más al suelo— repasa minuciosamente el escenario, desde la habitación hasta la calle, recreándose en las salpicaduras de un rojo desaturado que embadurnan los pasillos y los cadáveres que Travis ha ido dejando a su paso. Al fin, sale por la puerta y contempla la muchedumbre que se amontona alrededor de los coches patrulla que aparcan frente al portal.

Taxi Driver (1977)

‘Taxi Driver’ (1976)

En sus más de cien páginas, éste es el único plano que figura expresamente en el guión. Paul Schrader, una de las personalidades clave del Nuevo Hollywood delante y detrás de las cámaras, detalla meticulosamente cada una de las paradas que realizará la cámara en lo que él mismo denomina un plano cenital de seguimiento a cámara lenta. En un medio de carácter tan colaborativo como el cine no es habitual para un guionista entrometerse demasiado en labores de dirección que por definición no le corresponden, lo cual no hace más que subrayar la importancia mayúscula del plano y su consiguiente movimiento a la hora de entender y contextualizar el significado de la película.

Si uno se interesa por las disertaciones teóricas sobre los artificios del lenguaje cinematográfico es relativamente habitual toparse con la expresión God’s eye-view —la vista o el ojo de Dios— para referirse al plano cenital. Para todo aquel que no esté especialmente interesado en la narración con imágenes o la significación de los movimientos de cámara, el término vista de pájaro resultará mucho más familiar. Al final, ambas son maneras de dotar de cierta poética y significado a lo que en la práctica es algo mucho más sencillo: la posición que sitúa al objetivo sobre el eje vertical y orientado hacia el suelo. Es un lugar especialmente cómodo para describir con claridad los espacios, y por eso no es casualidad que el plano sea un habitual en los videojuegos de estrategia —muchas veces moderando el ángulo hasta una perspectiva más bien isométrica— o en esos videotutoriales de cocina que circulan por internet. Sin embargo, las connotaciones que inevitablemente derivan de la terminología que lo asocia con lo divino representan bastante mejor no sólo las intenciones del autor sino la propia potencialidad expresiva del encuadre; subrayan el papel del director como deidad todopoderosa e intensifican la faceta del espectador como observador indiferente.

En el plano cenital, la cámara no se inmiscuye en la acción; permanece alejada y la contempla desde una posición privilegiada. El hecho de no revolotear alrededor de los personajes limita su capacidad para tomar partido: observa a todo el mundo por igual, no se pega demasiado a nadie y tampoco los retrata desde encuadres especialmente beneficiosos o desfavorecedores. Su carácter neutral y la consecuente ineficacia para denotar subjetividades convierte al cenital, las más de las veces, en un encuadre impropio de situaciones especialmente dramáticas. Quizás sea precisamente esa naturaleza impersonal lo que determine su idoneidad para sumergir al público en una reflexión tan salvaje sobre la violencia en la ficción como la que ofrece el primer ‘Hotline Miami’.

La ópera prima de Dennaton Games no es ni mucho menos pionera en utilizar este tiro de cámara dentro del medio. ‘OXO’, el primer videojuego documentado, ya representaba la figura de un tablero de tres en raya vista desde arriba, y ‘Pong’, seguramente la obra más significativa y vigente a día de hoy de toda aquella primera generación, hacía lo propio con una mesa de ping-pong. Pero lo que hace tan especial al caso concreto de ‘Hotline Miami’ es lo perfectamente que se relaciona con los temas y sensaciones que sus dos creadores —Jonatan Söderström y Dennis Wedin— parece que pretenden transmitir.

‘Hotline Miami’ (2012)

‘Hotline Miami’ (2012)

De entrada, ‘Hotline Miami’ es una propuesta realmente difícil de interpretar. La aparente simpleza de sus sistemas choca de frente con una narrativa obtusa que sumerge a quien se quiera asomar a ella en un amalgama de escenarios, personajes y situaciones casi del todo incomprensibles en una primera pasada y que sólo empezarán a cobrar sentido tras un vistazo más pormenorizado o varias lecturas complementarias después. Amalgama que, por si fuera poco, todavía se intensificará un poco más en su segunda entrega.

El videojuego nos pone en la piel de un protagonista anónimo, al que la comunidad ha otorgado el pseudónimo de Jacket y del que el jugador no sabe nada. Jacket recibe enigmáticas llamadas mediante las que alguien a quién tampoco conocemos le asigna algún lugar que asaltar para que acabe con la vida de todos los que se encuentren allí. Nosotros obedecemos sin protestar —al fin y al cabo esto es un videojuego— y nos disponemos a ejecutar y partir el cráneo a todo el que se cruce en nuestro camino, al ritmo de machacona música electrónica. A pesar de que el diseño de niveles, la disposición de los enemigos y nuestra nula resistencia a los ataques hacen que resulte una experiencia bastante exigente, la satisfacción que produce ser capaz de terminar cada una de las pantallas también convierte a ‘Hotline Miami’ en una experiencia absolutamente satisfactoria. Al rematar adversarios, cifras de puntos relucientes salen disparadas de sus cadáveres, y al final de cada nivel el juego reúne todas esas cantidades y nos agracia con una nota u otra según lo bien que lo hayamos hecho, lo que contribuye a promover los comportamientos especialmente agresivos, la variedad de nuestro arsenal o los asesinatos consecutivos que puedan hacernos rascar algún punto extra.

Cuando el lugar está completamente limpio, la música se para. El juego —el ambiente, en general— se detiene. A pesar de que una de sus premisas mecánicas más características es la de la inmediatez —al fin y al cabo, cada vez que morimos todo vuelve a ponerse en marcha instantáneamente hasta el punto de que es habitual acometer seis o siete tentativas en menos de diez segundos—, en este caso concreto toma una dirección diametralmente opuesta. ‘Hotline Miami’ (2012)No sólo no se nos da paso al siguiente nivel o la siguiente secuencia sino que, no habiendo nada más que hacer y sin música que nos acompañe, deberemos volver sobre nuestros pasos siguiendo el rastro de sangre y sesos de nuestro inmediatamente anterior exterminio hasta que volvamos por donde hemos venido. La posición de la cámara nos obliga a mirar lo que hemos hecho; la responsabilidad es ineludible.

Para todo el que tenga ambas obras relativamente frescas será inevitable relacionar este paseo de la vergüenza con el recorrido del plano en aquella memorable escena hacia el final de ‘Taxi Driver’. Fue una de las tomas más difíciles de rodar: al equipo le costó tres meses finalizarla y quién sabe cuanto dinero, pero el mero hecho de emplear tantísimos recursos en una parte que no supone más que unos pocos segundos del total y que no aporta demasiado en términos argumentales dice mucho de la importancia que el propio director entendió que tenía dentro de la lógica interna de la película.

A pesar de que ésta sólo sea su segunda obra, Travis es, seguramente, el primero de la serie de personajes fascinantes que desfilarán más adelante a lo largo de toda la filmografía de Scorsese. Un realizador que nunca se ha preocupado por ocultar su predilección hacia las figuras problemáticas y de moral cuestionable, y que durante toda la cinta nos sitúa lo más cerca posible de su protagonista —a través de la abundancia de planos subjetivos y al no separarse de él durante todo el metraje—, para mostrar de primera mano su desconexión con la sociedad y acercarnos emocionalmente a un personaje repugnante por el que no se puede evitar sentir cierta lástima a pesar de todo.

Este vínculo tan estrecho es el principal de los motivos que conceden tanto significado a ese plano del final: la necesidad de disociación entre Travis y el espectador en ese instante concreto, que invita a contemplar la escena detenidamente y desde el prisma del observador neutral que fue desatendido durante el resto de la película, y que focaliza nuestra atención en las terribles consecuencias del empleo de la violencia incluso en lo que, quizás, pudiera interpretarse como un acto noble. Un recurso apropiadísimo y elegante, que contrasta con los frenéticos movimientos de los instantes anteriores y sirve para contextualizar el discurso de la cinta, algo especialmente valioso dentro de una carrera tan salpicada por las ambiguedades —hay quien no duda en apreciar en clave positiva la disección del capitalismo desenfrenado de ‘El lobo de Wall Street’ o el retrato del estilo de vida gangster de ‘Uno de los nuestros’— como es la de Martin Scorsese.

Travis, Hotline Miami

‘Hotline Miami’ realiza exactamente el recorrido inverso. Frases como la que pronuncia el misterioso hombre con la máscara de caballo al principio del juego («Vaya, ¿no sabes quién eres…? A lo mejor deberíamos dejarlo así») sólo cobran sentido mucho tiempo después, porque a pesar de que se puede apreciar en Jacket al ejemplo clásico de avatar lo cierto es que resulta difícil reconocernos en él, porque el juego hace todo lo posible por convertirse en una experiencia impersonal durante todo el transcurso de las misiones. Formulando la masacre desde la perspectiva cenital, abusa de la desconexión que plantea Scorsese al final de su segunda película y la emplea a lo largo de toda la obra. Para que desconectes de lo que ocurre, te centres en lo que estás haciendo y no tengas tiempo de pensar en sus repercusiones. Y, sólo al final, te golpea. Y lo hace con especial contundencia porque te hace directamente responsable.

La cámara nos obliga ahora a repasar el resultado del infame espectáculo que acabamos de representar, en un juego hijo de tantos padres —que si ‘Drive’, que si el shoot ‘em up o los first person shooters— que no le habría resultado difícil imitar la cámara en primera persona o el scroll lateral, más habituales en sus referentes más modernos pero que permitirían ignorar, aunque fuera parcialmente, el desastre que se esparce por el suelo.

Sólo después de experimentar esos parones tan anticlimáticos al final de cada incursión somos capaces de entender que ‘Hotline Miami’ ha jugado con nosotros. Que no ha necesitado ningún tipo de excusa para que bailáramos según su voluntad. Cometiendo decenas de asesinatos, tratando de mejorar nuestras puntuaciones. Haciéndolo más rápido; mejor. Que nos señala a nosotros como responsables, como culpables de instrumentalizar la violencia y ejercerla alegremente sin necesidad del menor atisbo de justificación sólo por el hecho de estar ante una obra de ficción. ¿De verdad quieres que revele tu identidad? Conocerse a uno mismo supone ser responsable de sus actos, reza la segunda frase del hombre con la máscara de caballo.

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2 respuestas a “Desconexión emocional”

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