por GameReport
30 octubre, 2019
2019, what a concept.
Aún faltan un par de meses largos para que termine y seamos claros: menuda barbaridad. En el plano videojueguil, al menos. Otro de esos «el peor desde…», que suele tuitear algún indocumentado con cuenta en Metacritic. A nivel sociopolítico es otra movida. Ya tal, como diría el vecino del alcalde. En ese aspecto, ojalá se A.C.A.B.ara ya el año, la verdad. Pero volviendo al tema, quiero que os quedéis tranquilos: esto no es una lista de lo mejor del año. Eso lo dejamos para los que cobran por los jugosos clicks que generan. Aquí somos más de escribir cuando tenemos algo que decir. Pero está complicado decir cosas sobre algo cuando hay tantos algos de los que queremos decir cosas. Más juegos, más formas de acceder a ellos, más. Más experimentos gratuitos en Itch.io, más regalos en la Epic Store, más suscripciones a precio de saldo para el GamePass. Las Meditations de Ismail and friends. Apple y su salón de maquinitas de diseño, y algún que otro lanzamiento de salida que tú y yo sabemos que caer, iba a caer. Más. Masificación.
Es por ello que en GameReport queremos refugiarnos de esta lluvia de meteoritos y dedicar unas cuantas letras a hablar de todos esos juegos desarrollados por personas y lanzados en estos últimos meses de locura publicatoria. Algunos os sonarán, otros puede que no. De unos ya se habrá dicho todo, de otros quizá podamos aportar nuestro granito de tinta electrónica. Si se animan a visitar este rinconcico resguardado de la tormenta de lanzamientos, encontrarán una serie de píldoras escritas a cuatro manos. Fernando Porta y Johnny Prat inauguran Indiegeddon, una sección con fecha de caducidad sobre el enésimo apocalipsis indie. La periodicidad, como el indiecalypse: lo hacemos y ya vemos.
Hoy, en esta primera parte, abrimos con seis juegos que podéis encontrar en Apple Arcade si sois de esos comunistas con iPad que tanto irritan a los de las pulseritas. Pasen, lean y sobre todo jueguen. Jueguen mientras ahí fuera se acaba el mundo.
Neo Cab (Change Agency, 2019)
Es raro que, teniendo todo a su favor, ‘Neo Cab’ se quede aparcado en una cuneta de la ciudad de Los Ojos (el lugar donde transcurre el juego), incapaz de articular un discurso propio. Demasiados temas en la coctelera, diría. Hay gig economy, un poco de Cambridge Analytica, algo de megacorporaciones y otro poco de despersonalización. Espera, espera; echa algo de racismo en el vaso, con un poco de feminismo (tímido) más precariedad, y tritura todo. Lo que te queda es una mezcla de tantas cosas que Change Agency nunca es capaz de centrar el tiro, de manera que ‘Neo Cab’ acaba con un mensaje unívoco, perdiendo por el camino toda la escala de grises: “lucha contra el status quo o desaparece”. No sé si se debe a la cantidad de personas que han metido mano a la escritura (seis personas diferentes, entre ellas Leigh Alexander y Bruno Dias) o a que alguien se ha equivocado a la hora de extender la maraña de decisiones hasta el infinito y más allá.
En esta lucha por intentar contar algo, Change Agency está tan confuso que se hiere a sí mismo. Neo Cab, la empresa para la que trabajamos en la línea de Uber o Cabify, acaban siendo los buenos mientras nos ofrecen exiguos beneficios y una patada en el culo en el momento en el que bajemos nuestro rating de conductor por debajo de las tres estrellas. Radix, la organización popular que lucha contra la megacorporación Capra, se convierte más y más en un grupo endogámico, incapaz de conectar con el sentir de la calle para cambiar las cosas. Y la cantidad de historias que los pasajeros nos van contando aquí y allá posiblemente acaben sin un final, ya que no somos capaces de abarcar tantos viajes en las tres horas escasas que dura el juego. Rejugarlo puede ser una opción pero los lugares comunes por los que hay que pasar no ayudan a la tarea.
Además, da la sensación de que algunas decisiones en la conversación no llevan a ningún lado, ya que en algunas ocasiones elecciones diferentes te llevan por caminos muy similares. El rating de conductor también actúa como recurso perezoso para limitar nuestro progreso a través de los llamados clientes Neo Cab Prime, personajes que sólo podremos recoger si tenemos cinco estrellas y que suelen ser fundamentales para descubrir qué está pasando en Los Ojos. Y por último, toda la capa de obligarte a tener suficiente energía para cubrir los trayectos, y dormir entre noche y noche a través de un AirBnB rebautizado como CrashR, no son capaces de imprimir un poco de tensión en nuestra historia.
‘Neo Cab’ abre con una carretera en medio de un desierto y al fondo, resplandeciente, la ciudad de Los Ojos. Pero llegamos ahí y todo es igual; somos confesores improvisados sin un objetivo propio, a través de calles idénticas. Coge pasajero, que te cuente su historia, interactúa, cinco estrellas, vuelta al trabajo. Escuchamos sus problemas, pero no dejan su impronta. Tenemos que ir a por el siguiente cliente e interesarnos por su tema. ¡Sólo faltaría tener una opinión propia!
What the Golf? (Triband, 2019)
Hace poco debatía conmigo mismo (y me acababa dando la razón) sobre el poco humor que hay en los videojuegos. No, no cuento los chascarrillos con olor a sudor reseco de armadura de marine espacial del shooter triple A de turno. Me refiero al humor como acto performativo, a la expresión, a la actuación, a la comedia de situación. A la arquitectura de un buen chiste. A la teatralidad de un buen sketch. ¿Y no son los videojuegos un medio idóneo para ello, con su espontaneidad, su narrativa emergente y sus mecanismos aleatorizables? Pocas cosas más divertidas que un buen motor de físicas a disposición de la más tontorrona de las ideas. Y si no, que se lo digan a Sos Sosowski. Dicho y hecho, en un período muy breve de tiempo, 2019 nos ha regalado la posibilidad de ser un ganso terrible en un pueblo idílico y causar el caos más divertido que se recuerda en el medio en años, y un juego de golf desarollado por gente que no le gusta el golf. El primero, ya con estatus de meme internacional, no es que no de lugar a debate: es que el puto ganso ha cogido las posibles dudas que pudiera haber y se las ha llevado junto con el resto de bienes que ha expropiado a los tranquilos habitantes de la inglaterra rural post-brexit. Así pues, hablemos de golf.
Pocas cosas disfruto más que un buen juego de palabras. No tanto por la gracia que pueda hacerme, sino por el ingenio que hay detrás. Siempre agradezco el esfuerzo tras esa maniobra mental, a veces más y a veces menos inspirada. Por ello, la primera vez que supe de ‘What the Golf?’, pensé que era el juego perfecto para mi. El proyecto de Triband es de esos juegos cuyo desarrollo he ido siguiendo gracias a Twitter. Un gif por aquí, una imagen por allá, sigue a sus desarrolladores… yo qué sé, si ves cinco segundos en los que un golfista con agradable modelado cartoon se dispone a golpear la bola y, al fallar el golpe, sale volando convirtiéndose él en la bola que ha de hacer hoyo, estás vendido. Pide el VAR si quieres, pero ahí hay comedia.
La pregunta era, entonces y ahora, si el chiste daría para más que una serie de sketches hilvanados con un fino hilo sujetado con pinzas. Y el haberme encontrado superando de forma compulsiva reto tras reto, a lo largo de los diez mundos que ofrece, hasta terminarlo, creo que es respuesta suficiente. Quizá, eso sí, hubiese agradecido que en contadas ocasiones no me hubiese obligado a volver sobre mis pasos y rejugar un número determinado de niveles (aunque con diferentes reglas que retorcían aun más el chiste inicial del hoyo) para poder superar ciertas barreras. Estoy aquí, ya me tienes, me he reído. No hace falta explicarme el chiste.
Quizá a ‘What the Golf?’ se le pueda achacar, no sin cierta razón, que nunca llegue a decidirse a ir un pasito más allá de su propuesta, y contar algo. Algo más. O aspirar a más. O tan siquiera a intentar algo más allá del gimmick. Del pun, si seguimos con los anglicismos. Pero cada vez que me lo planteo, me acuerdo de las carcajadas que me han arrancado sus niveles más absurdos, y dudo que sea necesario. Un buen chiste es un buen chiste. Si nos hemos reído, su trabajo está hecho.
Pero qué sabré yo, soy ese amigo que en vacaciones insiste en echar un minigolf con los copazos de antes de salir por Salou.
Pilgrims (Amanita Design, 2019)
A Amanita siempre le ha gustado crear videojuegos-juguetes, tocar y ver cómo reacciona el mundo a nuestro alrededor, sin condiciones de victoria o derrota. Sin presión. Estamos aquí para jugar, disfrutar y contar historias que apuestan por la capacidad expresiva de sus personajes antes que largas líneas de texto que expliquen y subrayen todo aquello que quieran contar. Si alguien se espera que ‘Pilgrims’ sea un ‘Samorost’ o un ‘Machinarium’, que deje de engañarse. Si Apple Arcade tiene clara alguna cosa es que las experiencias no se pueden alargar hasta el infinito, y que tampoco hay que partirse la cabeza; el objetivo de Arcade es que piques de aquí y de allá hasta que encuentres el juego con el que rellenar tu próximo rato muerto.
Nosotros sólo somos un peregrino, después de una noche en la que los habitantes de este mundo encerrado entre montañas se han apostado de todo. Somos invitados circunstanciales en su devenir pero, aún así, podemos jugar con sus historias. Todo en ‘Pilgrims’ se articula a través de una baraja de cartas, en la cual personajes y objetos quedan insertados; cada situación se puede resolver de unas cuantas maneras diferentes, y Amanita Design nos da las pistas necesarias para llegar a ellas gracias a un sistema de cartas (similares a los logros) que nos anuncian el resultado final, pero no su desarrollo. Está en nuestra mano hacer uso de la mala leche de una persona mayor para sacar al okupa improvisado de su casa, o sacar al cura de su feudo eclesial para entregar su alma al diablo. Los caminos se bifurcan y los cuentos cambian; sólo nos queda insertarnos e ir montando su lógica sobre la marcha. Y no siempre la princesa comerá perdices, pero las conclusiones siempre son satisfactorias y agradables. Todo acompañado del envoltorio Amanita.
El viaje se termina y ¿qué nos queda? La historia de los habitantes de este pequeño mundo ha pasado a ser la que hemos querido contar. Podemos volver a ello, probar nuevos caminos, volver a pensar los videojuegos como un juguete sobre el que operar sin esfuerzo, en la búsqueda de una nueva posibilidad que dé lugar a un resultado que siga permitiendo la conclusión de este cuento. El barquero siempre nos llevará al final del todo a cruzar el río, pero hemos sido capaces de cambiar las cosas en este pequeño mundo. Que eso tampoco se nos olvide en nuestra pequeña vida real.
Sayonara Wild Hearts (Simogo, Annapurna Interactive, 2019)
Hay proyectos que parecen nacidos de un milagro. Una alineación planetaria. No hablo de una obra maestra, un hito generacional o algo revolucionario. No hace falta. Hablo de un grupo de artistas en completa sincronía bailando un mismo son y mirando en la misma dirección. Como estar el sitio ideal en el momento oportuno. Un producto que nace bendito y conecta contigo a niveles absurdos. Stendhalazo. Lo haces tuyo al instante, lo devoras y lo compartes. Por estética, temática o mecánica, tanto da. Pero se queda ahí, bajo tu piel, palpitando al ritmo de la música. Creando un picor que no cesará por mucho que rasques. Y ‘Sayonara Wild Hearts’ cala hondo, y pica. Vaya si pica.
Cuando me di cuenta y retomé conciencia de mí mismo, había superado los primeros seis o siete niveles. Estaba un poco más repantingado en el sofá de lo que había empezado cuando había abierto la aplicación, en mis retinas aún quedaban residuos de neón, y en mis oídos todavía retumbaban a lo lejos las frecuencias de sus melodías. La sinestesia que produce jugar ‘Sayonara Wild Hearts’ consigue que, con los vellos aún de punta, todo ese buen hacer que siempre hay detrás de aquello que nos gusta permee en nosotros, haciéndonos sentir cosas. Cosas que quizá sus autores pretendían hacernos llegar, pero seguramente también cosas que nosotros mismos hemos proyectado ahí.
Se trata de un juego que, como las mejores conversaciones, se habla con la mirada. Con el tacto. Con la conexión de quien sabe que no hace falta decir nada más. Tan solo reír, y brindar. Tan solo llorar, y abrazar. ‘Sayonara Wild Hearts’, a veces endless runner, a veces juego musical de plataformas, siempre adrenalina y A E S T H E T I C S, baila sobre su mecánica principal con la certeza del que sabe lo que quiere contar y cómo lo quiere contar. Y no tiene miedo de meter sexta y dejarte atrás si no te va su rollo. Y cero beef, está guay: al final va de eso. Como la vida, vamos. Todos tenemos nuestro camino, y está bien así. Nos acompañamos durante unos cientos de kilómetros, pero en la bifurcación puede que nos digamos adiós. Y si nos volvemos a encontrar, oh, I’ll tell you all about it when I see you again.
Va de eso, como digo. Y es que detrás del neón, la geometría, los colores, la música y las cartas del tarot hay una historia. O más bien el esqueleto de una. Un muñeco de alambre universal que delega en nosotros la tarea de rellenarlo con algodón y botones de los retales de nuestras propias vivencias en lo que dura el trance de sus veintitrés niveles. Y hablando del tema, si por la razón que sea no conseguimos conectar con la experiencia que propone, sólo por niveles como Parallel Universes o Forest Ghost, donde el diseño expande la mecánica principal un poquito más allá arrastrando consigo las posibilidades del medio, hacen que merezca la pena.
Nuestras vidas no son más que una sinuosa carretera de neón llena de altibajos. Saltos y baches. Decepciones y alegrías. Y gente circulando por ella constantemente. Pero que nunca se nos olvide que es nuestro viaje, así que pilla la bomber y dale gas. Hasta la vista, y recuerda: los corazones salvajes nunca mueren.
Assemble with Care (ustwo Games, 2019)
El otro día Marta Trivi comentaba en un podcast que Apple Arcade podría suponer una futura estandarización del videojuego, que haya un feeling y una estética Apple Arcade. En vez de crear un vivero de nuevos proyectos que puedan hacer avanzar al medio, quedarse anclado en el pasado porque si no, no te comes un colín. ustwo Games quizás sea uno de los estudios que tienen la “culpa” de haber popularizado esa estética Apple ya en la App Store: estilizada, low poly, de líneas y formas geométricas elegantes. ‘Monument Valley’ puede ser nuestro nombre propio en este caso.
Estrenar Apple Arcade con su nueva obra (como Simogo y su ‘Sayonara Wild Hearts’) es un golpe sobre la mesa. «Controlamos el mundo del videojuego móvil». Pero es curioso que ‘Assemble with Care’ sea tan capaz de crear un sentimiento de vuelta a casa a través de su estética pero, al mismo tiempo, se vuelva incapaz de crear una respuesta emocional en el jugador. Es decir, todo está en su sitio: las mecánicas por las cuales reconstruyes los objetos son sencillas y agradables de ejecutar con nuestros dedos. Desenroscar un tornillo, pegar una pieza que se ha despegado, conectar cables,… Acciones que se coronan con un satisfactorio click. Y a otra cosa.
La identidad de los personajes se articula sobre el objeto en cuestión que tenemos que reconstruir y unas líneas de texto entre el principio y el final de cada capítulo. ¿Cuál es el problema? Son personajes marcados por el conflicto. Blanco o negro. El padre que echa de menos a su esposa fallecida mientras se tiene que encargar de la niña. Las dos hermanas enfrentadas por el camino que ha seguido cada una de ellas. La protagonista, intentando aplazar una confrontación que se tiene que dar tarde o temprano. Son personajes humanizados a través de sus problemas. No se le puede pedir más a un juego de hora y media, pero quizás si las prisas no fueran tan malas consejeras, ‘Assemble with Care’ podría haber dejado de ser sólo un juego bonito y agradable que cae en el tópico, para convertirse en algo más. Una historia que realmente contaran los objetos y su entorno, a la manera de ‘Gone Home’ o ‘What Remains of Edith Finch’. Pero no parece que sea el objetivo de ustwo ante el mundo; lo decía Joel Beardshaw, diseñador de ‘Assemble with Care’, para Engadget: «el espacio para meditar en tu cabeza es el aspecto realmente importante. Es tener algo que te permita ser uno con el objeto e invertir el tiempo suficiente para conocerlo». La experiencia está clara; el resultado, no tanto. Habrá que montarlo con más cuidado la próxima vez.
Bleak Sword (Luis Moreno, Devolver Digital, 2019)
Los videojuegos son, a día de hoy, la mayor representación de la fantasía de poder. No sólo por brindarnos cientos de miles de relatos heroicos y gestas dignas de nuestro anhelo, que es algo que el cine o la literatura ya llevaba haciendo desde hace décadas, sino por hacernos protagonistas directos de las mismas. Épicas fantásticas, epopeyas espaciales, fantasías militares, tú eliges. Avatares huecos ávidos de que nos proyectemos en ellos, y salvemos el mundo. Por nosotros, jugadores.
Sin embargo, muchos juegos se conforman con decirte lo bueno que eres, o dejarte serlo para que te sientas bien y no los odies. Unos pocos, en cambio, quieren que te lo ganes. Que lo creas de verdad, que lo notes en los músculos doloridos de la mano, en la sangre pulsante de tus muñecas, en la adrenalina acelerando tu respiración. Y en ese afán de hacernos sentir inmortales nos inundan con series interminables de combos, mecánicas, patrones y dinámicas que dominar. Un torrente de información que procesar antes siquiera de soltar el primer guantazo. Mundos gigantescos, llenos de recovecos y kilómetros para explorar. Arquitecturas imposibles, diseños apuntalados por un lore metódico y concienzudo. Horas de aprendizaje vertidas sobre un sistema kilométrico diseñado al milímetro.
Pero de vez en cuando nace un héroe. Un guerrero, de esos de espada y escudo, de los de siempre. Cincelado en pixel gordo y parco en palabras, habita un mundo oscuro llenos de monstruos, cada uno con su punto débil, cada uno con su punto fuerte. Y no necesitamos más. Una leyenda que lo envuelva todo, y nos dé una excusa, quizá. Y una mecánica única para gobernarlos a todos. Una mecánica para encontrarlos, atraerlos y atarlos a las tinieblas. Una mecánica que nos hará sentir más poderosos que mil posibles ataques distintos.
‘Bleak Sword’, contemporáneo de una corriente de desarrollo que siempre está pensando en los demás, nos ofrece dos maneras de jugarlo: con un dedo, o con dos. Y es en la primera opción, la que me la juego a que fue el origen de todo el proyecto, donde brilla con luz propia. Porque la obra de Luis Moreno orbita alrededor de una sencillez que no sólo reside en su estética o su narrativa, sino que nace en lo mecánico, el verdadero motor a dos tiempos de la bestia. Y es ahí donde nos quedaremos a vivir. En esos pistones que van y vienen. Esa esquiva que es a su vez único modo de desplazamiento. Ese bloqueo que puede convertirse en contragolpe desplazando el dedo un poquico más allá. En decidir si queremos llevar equipado un objeto u otro, pues no podemos permitirnos el lujo de distraernos gestionando un puto inventario.
Y como un guerrero que ha aprendido unos pocos hechizos, pronto estaremos trazando runas imposibles en la pantalla táctil, navegando los tétricos dioramas que componen el mundo en decadencia de ‘Bleak Sword’, aniquilando enemigos y sintiendo que todo el poder del universo reside en nuestro dedo, el arma definitiva. Porque al final, a los juegos, se juega con los dedos. Y sólo hace falta uno para señalar el camino a seguir.
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