por Jonathan Prat
27 mayo, 2018
Una vez leí a Alejandro González Iñárritu decir que «rodar en plano secuencia es como hacer el amor sin condón», ¿y no os parece que sería la típica gilipollez que, dicha sobre un videojuego, parecería salida de un director de estudio triple A en la gala de los The Game Awards? También me ocurrió que buscando sobre por qué había decidido filmar ‘Birdman’ en una única (y falsa) toma, no encontré prácticamente nada. Yo, tonto de mí, salí contentico del cine pensando que era una metáfora sobre el teatro, idea central de la película canalizada a través del protagonista, estableciendo un paralelismo entre cómo los escenarios cambian y mutan sin que los espectadores se muevan de sus butacas y la cámara que sigue la acción de aquí para allá como si todo ocurriera de forma natural. Y sin embargo todo era hojarasca: que si era un desafío, que si le obligó a pensar de una manera diferente, que si tuvo que escribir y planificar al milímetro… no encontré una razón de peso, pero sí un común denominador: él.
Lo bueno de que los videojuegos vayan a rebufo del cine como si de un hermano pequeño queriendo parecerse al mayor se tratase es que algo se aprende. Por eso me reconfortó leer que Cory Barlog se había quitado el ego de los hombros y sí tenía articulado un discurso coherente en su cabeza para cuando le preguntasen que por qué habían decidido construir el relanzamiento nórdico de la saga ‘God of War’ en una sola, infinita y extenuante toma de cámara. El director creativo de Santa Mónica Studio argumentaba que los tiros de cámara de la trilogía original funcionaban muy bien como ejercicio de escala y perspectiva, potenciando la brutalidad de las peleas de un diminuto pero poderosísimo Kratos con sus colosales enemigos, pero que esto era otro rollo. Querían reimaginar a Kratos no como un dios enfadado sino como un padre atormentado. Querían contar una historia personal, casi íntima. Con hachas voladoras, serpientes gigantes y aparatosa violencia, pero de aire cercano y realista. Quería evolucionar. ¿Pero acaso ‘Brothers: A Tale of Two Sons’ toca menos nuestras fibras más sensibles por hacer uso de una cámara aérea?
Lo malo de que los videojuegos vayan a rebufo del cine como si de un hermano pequeño queriendo parecerse al mayor se tratase es que algo se vicia. La idea de la cámara en mano como vehículo de aproximación entre espectador y obra no es nueva. El cine y los documentales llevan jugueteando con el cinema verité décadas demostrando su valía para tocar temas maduros con profundidad y profesionalidad y esto ha calado fuerte en una industria del triple A necesitada de validación social. No hay más que mirar el segundo tráiler de ‘The Last of Us 2’ o el inconfundible estilo de Hideo Kojima. Paneos kilométricos cámara en mano que representan la crudeza más sórdida en su afán por gritar a los cuatro vientos que este medio es muy serio y muy maduro, mientras violentamos a martillazos a mujeres o las representamos de las formas más ridículas como si de meras plantas se tratasen. ¿Acaso la brutalidad de la muerte de Chrissie en ‘Tiburón’ es menos demoledora por no ser explícita?
Citar anteriormente el primer título dirigido por Josef Fares no es casualidad, pues su querencia por el cine es vox populi, y de ahí nace ‘A Way Out’, su segundo trabajo. En esta aventura de acción carcelaria la cámara es mecánica principal, pues su configuración de juego cooperativo se apoya en el uso de varios tiros de vistas por pantalla al mismo tiempo, mostrando en todo momento qué está haciendo cada uno de los dos personajes protagonistas de la historia. Y es en esta caja de arena donde Fares y su equipo se revuelcan sin pudor y nos deleitan con fases como la huída del hospital, epítome de todo lo que quieren construir. En ella, la cámara va bailando intercambiando el par de pies que pisa en cada momento de un jugador a otro pero sin corte alguno. Y sin embargo se las apaña para fardar con planos laterales en pasillos alargados que emanan ‘Oldboy’ por los cuatro costados o paneos de cámara imposibles pero espectacularmente efectivos. Pero la escena acaba, la cámara corta, y nos vamos a otro escenario. Y un poquito más tarde, cuando encaras el clímax final y se revela el giro de guión, todo encaja. Entiendes perfectamente el porqué del juego de cámaras, las mecánicas. Hace click. Sonríes y piensas: «Puto Fares».
‘Quantum Break’ no es un mal juego. Tampoco es excesivamente bueno. Es cumplidor. El típico jugador del que dicen que brega, que lucha, que tiene empuje. Corazón. Y sin embargo en Remedy se empeñaron en crear un producto transmedia donde una serie de televisión narrara hechos que no veríamos en el juego pero que complementarían la trama. Episodios con presupuesto de serie de esas que nos cuela Netflix en cada palada de contenido. Y la pregunta aquí es fácil. ¿Por qué hacer un show de menor calidad que las cinemáticas del propio juego? Se ve fácil. La serie no es espectacular, no es excesivamente dinámica, y está limitadísima. La dirección se externalizó fuera de la mano firme de Remedy… ¡Si algo es ‘Quantum Break’ es pura espectacularidad! Pero podían hacerlo, claro, así que había que hacerlo.
Entre la bravuconada apasionada de Josef Fares y su ‘Fuck the Oscars’ y el clickbaiting más consciente de Ian Bogost con Video Games Are Better Without Stories hay todo un espectro, una sopa de letras que entremezcla las letras de palabras como narrativa o mecánicas que los videojuegos aún están descubriendo a tímidos sorbitos de cuchara de café, como un prepúber que se asoma con miedo y excitación a su sexualidad. Porque los videojuegos son ese chaval que en el recreo se acerca a fumar con los mayores aunque tose mucho y le sienta fatal porque quiere integrarse y parecer guay, sin darse cuenta que la vida va de ser uno mismo y sufrir por ello. Y de aquel patio de recreo este campus universitario con olor a marihuana que es la actual industria triple A, llena de tipos que hacen cosas porque pueden sin pararse a pensar si deben. Tipos que andan más preocupados en que no se note que no se están tragando el humo y aprovechar las risas del grupo para toser con disimulo. El común denominador. ¿Pero acaso no elegíamos con quién nos juntábamos en el cole? Quizá deberíamos mirar a aquel chico apoyado en la pared, que fuma porque le han dicho que va bien para la ansiedad. Esos autores que hacen rozadura en un grupo. Algo torpes y se traban en público, pero auténticos. Esos creativos que ven el plano no como una herramienta, sino como artefacto en sí mismo. Esos que, si les preguntases, seguramente dirían «que le jodan a los Oscar y a Ciudadano Kane».
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