Una isla perdida en la bruma

Ghost of Tsushima (y la canibalización del triple A)

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15 diciembre, 2020

Llevamos años (¡años!) preocupados por si el videojuego es arte, si es realmente una visión sensible de la realidad, capaz de situarse al mismo nivel que el cine (lean a Johnny, háganme el favor), la literatura o la pintura. Lo mismo ocurre con el cómic, aunque de aquí a unos años, la popularización de la cultura “friki” como se le ha venido a denominar, le ha permitido instalarse definitivamente en el imaginario colectivo como un arte mayor, aunque sea bajo el apelativo artificial de novela gráfica.

El videojuego es el hermano menor, mucho más acomplejado; es incapaz de justificarse a sí mismo si no es a través de los puentes que establece con otras artes, cuando cuenta con mecanismos más eficaces a la hora de sumergirnos e insertarnos dentro de su mundo, insuflando un sentimiento de agencia que ningún otro medio es capaz de darnos. A ‘Ghost of Tsushima’ le pasa exactamente lo mismo, pero a menor escala: está tan ansioso de justificarse a sí mismo en cada recodo del periplo de Jin, el protagonista, que al final, se olvida de lo que le hace juego para acabar siendo una secuencia de historias poco inspiradas, unidas a mecánicas que ya hemos visto y experimentado en multitud de ocasiones.

Una isla llamada Tsushima

¿Un estudio occidental haciendo un juego sobre Japón y su pasado mítico? Sí, pero hablar de apropiación cultural en este juego es difícil. Todo desprende un profundo respeto por el material original, desde los mitos y leyendas que articulan la idiosincrasia japonesa hasta las películas de samuráis de las que coge personajes y situaciones sin mucho acierto. Aun con ello, en la campaña de publicidad del juego, se cansaron de repetir lo del filtro Kurosawa y su influencia en Sucker Punch, pero es más la expresión de un deseo que una realidad.

Nunca nos importan demasiado los personajes que pululan por la isla de Tsushima; y aunque se nota el esfuerzo en intentar llevar todas estas historias a través de nombres propios en vez de NPCs sin una identidad que nos permitan poner el check en la lista de tareas, no son capaces de otorgarles una personalidad fuerte. Normalmente las misiones se presentan a través de aburridos planos generales y líneas de diálogo que se sobreexplican a sí mismas, junto a trayectos a caballo o a pie que intentan desarrollar a estos personajes a base de decisiones que ni nos van ni nos vienen (y que tampoco tienen ninguna incidencia en el desarrollo posterior de la trama) y conversaciones aburridas.

Esta incapacidad de involucrarnos con estos personajes, en cualquier plano (emocional, jugable, argumental) hace que las misiones secundarias se conviertan en un pequeño obstáculo por el que tenemos que pasar, ya que son la forma de farmear experiencia y marcar el progreso del jugador en la historia principal. Además, el uso de prácticamente los mismos personajes secundarios a lo largo de las tres zonas de las que se compone la isla para ejercer de hilo conductor de las secundarias hace que estas líneas argumentales se prolonguen más de lo necesario. Y esto es bastante curioso cuando el juego tiene otra parte, la de los mitos y leyendas, que sí que es capaz de desarrollar de manera efectiva.

En ocasiones, nos encontramos con habitantes que nos relatan ciertas historias, oídas por los caminos de Tsushima. Es nuestra misión encontrar a la persona que se las contó para poder seguir el rastro de estos relatos, capaces de otorgarnos habilidades legendarias o equipo único para Jin. Es aquí donde ‘Ghost of Tsushima’ se deja de marcadores, de caminos fijados y conversaciones anodinas, para dejarnos explorar sin destino; un campo de flores moradas, una isla en la costa, una montaña en el horizonte son lugares que tenemos que descubrir, en un área más o menos acotada. A partir de ahí, tenemos que ir desenmarañando los límites difusos entre lo imaginario y lo real, mientras nos vamos encontrando personajes y situaciones que nunca son capaces de generar ni la historia principal ni sus secundarias. Son pocas, contadas ocasiones en las que podemos experimentarlo, pero es aquí donde el diseño (y todo el buen gusto que lleva detrás) brilla, generando el sense of wonder que ya nos habíamos encontrado en (prácticamente todo) ‘Breath of the Wild’ o los calderos de ‘Horizon: Zero Dawn’. Todo los demás elementos del juego lo intentan, pero en estas historias se ven realizadas las aspiraciones de Sucker Punch. Desafortunadamente, son destellos de lo que podría haber sido y no es.

Con esta sensación también conecta el mapa, que utiliza columnas de humo y otros elementos ajenos a la interfaz para llevarnos de un lado a otro, en vez del mapa/lista de tareas que Ubisoft ha impuesto de manera inmisericorde en todos sus sandbox. Es divertido recorrer los campos de Tsushima a caballo e ir encontrando pequeños eventos que nos libran de la monotonía de la contemplación: unos bandidos asaltando a los viajeros, una patrulla mongola, los templos, o las madrigueras de zorros. La poca variedad hace que se le vean más pronto de lo debido las costuras (por ejemplo, en el ‘Spiderman’ de Insomniac la diversidad de situaciones era mayor) pero ayudan a hacer el viaje mucho más ameno. El gran problema es cuando ‘Ghost of Tsushima’ se empeña en hacernos ir por los límites prefijados; es un riesgo enorme, pero si hubiera apostado por soltar al jugador y dejarle libertad para liberar las tierras de Tsushima del yugo de los mongoles, otro gallo hubiera cantado a Sucker Punch.

Ghost of Tsushima - Screen1

El camino del samurai

Ahora bien, si las misiones son el gran problema de ‘Ghost of Tsushima’, todo lo que hay a nivel mecánico está en su sitio, aunque tarde en hacer uso del repertorio de movimientos. Jin empieza como un samurai de poca monta: honorable, sí, pero un poco limitado en sus habilidades. El sistema de combate cuerpo a cuerpo se basa en el cambio entre diferentes posturas, cada una de ellas efectiva contra el arma que empuñe el enemigo; éstas son desbloqueadas cada vez que derrotemos a un número determinado de líderes mongoles situados en los campamentos que han establecido en la isla de Tsushima. Al mismo tiempo, poseemos armamento secundario como bombas pegajosas o kunais que permiten romper los bloqueos de varios enemigos de manera instantánea, y arcos para el combate a media y larga distancia.

Buena parte del sistema se basa en romper la guardia de nuestros enemigos, intercambiando en tiempo real las posturas según la tipología de arma que posean. Normalmente, las batallas más desafiantes implican grandes grupos de enemigos -todos afectados por el síndrome de ‘Assassin’s Creed’ aka atacar de uno en uno- en los que tendremos que priorizar para llegar a buen puerto. Las situaciones, sobre todo en las misiones principales, suelen estar bastante bien diseñadas, y hacen que tengamos que sacar el máximo partido de nuestras herramientas. No pasa así en los campamentos, donde se apuesta por el sigilo frente a la confrontación directa.

Estas mecánicas de infiltración son una contradicción constante con su argumento: en los primeros compases del juego, el protagonista es aleccionado sobre la necesidad de ser honorable a la hora de enfrentarse a sus oponentes. Sin embargo, en ningún momento a nivel mecánico se intenta trasladar esta pata del argumento, salvo a nivel estético; si Jin mata a sus enemigos de forma poco honorable -en román paladino, por la espalda y con alevosía-, las tormentas y el cielo nublado serán los efectos climatológicos más comunes en Tsushima. En ocasiones, en la historia, sí que se nos plantean estas cuestiones, pero la falta de agencia por parte del jugador en este aspecto lo destierra a la irrelevancia. Las fases de sigilo son divertidas de jugar, ágiles, un poco formulaicas, pero no tienen ningún sentido dentro de lo que nos quieren contar, sobre todo cuando te puedes aproximar a los campamentos y alertar a todos los mongoles en kilómetros a la redonda a través de los “duelos”, un QTE poco inspirado que te permite eliminar a los enemigos de un golpe.

El fin de un viaje

‘Ghost of Tsushima’ no es mal cierre de una generación que ha tenido sus más y sus menos. Es un referente gráfico, es una muestra de lo que ha podido llegar a ofrecer PlayStation 4, pero también es heredero de todo lo que se ha hecho mal: esta generación siempre ha intentado establecer un techo de polígonos mientras se olvidaba de llenar de contenido lo de dentro. Y después de haber pasado por otro exclusivo de Sony como ‘The Last of Us Part II’, donde, dentro de las manías del triple A y la adicción al gore, es capaz de arriesgarse con decisiones de diseño y niveles audaces, este ‘Ghost of Tsushima’ se queda como una pequeña decepción. «Para vosotros jugadores». Lo mismo de siempre con un nuevo envoltorio. Todavía hay trabajo que hacer para ser capaces de cambiar esta concepción del juego y alejarse de las convenciones bajo las que seguimos jugando. Si no, nos queda otro mundo que se pierde en la niebla del triple A, con su modo foto dedicado a viralizar contenido.

La base de ‘Ghost of Tsushima’ está preparada para dar el salto: se ve en la navegación, en la forma orgánica de orientarnos, en el diseño de algunas situaciones. Pero todo lo demás está espantado de esta búsqueda del riesgo, y ante la necesidad de vender, de justificar esa máquina de quemar millones en la que se ha convertido el triple A, no queda otra que llevarnos a territorio conocido; cogernos de la mano, enseñarnos a andar otra vez cuando ya lo hemos aprendido en incontables ocasiones. Si se hubiera lanzado en otros tiempos (muy anteriores), estas líneas serían distintas, pero ahora mismo, en 2020, con Ubisoft dedicado a sacar sus checklists infinitas, con el sandbox reinventado desde 2017 gracias a ‘Breath of the Wild’, y Rockstar contando sus historias y alcanzando la excelencia gracias (a pesar de) a su injustificable crunch, ‘Ghost of Tsushima’ tiene poco sitio para brillar.

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