Metaviolencia emo en tiempos de diazepam

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19 febrero, 2019

Podemos agrupar a la violencia en tres tipos: reflexiva, recíproca y pronominal. Sin embargo, los videojuegos sólo llevan a cabo una lectura dual. Mientras la violencia recíproca, la que se da y se recibe, suena a electroclash, el abuso pronominal, bien sea directo o indirecto, suena a indie. ¿Por qué se ignora a la violencia reflexiva?

METAVIOLENCIA

Existen muchos tipos de violencia. De hecho, hay tantos que es fácil confundirlos entre sí. Todo el mundo ha oído hablar de violencia física, psicológica, de violencia verbal o violencia de género. No siempre fue así. La violencia es un concepto cambiante, subjetivo. Hoy en día existen infinidad de situaciones destructivas que, en el pasado, fueron normalizadas. Un ejemplo: ¿habéis oído hablar de metaviolencia? Es un término farragoso que se mueve entre la aceptación y el ostracismo. La palabra hace referencia a esa bestia interior que subyace en nuestra cabeza, adormecida, y que cuando despierta, se comporta como un animal hambriento. Es la desesperación que guarda nuestro subconsciente, que magulla nuestro cuerpo con el único objetivo de calmar un dolor aún más fuerte: el que ocurre en nuestra mente. Ya sabéis, «el fuego se combate con fuego». Os sorprendería saber la cantidad de gente que se autolesiona. No me refiero al daño físico —aunque también sería válido— sino a un dolor invisible, que se disfraza de pasatiempo y que está felizmente aceptado. Porque causarnos dolor de manera intencionada es una patología acorde a los tiempos que corren, donde la autoflagelación se presenta como una vía de escape ante la ansiedad. A decir verdad, no soy un experto y desconozco si esta palabra es la más adecuada para describir a un tipo de violencia reflexiva, pero permitidme hacer hincapié en su significado, esta vez, sin metáforas.

Analicemos la situación desde otra perspectiva: la violencia contra uno mismo es un proceso creativo. No hace mucho, el filósofo Byung-Chul Han decía que el mundo contemporáneo «nos ha hecho creer que es necesario explotarse a sí mismo para sentirnos realizados». Atentamos contra nuestro bienestar porque «vivimos con la angustia de no hacer siempre todo lo que se puede y, si no triunfamos, es nuestra culpa». De esta manera, vemos cómo no es necesario recurrir cortarse las venas para calmar la frustración: muchas veces, el exceso de trabajo (gratis) es suficiente. ¿Es posible terminar con la metaviolencia cuando ni siquiera somos capaces de identificar cuándo nos estamos haciendo daño? Sus caminos son inescrutables. La sociedad, por su parte, tampoco ayuda a arrojar un poco de luz al asunto. Vivimos en una era cruel donde se banaliza este tipo de dolor, se ridiculiza. Ya lo dice el refranero: «sarna con gusto, no pica». El daño autoinfligido ataviado con ropajes posmodernos es el último mono en la jerarquía de problemas mentales. Es aquí donde las industrias culturales pueden jugar un papel decisivo, contribuyendo a una representación constructiva de una realidad desconocida por muchos. Pero seamos honestos: que la caída de estigmas se lleve a cabo a base de celuloide, tinta y píxeles siempre ha sido mucho pedir. Y si, encima, esos productos tienen la suerte de llegar al gran público, ya saldrán los de siempre con las “cuotas” para minorías. ¡No vaya a ser que la gente piense!

Los videojuegos son capaces de hacer lo que se propongan, se han convertido un medio rico al servicio de cualquier mensaje. Entonces, ¿qué es lo que nos impide realizar productos de un calibre diferente?

En cuanto al sector que nos atañe, nos damos de bruces con un dilema. ¿Está el videojuego preparado para hacer una representación concienzuda de estas problemáticas? Pensándolo fríamente, podemos decir que la tecnología ha adquirido el potencial necesario para ello. Los videojuegos son capaces de hacer lo que se propongan, se han convertido un medio rico al servicio de cualquier mensaje. Entonces, ¿qué es lo que nos impide realizar productos de un calibre diferente? Quizá, la propia industria. Los videojuegos se han hecho adultos, pero los tabúes proliferan. Ante ciertas temáticas, la industria sigue teniendo cuerpo de hombre y cerebro de niño. Y no somos los únicos. Ni siquiera otras ramas de la industria cultural, con más años a sus espaldas, son capaces de llevar a cabo una representación fiel de muchas enfermedades mentales. Que los videojuegos se metan de lleno en el barro sin pasar antes por otro tipo de lecturas, sería como empezar a construir la casa por el tejado. Así pues, hablemos de un tipo de metaviolencia más tangible. Una que, en muchos casos, es tratada desde una perspectiva tan inmadura como la problemática anterior: el consumo de drogas. Al fin y al cabo, el uso de estupefacientes, bien sea por diversión o prescripción, es un acto de violencia contra nosotros mismos. Es un veneno cuyo propósito es hacernos volar, como si el vértigo fuera lo único capaz de hacernos olvidar el mundo que hay bajo nuestros pies.

«DROGAS DURAS: UN PROBLEMA PARA LOS JÓVENES»

Qué sabias las palabras de Putilatex. Sus letras de principios de los 2000, viralizadas en internet, desembocaron en ‘Domund’, su álbum debut. Eran trece canciones que contenían un buen puñado de himnos generacionales y, lo más importante, resumen una de las dos visiones del ocio electrónico ante el consumo de drogas. Frente a este tema, los videojuegos son un díptico polarizado, y una de sus caras es fan del electroclash patrio.

Drogas y violencia siempre van de la mano en el mundo de los videojuegos. Es un cliché del cual es difícil desprenderse.

La normalización de la violencia es un hecho irrefutable. ¿Os acordáis de ‘Narc’? En 1990, Rare y Nintendo publicitaron este título de NES como «el primer videojuego con un fuerte mensaje antidrogas». Por supuesto, siguiendo la tónica de la época, estaba dirigido al público infantil. Ya a los mandos, algo nos chirría: nos damos cuenta de que el título no es más que un «plata o plomo» en ocho bits en el que aniquilar una red de narcotraficantes a tiro limpio es la misión principal. ¿Acaso existe una manera mejor de educar a los niños? Lo peor es que ‘Narc’ no es un caso aislado de histrionismo noventero. Ya con el sistema PEGI como estandarte, ‘Call of Duty’ sigue divulgando el mismo mensaje. Drogas y violencia siempre van de la mano en el mundo de los videojuegos, como un cliché del cual es difícil desprenderse. En estos casos, se pone una balanza delante del jugador: a un lado, el narcotraficante; al otro, la posibilidad de tomarse la justicia por su mano, como si el fin justificase los medios. En esta clase de propuestas siempre vemos una doble vara de medir. La violencia: problema y solución, sólo es condenada dependiendo de quién la use. Es una visión simplista, pero tan real como la vida misma. Y, a veces, los narcotraficantes son representados de una manera tan molona que no es raro que nos replanteemos nuestra carrera profesional.

Al otro lado del ring electroclash se encuentra un axioma: es juntar las palabras “droga” y “videojuegos” y a todos nos viene a la cabeza la saga ‘Grand Theft Auto’. No obstante, podemos citar unos cuantos ejemplos más a modo de name-dropping: ‘L.A Noire’, ‘The Getaway’ o la saga ‘True Crime’. En todos ellos, las drogas son sinónimo de delincuencia, de ajustes de cuentas, de clases bajas que tiran su vida por la borda con tal de salir de la miseria. Su visión es una especie de cine quinqui a lo americano, con policías corruptos y barriobajeros chungos, en los que el consumo de narcóticos tiene un color gris negruzco y nos deja caer una moraleja agridulce. En comparación con los títulos tipo ‘Narc’, el discurso que predica la prole de Rockstar —por catalogar a estas obras de algún modo— enaltece la sustancia prohibida en pos de lanzarla hacia lo más profundo del abismo momentos después. A su manera, estos títulos muestran las mieles de dejarse llevar por los placeres efímeros de la vida pero, al mismo tiempo, reflexionan sobre las terribles consecuencias de su abuso de manera tangencial, pues hacen hincapié en la sustancia y no en la persona que lo consume. Y entre toda esta amalgama, aún hay sitio para simuladores como ‘LSD: Dream Emulator’.

Como conclusión, siempre es bueno volver a las letras Putilatex. Esta oleada de videojuegos gritan alto y claro eso de que «han visto a la Virgen».

«VAMOS A PONERNOS OTRA»

Todo díptico tiene su cara B y, en contraposición con la mirada sucia del electroclash, el ojo izquierdo del ocio electrónico mira al consumo de drogas desde una perspectiva más tierna, popera y edulcorada. Los Planetas fundaron nuestra escena indie, y sus letras entroncan con una realidad autobiográfica en la que drogas y amor se entremezclan a partes iguales. Es difícil no sentirse identificado con temas como ‘Un buen día’. A base de azúcar melancólica, muestra esa metaviolencia de la que hablábamos al principio, camuflada en una vía de escape que termina por convertirse en un callejón sin salida. En Granada, las drogas son pura felicidad pasajera.

Es inevitable: si en el mundo real estamos rodeados de drogas, es imposible que los videojuegos estén exentos de ellas.

El viaje ácido que constituye este texto ha hecho que encontremos en las vivencias de J. y los suyos paralelismos con muchos videojuegos. Como sus canciones, el ocio electrónico tiende a dulcificar el uso de las drogas de manera inconsciente; es la perspectiva naif de aquellos que dicen que «esta industria se compone sólo de videojuegos», que aquí «no venimos a pensar». Es inevitable: si en el mundo real estamos rodeados de drogas, es imposible que los videojuegos estén exentos de ellas. Recordemos que las funciones psicotrópicas del opio llevan registradas desde hace miles de años, al igual que los efectos alucinógenos del cannabis o los efectos estimulantes de la coca. Nos guste o no, son una parte inherente de nuestra historia. De esta manera, los videojuegos recurren al uso de hierbas, pastillas y pociones de forma natural, se dejan llevar por la inercia. Un power-up se caracteriza por provocar a nuestro avatar todo tipo de estados alterados. Como consecuencia, nuestro cerebro lleva a cabo una asociación de ideas, y las comparaciones con otras sustancias se convierte en un chascarrillo inevitable. En el mismo saco podemos meter tanto al skooma de ‘The Elder Scrolls V: Skyrim’ como al fármaco bautizado como triptocaína de ‘Heavy Rain’ que, aunque sean drogas ficticias, diseminan una visión superficial e inmadura de la problemática, escondiendo bajo pseudónimos verdades que duelen.

Esta visión popera se complementa con aquellos títulos que muestran una cara desenfadada del consumo de estupefacientes, sin importar que, en última instancia, comuniquen la misma moraleja agridulce de los títulos de Rockstar. Podemos citar dos ejemplos: ‘Life Is Strange’ y ‘Obscure’. Desde su perspectiva adolescente, son la excusa perfecta para sacar a colación la temática. Su contexto convierte a los videojuegos en una especie de cinta hollywoodense que narra un relato de viaje iniciático, un trayecto hacia la madurez a través del tropiezo con estas sustancias. No obstante, esta lectura constituye un fragmento anecdótico dentro del conjunto de la obra, donde las drogas son dibujadas como algo propio de la edad.

Esta perspectiva planetaria de los videojuegos nos trae disfrute, jolgorio e ingenuidad. Y es envidiable. Es un enfoque tan necesario como la óptica electroclash, con su ultraviolencia y chulería. No obstante, ambas vertientes giran alrededor de una zona de confort construida a base de estereotipos de otros medios. La industria no se preocupa por satisfacer la necesidad de un público que, aunque pueda ser minoritario, reclama contenidos que saquen el máximo partido al videojuego. Recordemos: lo que hoy es underground, mañana puede ser mainstream, como cuando Los Planetas sacaron su tercer disco: ‘Una semana en el motor de un autobús’.

LA OPORTUNIDAD PERDIDA

En cualquier caso, el tratamiento que los videojuegos hacen de las drogas en la escena mainstream es continuista, poco enriquecedor. Pese a que el medio tiene signos de madurez, su discurso sigue estando encorsetado, dejándose llevar por estereotipos heredados de otras industrias culturales. La droga digital sigue siendo sinónimo de crimen, de tipos duros a los que imitar o un producto con el que coquetear sin excesos. Para poder encontrar una premisa digna, capaz de hacer una buena representación de la metaviolencia, hay que remontarse a PSX, cuando las leyes de lo políticamente correcto aún estaban por escribir en el mundo del videojuego.

Os pongo en situación: ‘Galerians’ es un título difícil de catalogar, quizá porque posee unas pretensiones demasiado altas. Su propósito se esconde bajo una filosofía encarecidamente emo —recordemos que esto va de comparaciones musicales— , es una auténtica oda a la autolesión coloreada de grises tonos cyberpunk. Como no podía ser de otra manera, partimos de un cliché: el jugador se pone en la piel de un chico de catorce años, Rion, tumbado en la cama de un hospital. No recuerda nada. Una voz femenina retumba en su cabeza, suplica ayuda, necesita que vayan en su búsqueda. Pero el pobre Rion está perdido. Era una cobaya humana y, como consecuencia, ahora posee poderes psíquicos.

‘Galerians’ es un cóctel molotov: gore, muchas drogas y un par de menores anoréxicos

Visto así, ‘Galerians’ tiene ciertas reminiscencias a ‘Scanners’ de David Cronenberg y a la amnésica cinta neo-noir ‘Dark City’ pero, a medida que avanza el argumento, nos damos cuenta que el mejor amigo de Rion es Tetsuo Shima, el protagonista de de ‘Akira’. ‘Galerians’ es un cóctel molotov: gore, muchas drogas y un par de menores anoréxicos. ¿Sería posible algo así hoy en día? La obra de Polygon Magic poco tiene que ver con el logo kawaii que vemos al principio. Los primeros compases del juego son esclarecedores: si queremos sobrevivir, tendremos que convertir al pequeño Rion en un yonqui preadolescente. Nuestro avatar no tiene más remedio que inyectarse en el cuello lo que llaman “Psychic Power Enhancement Chemicals”, compuestos químicos que alteran nuestro organismo, dotando al usuario de increíbles poderes mentales. Sus creadores, Chinfa Kang, Hiroshi Kobayashi e Ichiro Sugiyama, habían ideado, sin quererlo, el escenario perfecto para llevar a cabo algo grande. En ‘Galerians’, argumento y mecánicas están al servicio del consumo de narcóticos y, pese a que su salida al mercado se produjo sólo un año más tarde que ‘Metal Gear Solid’, la contundencia de su mensaje pasó mucho más desapercibida. ‘Galerians’ es la verdadera metaviolencia emo en tiempos de diazepam, sin publicidad de por medio.

En el primer escenario de ‘Galerians’, Rion se ve obligado a escapar del hospital. Está desarmado y los estrechos pasillos del Michelangelo Memorial Hospital plagados de guardias de seguridad. Ante esta tesitura, no hay opción: nos inyectamos el primer tubo de Nalcon. A medida que el tiempo avanza nos damos cuenta de sus efectos secundarios. En la interfaz, una barra morada se va rellenando de forma paulatina. Cuando, por fin, rebosa, nuestro personaje pierde el control: su indicador de salud comienza a descender, y las cabezas de todo aquel que haya a nuestro alrededor saltan por los aires. La única manera de salir de ese trance son más drogas. Drogas para recuperar el control, para recobrar salud y, también, para provocar ese trance. ‘Galerians’ bien podría estar patrocinado por Bayer.

El diseño de personajes viene de la mano de Sho-u Tajima, mundialmente conocido por participar en la parte animada de ‘Kill Bill: Volumen 1’. De alguna manera, sus personajes evocan estados psicológicos incomprensibles, siempre en conjunción con la violencia implacable del título. Hace de la sangre algo bello y grotesco al mismo tiempo, como la metaviolencia de Rion llevada al extremo, profunda y ridícula a partes iguales. ‘Galerians’ es, pese a todo, agua de borrajas, porque los japoneses nunca fueron buenos construyendo personajes. La premisa es excelente, pero no sabe sacar partido al dolor interno de Rion. ‘Galerians’ podría haber sido una punta de lanza, pero ha pasado a la historia como otro clon más de ‘Resident Evil’, porque nadie ha sabido mirar a la obra con los ojos que se merece.

Polygon Magic, con sólo veinte personas, desarrolló un título en el que la violencia es reflexiva, recíproca y pronominal. ‘Galerians’ es una obra de culto que nadie en su sano juicio haría con fines comerciales. No obstante, la industria actual necesita más propuestas de este calibre, que aborden temáticas más allá de lo socialmente establecido, así como favorecer su impulso y democratizar su mensaje. Decían que superar la barrera tecnológica era lo más difícil. Si eso es cierto, ya va siendo hora de quitarse la coraza y afrontar la violencia, sea del tipo que sea, desde una perspectiva adulta.

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