868-HACK, pornografía minteriana

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22 mayo, 2018

Si para los entusiastas del cine independiente Cannes es el evento anual a seguir, siendo un termómetro de las corrientes cinematográficas más osadas, su equivalente en videojuegos serían sin duda los IGF Awards.

Y haciendo una analogía con Cannes, pese a que ambos festivales tienen secciones competitivas, lo más interesante en ambos casos suele ser salirse de los márgenes del palmarés.

Un rápido vistazo a los juegos preseleccionados cada año en las distintas categorías de los IGF Awards sirve para vislumbrar un mapa preciso del estado actual de la industria y cuáles son los creadores estrechando los límites creativos del medio.

Todos los grandes festivales han acabado a lo largo de su historia ligados a la trayectoria de algún creador, siendo pioneros en descubrir y dar visibilidad a su obra. Si uno piensa por ejemplo en Lars von Trier, es muy difícil separar su imagen de la del Festival de Cannes que lo encumbró a la gloria.

Del mismo modo que cuando uno piensa en Michael Brough, creador de ‘868-HACK’, es muy difícil separar su trayectoria del Independent Games Festival. Habiendo sido una de las estrellas más rutilantes en la historia del certamen, acumulando un récord consecutivo de nominaciones en distintas categorías y a lo largo de las ediciones que abarcan de 2013 a 2017: esto es, cinco años seguidos siendo seleccionado por uno de los jurados más ilustres y que mejor conocen el estado actual de la escena independiente.

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Pese a que todos sus juegos han contado con críticas excelsas en algunos de los medios en inglés de más prestigio a nivel internacional, en la carrera de Michael Brough es todavía más rutilante comprobar el modo en que ha sido ignorado por la prensa española.

Esta invisibilidad de su obra en España sirve casi de manifiesto para explicar el estado actual de las publicaciones en castellano. Pues ninguno de sus juegos han sido nunca editados en consola pero sobre todo, ninguno de sus juegos tiene una historia como hilo conductor, estando centrados en la parte puramente mecánica. Siendo auténticas celebraciones del level design, o lo que es lo mismo, esa parte de resorte mecánico o juguete, el lenguaje que es propio de los videojuegos e intransferible a otros medios, que tanto parece asustar a un sector de la prensa cuando de lo que se trata es de reivindicar su valía equiparándolos a otras disciplinas creativas.

Por tanto, sus juegos nunca servirán de excusa para que críticos que insultan a la inteligencia del lector y sobre todo subestiman su bagaje humanístico, puedan hacer disertaciones intelectuales intentando introducir de forma forzosa referentes filosóficos o culturales aplicados a superproducciones con estética Hollywood cuyo target de público real son adolescentes consumidores de blockbusters, regurgitados entre hamburguesas en un gran centro comercial. Como si les avergonzase tanto la temática sobre la que escriben, videojuegos, que necesitasen reafirmarlos de formas forzosas elevando risibles banalizaciones de la violencia a la categoría de planos secuencia infinitos mecidos por el delicado pulso fílmico de Theo Angelopoulos, y además deben pensar qué más da, si el lector medio interesado en esos juegos nunca habrá pasado de los anime de ‘Dragon Ball’ y la última de ‘Star Wars’, ¿cómo podría entonces romperse el pecho a carcajadas en sus caras?

Los juegos de Michael Brough siempre se han situado en un delgado equilibrio entre las mecánicas de un puzle que nos obliga a planificar de forma estratégica el siguiente movimiento, con roguelikes condensados en su más pura esencia, desprendiéndolos de todo lo superfluo.

Como si con esa síntesis de ambas fórmulas no estuviese sino señalándonos lo obvio de cuán parecidas pueden resultar estructuralmente. A fin de cuentas, la forma al azar en que aparecen las fichas de colores en un tablero de ‘Puyo Puyo’ no es tan distinta de la forma en que se disponen procedimentalmente las casillas en un roguelike clásico.

Pero existe un tercer ingrediente en la obra de Brough que no resulta tan obvio de discernir, y que es el que a la postre hace de sus juegos raros objetos marcianos sin identificar. Y es la herencia de una tradición arcade y fugaz construida a través de la abstracción, en un modo que mira de forma directa a la obra de Jeff Minter.

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En un modo tal que casi me atrevería a definir a ‘868-HACK’ como una versión roguelike de ‘Space Giraffe’ jugada por turnos. Con ambas obras generando la misma sensación de desconcierto inicial y desasosiego en el jugador, y a través de unos resortes crípticos para puntuar que deben ser desvelados. Usando una concepción extrema del sonido, entre gritos guturales y sintetizadores analógicos retorciéndose, en un modo en que cada interacción con el mundo queda ligada a un registro musical. Podríamos jugar a ambos con los ojos cerrados, y sólo a través del sonido saber qué está aconteciendo en ese instante exacto en la pantalla. Y donde ese algo aconteciendo en la pantalla será un estímulo sensorial que no podremos cuantificar con palabras, y que simplemente nos dará una patada en el estómago.

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No serás un creador indie de culto hasta que alguien se tatúe uno de tus diseños.

Como si Brough fuese la otra cara de una misma moneda que explica la obra de Jeff Minter, y esa concepción extrema e idiosincrásica de los videojuegos donde a éstos sólo les está permitido crear iconos gráficos y referentes que queden suspendidos en el propio espacio mental y paranoico de sus creadores.

Si estudiamos la obra de Brough vemos que todo eso no es fruto de la casualidad, ya que en el pasado estuvo ligado al movimiento Retroremakes abanderado por Rob Fearon, escritor, diseñador de videojuegos e historiador especialista en preservar la obra de Atari y Jeff Minter, pero también en transmitir esa concepción particular del videojuego a una nueva generación de creadores, con los británicos de Infinite State Games encontrándose entre algunos de sus alumnos más aventajados.

Brough participó en el pasado en pequeñas jams arcade creadas en la órbita de Retroremakes. Y a pesar de que su prestigio en el medio se debe a su grado de maestría creando diseños rupturistas y transgresores para juegos de puzzles, resulta a su vez fascinante ver cómo esa llama arcade de inspiración minteriana, atrapada en laberintos single-screen que miran a los arcades de los 80, entre sintetizadores analógicos y filtros gráficos de VHS, arde con intensidad en ese puzzle-arcade-shmup por turnos y con vocación de score-attack que es ‘868-HACK’.

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