23 octubre, 2018
En GameReport somos muy de peseuno. Ni queremos ocultarlo ni podemos remediarlo: si echáis un vistazo tanto a la web como a los monográficos, no os costará demasiado reunir un buen puñado de críticas y artículos relacionados. Si Sony decidiera incluir en la memoria de su PlayStation Classic todos los juegos que hemos tratado en esta casa, posiblemente tendrían que triplicar la memoria del sistema, y esos escuetos veinte juegos de los que aún sólo sabemos el nombre de una pequeña porción, ahora tendrían que rondar los cincuenta o sesenta. Y no somos los únicos… Menuda la que se montó hace unas semanas con la PS Classic, ¿eh? Todo Twitter revuelto, especulando acerca de los veinte juegos que, bajo el criterio de cada cual, deberían ser incluidos, sin que parezca posible el más mínimo consenso. Por ejemplo, asumiendo que sólo pondrán un ‘Resident Evil’ en la selección, ¿cuál de los tres habría de ser el elegido? Guerras mundiales se han declarado por temas de mucha menor trascendencia. Ahora mismo los juegos de la primera PlayStation son como los bombones de Forrest Gump: nunca sabes lo que te va a tocar. Con algunos notamos cómo ese halo de nostalgia se desmorona a los dos minutos, mientras que en otros casos descubrimos joyas perdidas que quedaron eclipsadas tras los focos de los títulos más populares… Pero el caso de ‘Tomb Raider II’ es diferente: pertenece a ese puñado de juegos que, jugado entonces, hoy o en un futuro distante, mantiene intacto su estatus de maravilla atemporal. Y hoy vamos a tratar de entender algunos de los motivos.
¿Cómo es posible que un ‘Tomb Raider’ clásico, de la primera Lara, la triangular y puntiaguda, quizá uno de los mayores ejemplos recurrentes de diseño poligonal primigenio al que hoy en día pondríamos una pegatina roja de advertencia por su capacidad para sacar ojos, sea a la vez uno de los videojuegos más robustos y mejor conservados de todo el catálogo de PlayStation? Lo desarrollaremos más adelante, pero quedaos con esta idea: bloques de Lego. Pongamos antes un poco de contexto.
‘Tomb Raider II’ apareció exactamente un año después de la primera entrega. Como ‘Tomb Raider’ había sido todo un pelotazo, Core Design debía repetir éxito, y ahora sin el padre de la criatura, un Toby Gard que salió escopetado tras comprobar que Core había convertido a su heroína arqueóloga en un icono sexual y sus caderas se habían vuelto más famosas que sus tenebrosas, místicas e imposibles aventuras. Parte de la esencia se caería en esta entrega y ya no volvería hasta muchos, muchos años después: resulta paradójico que ‘Tomb Raider II’ no vaya, precisamente, de saquear gigantescas y secretas tumbas, como sí hacía Lara en su debut. En esta segunda entrega, en cambio, todo gira en torno a un artefacto llamado la Daga de Xian, que tenía la capacidad de transformar a su poseedor en un enorme y poderoso dragón una vez se la clavara a sí mismo en el corazón. Mientras investigaba cerca de la Gran Muralla China, Lara averigua que la organización Fiamma Nera, liderada por Marco Bartoli, lleva años detrás de la misma daga. La señorita Croft, por lo tanto, les seguirá la pista hasta Venecia, y una vez allí será llevada a una plataforma marina construida sobre el naufragio del Maria Doria —buque de lujo y a la vez tumba de Gianni Bartoli, fundador de la organización y padre del actual líder—, les adelantará por la derecha en el Tíbet y volverá de nuevo a China para comprobar hasta dónde llega la verdad de la leyenda.
Lo que esta entrega se llevó
En su viaje, Lara estará marcada de cerca por centenares de esbirros de la Fiamma Nera, suponiendo uno de los contrapuntos más importantes con respecto al primer título. Si en ‘Tomb Raider’ estábamos pisando siempre nieve virgen, poniendo un pie donde hacía siglos que ningún otro ser humano había dejado una huella, enfrentándonos a bestias salvajes como osos, lobos, tigres o gorilas, en ‘Tomb Raider II’ lo que tenemos en la nuca es el aliento constante de sicarios, asesinos y tipos con mala leche que portan al hombro una llave inglesa del tamaño de Massachusetts. Esta segunda entrega pierde, en parte, esa sensación de inmersión en lo desconocido, esa soledad, esa bola en el estómago que se siente al meter las narices en asuntos que trascienden incluso la comprensión humana y que impide respirar al escuchar un rugido lejano. Intercambia eso por acción inmediata y balaceras, y muchas veces seremos dañados por enemigos que ni hemos visto, y que además harán gala de mucha (demasiada) puntería desde zonas alejadas, suponiendo esto un incremento del nivel de dificultad.
Otro de los cambios más destacados va dirigido, en cambio, a suavizar esa curva de aprendizaje: se acabaron los diamantes flotantes que permitían (y limitaban) guardar la partida en las versiones consoleras del primer juego. Ahora Lara puede poner a salvo su progreso pausando el juego en cualquier instante, de forma muy similar a un savestate, lo que evita tener que repetir amplias secciones de escenario en caso de muerte accidental por una trampa traicionera. Pero esto también cambia la forma de explorar los niveles: si antes debíamos pensárnoslo dos veces antes de intentar un salto dudoso, o de deslizarnos hacia una zona oscura donde la probabilidad de que nos esperen ítems de curación o un foso de pinchos tiende al cincuenta por ciento, ahora podemos guardar la partida y probar. Decimos, pues, adiós también a los sudores fríos, y si esto supone una buena o una mala noticia, imagino que depende del tipo de jugador que seamos. Pero una cosa es innegable: si un juego se alimenta de trampas y peligros, del miedo a lo desconocido, de un entorno hostil, entonces eliminar la penalización por una mala decisión o por asumir un riesgo excesivo hará el título más dinámico, pero también desvestirá nuestros logros de la épica de la supervivencia.
EL SISTEMA™ como religión
Si bien esos dos aspectos novedosos pueden jugar en contra de ‘Tomb Raider II’ al colocarlo junto a su predecesor, en lo capital esta segunda parte se muestra ferozmente continuista. Y lo capital no es otra cosa que EL SISTEMA™. ¿Qué es EL SISTEMA™? Bien, pensemos en fichas de Lego. Todos los Lego —si dejamos de lado líneas de producto alternativas como Bionicle y algunas otras—, ya sean de ciudad, de castillos o del espacio, están hechos con fichas idénticas, intercambiables y a una escala comprensible, tanto para el que las construye como para el que juega con ellas. Pues bien, los ‘Tomb Raider’ de PlayStation —de la cual esta segunda entrega no es ninguna excepción— están todos formados, de igual modo, por un sistema de bloques idénticos e intercambiables. Eso es EL SISTEMA™. Vamos a desarrollarlo un poco más.
Todo el universo de ‘Tomb Raider’, visto desde arriba, sería una inmensa retícula, formada por cuadrados de aproximadamente un metro de longitud de arista. Y la unidad mínima estructural tendrá, siempre e irremediablemente, uno de esos cuadrados como área. Esto implica una serie de limitaciones que son necesarias: nada tiene, por ejemplo, una base triangular; y ningún elemento tiene una arista diagonal, ni una esquina hace chaflán. Absolutamente todo es ortogonal, en tanto en cuanto sea visto desde arriba. Pero el caso es que cuando dejamos de verlo desde arriba, comienza la magia: aristas y superficies inclinadas nacen de esa cuadrícula ortogonal, generando toda una serie de estancias y elementos sólidos capaces de simular una cueva de suelos irregulares, una montaña nevada o una caja sólida perfectamente cúbica. Y todo con el mismo sistema, que es igualmente beneficioso para el que diseña como para el que interactúa con él. Si habíamos dicho que cualquier universo en Lego estaba compuesto por bloques intercambiables y comprensibles en cualquier contexto, los niveles de los ‘Tomb Raider’, indistintamente de si conforman laderas montañosas o columnas de hormigón, son igualmente intercambiables y comprensibles. Y eso es justo lo que hace que todo el juego funcione.
Cuando exploramos un entorno, es decir, cuando tenemos que encontrar caminos escondidos, el juego es capaz de ofrecernos siempre las mismas reglas para encontrar la manera de progresar. Se trata de un sistema de distancias y ángulos. Existe un plano inclinado límite a partir del cual Lara ya no caminará, sino que se deslizará; y de la misma manera, también existe un ángulo límite de arista a partir del cual Lara no podrá agarrarse, por lo que trepar por ese lado no será una opción. Dominar esto, junto el juego de distancias que seremos capaces de cubrir con nuestros movimientos (salto vertical, salto en carrera y agarrar, descenso sin daño…) permite que todo pueda realizarse conforme a EL SISTEMA™, sin incluir assets ocultos, sin trampa ni cartón. Todo es aritmética pura, matemáticas sencillas.
Refulgir a través del diseño de niveles
Entonces, si EL SISTEMA™ es algo común a todos los ‘Tomb Raider’ de PlayStation, ¿qué hace que hayamos elegido ‘Tomb Raider II’ para hablar de él? Precisamente esta segunda entrega, a pesar de incluir novedades que en general tienden a traicionar lo que hizo grande a la primera entrega —todos esos vehículos y esas ambientaciones al aire libre—, logra afinar como ningún otro en la construcción de niveles. Si el primer ‘Tomb Raider’ era inigualable a la hora de crear ambientes —es imposible no sobrecogerse ante el vértigo en St. Francis’ Folly o quedar fascinado por las reliquias egipcias de City of Khamoon—, el segundo es el que mejor retuerce los resquicios de EL SISTEMA™ en el plano puramente jugable, especialmente en la segunda mitad del juego, desde los últimos niveles entre los pecios de Maria Doria hasta el mismísimo templo de Xian, pasando por el monasterio de Barkhang, el que es posiblemente el mejor nivel del juego y posiblemente de toda esta primera etapa de la franquicia.
Que ‘Tomb Raider II’ quiere llegar más lejos en la aplicación de EL SISTEMA™ lo demuestra desde el principio. El primer nivel, el de la Gran Muralla, ya está tres o cuatro escalones por encima del arranque del original, aquella cueva de Perú con algunos lobos y murciélagos. Este primer nivel, en China, contiene secuencias de trampas que exigen que el jugador conozca, cuando menos, los juegos de distancias y varios movimientos avanzados: cuándo saltar mientras nos deslizamos, cómo ganar tiempo subiéndonos a un bloque de un salto en lugar de por el método convencional… Pero esta obsesión por el juego de bloques y sus reglas les lleva también, casi al final, a cometer uno de sus peores pecados: poner el videojuego al servicio de EL SISTEMA™. En el antepenúltimo nivel, Floating Islands, ocurre que los bloques dejan de ser una contextualización para ser, durante buena parte del nivel, meros cubos flotando en el vacío, plataformas abstractas, y todo el universo se desmorona. Porque el sistema se llama (lo hemos llamado) EL SISTEMA™ porque es sólo eso, un sistema, una forma de que el jugador sepa en todo momento cómo se interactúa con el entorno, pero por sí mismo es sólo engranaje desnudo, y por supuesto ‘Tomb Raider’ es mucho más que su modo de articulación. Es necesaria esa capa de ilusión, aunque sea una temblorosa textura de pocos píxeles.
No sabemos si ‘Tomb Raider II’ estará en esa cotizada lista que compondrá el principal atractivo de la PlayStation Classic, pero sí que hemos intentado esbozar el principal motivo por el que, de estar, su presencia estaría perfectamente justificada, a pesar de que desde una perspectiva más artística no sea mejor juego que su predecesor. En ‘Tomb Raider II’ la gente de Core Design jugó con sus Lego, sin apretar del todo las fichas, para que pudiéramos ver sus contornos, para que pudiéramos adivinar su naturaleza y así, con el jugador de cómplice, exprimir con ingenio todas sus limitaciones y construir con ellas uno de los sistemas de juego más gratificantes.
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