por Jonathan Prat
4 junio, 2020
Dedicated to the Umurangi Generation. The last generation who has to watch the world die.
I. «No puedo respirar».
II. La policía ha matado a otro negro. Uno más. Las calles arden arrojando la luz que falta en la Casa Blanca. Trump levanta una Biblia, y promete paz. Su paz, al menos ¿Es suya? Es una Biblia, contesta a la periodista. «Guardaos de los falsos profetas, que vienen a vosotros con vestidos de ovejas pero por dentro son lobos rapaces». Acaba de ordenar la invasión de su propio país y declarar a los antifa como terroristas. America, fuck yeah! En Francia, que se apuntan a un bombardeo, se tiran de nuevo a las calles, y eso sí que son barricadas. Da gusto verlas. Como montar en bici, siempre fueron los mejores en este juego. Abascal, todavía con esmegma revenío en las manos, tuitea que apoya al presidente de los Estados Unidos en su santa cruzada. Cómo no. bua eske soy yo literal. A este lado del charco, la ultraderecha y sus hordas de cayetanitos, cayetanitas y bots a granel están desatados. Pero el pueblo contesta: legiones de k-popers inundan y colapsan las menciones de los fascistas con vídeos de sus idols bailando. #FachaQueVeoFachaQueFancameo. Contra las cacerolas, memes. El futuro es ahora y la guerra está en la calle, pero las guerrillas se bregan en redes sociales. Jugamos en casa.
III. The squids are alright.
IV. Fig. 01. Agua, agua, que vienen los maderos. El capitán Onishima baja desquiciado las calles de Tokyo-to escoltado por un ejército de bastardos, todos ellos. Da igual, llegan tarde. La pintura se reseca en mis dedos, los patines chirrían, el aire zarandea mi sudadera ancha. Si las paredes hablaran… bueno, pues ahora lo hacen. Y gritan contra el sistema.
Fig. 02. Shinji Ikari no va a pilotar el puto EVA. No puede. Es un crío, un chaval, superado por la situación, la ansiedad y una crisis existencialista del tamaño de un kaiju. Se alimenta comiendo techo, no tostadas de aguacate. Kensuke Aida es distinto. Le flipan los uniformes, las armas e ir en formación. Dos caras de una misma juventud. Siempre documentando todo con su cámara de vídeo, el militarismo recorre sus venas. Y aunque Kensuke vuelve a casa convencido de su hazaña, Kensuke tan sólo es un cretino que maneja un Evangelion.
Fig. 03. Los calamares no entienden de dramas. Los críos tampoco. Pero si a un niño le das una caja de lapiceros de colores, te deja la pared como un Pollock. En un medio de salas de espera multijugador llenos de flame y nada, ‘Splatoon’ ofrece un lienzo para cada uno. Y si te dan un rotu y una pared, lo primero que dibujas es una buena polla. Lo segundo, hoy en día, es probable que sea escribir ACAB.
V. #OccupyWallStreet
VI. La misión más interesante de ‘Tom Clancy’s The Division’ no requiere que peguemos un solo tiro. De hecho, ni siquiera viene con el juego. Tampoco con el season pass, o en su secuela. En 2018, los artistas visuales austríacos Leonhard Müllner y Robin Klengel crearon ‘Operation Jane Walk’, una visita turística virtual que hacía uso del entorno tridimensional hiperrealista del shooter online de Ubisoft para recorrer las calles de su post-apocalíptica Nueva York en un acto contemplativo. Un turismo arquitectónico gracias al cual un puñado de jugadores pasean y descubren rincones emblemáticos como la sede de las Naciones Unidas, el antiguo edificio Pan Am o las torres Trump, y la historia que albergan en sus cimientos. Pero los habitantes de la ciudad, ajenos a la intención didáctica de su misión, no hacen prisioneros. Disparan primero y preguntan después. El grupo ha de velar por su seguridad, siempre desde el pacifismo, redibujando su ruta y adaptándose a la violencia que les brinda el escenario, mientras los guías profundizan con sus explicaciones por el chat de voz en el alma de la arquitectura neoyorkina: el conflicto entre Robert Moses, director del departamento de planificación de la ciudad durante más de treinta años y gran constructor, y Jane Jacobs, periodista y autora del libro ‘Muerte y vida de las grandes ciudades’. Un duelo urbanístico e ideológico que se remonta a la década de los años sesenta. El primero, urbanista ortodoxo y defensor de la idea del capital. Autopistas, barrios sin calles y ciudades dormitorio. La ley del pocero. La segunda, romántica defensora de la identidad vecinal y el dinamismo en las calles. Diseñar una ciudad como una danza no de precisión homogénea, sino como un ballet poliédrico de distintivos bailarines que componen un conjunto armónico y ordenado. Habitar los espacios de los juegos de Ubisoft requiere violencia mecánica y estética. Pero en sus rincones hay espacio para la resignificación si los recorremos con el puño izquierdo cerrado.
VII. No sentir rabia es un privilegio.
VIII. Los videojuegos presentan mundos en los que no podemos pararnos y disfrutar. En rara ocasión podemos detenernos a contemplar, mucho menos llevarnos un souvenir. Un imán para la nevera, una camiseta, un llavero. Una postal. Hasta que llegó el modo foto. Eso lo cambió todo. Los juegos de acción encontraban la pausa, y los soldados la oportunidad de contar lo que de verdad estaba ocurriendo. Su versión de la historia. No la de los ganadores, que no eran los que estaban a un lado o al otro de la trinchera, sino los que la veían dibujada sobre un mapa en su despacho. En el medio hay espacio para la rebeldía, la protesta, lo contestatario y la reivindicación. Y a veces, la historia no nos permite ser sutiles. I know writers who use subtext, and they’re all cowards. ‘Umurangi Generation’ va de hacer fotos en los últimos días de una sociedad en colapso, donde el fin del mundo y la brutalidad policial se dan la mano marcando bíceps a lo Dutch y Dillon, estrangulándonos a nosotros en medio. «Un juego de fotografía en primera persona en una futuro de mierda». Y ya. Tan sencillo y tan complicado como eso. Tan triste, tan bonito. Tan enfadado. Apropiándose de las mecánicas básicas de un juego de disparos en primera persona, recorreremos las pequeñas porciones de ciudad que nos acota, microcosmos, tirando fotos y encuadrando historias. Un juego protesta bajo la piel mecánica de un shooter. Ataque de falsa bandera. El punk ya no es Tony Hawk haciendo three-sixties sobre las cabezas de los grises a ritmo de Lagwagon. Ahora los inconformes retratan la belleza de la revolución subidos a sus raíces y apoyados por sus antepasados, beso al suelo que me vio nacer, montículo de tierra que me acogerá al morir, ante la decadencia que se mece al ritmo de lofi hip hop – beats to riot to. Arte multicultural, por fin. Otra batalla ganada. Pero nada ha cambiado, todo sigue igual: la eterna búsqueda de un resquicio de cordura personal y creativa en una realidad resquebrajada. La diferencia está en con qué arma nos vamos a la guerra. Porque lo quieras o no, esto es la guerra. Es momento de elegir un bando.
IX. Somos descendientes del disturbio, la lengua de los olvidados.
X. En ‘Sludge Life’ todo el mundo está en huelga. Incluídos nosotros. Estamos hartos de trabajar en un estercolero insalubre con unas condiciones laborales paupérrimas, y entumecidos por el ruido de la publicidad y las grandes compañías. Pues vaya con el ocio para evadirnos. En ese basurero, como en Tokyo-to, el graffitero es el rey. Caminaremos con la energía indómita del insurrecto entre los contenedores y las vidas varadas de los distintos personajes que intentan sobrevivir a la espera de la posibilidad de un mañana. Dejaremos nuestra marca en el mundo por el camino a golpe de spray, y daremos nuestra opinión razonada sobre qué nos parece todo esto cuando orinemos sobre el magnate desde lo alto de su torre Trump particular o escupamos en la comida que paladea en su ático de lujo mientras se da un baño con vistas a nuestro futuro. El surrealismo nos mantiene cuerdos, pues la realidad es demasiado increíble para ser verdad. Así crecimos, chicos con principios/Robando en el Carrefour y no en el chino/Jodiendo al de arriba, ayudando al vecino. La generación de las dos crisis mundiales. Botes de pintura, latas de cerveza, setas alucinógenas, un cigarrillo aquí o allá. Diseño mecánico permeando lo cotidiano, la calle, el barrio. Ante la violencia institucional, violencia discursiva. Almizcle de tinta, alcohol y rabia.
XI. Que el fin del mundo nos pille bailando sobre contenedores en llamas.
XII. ‘Umurangi Generation’ es uno de mis juegos favoritos de siempre, incluso antes de haberse lanzado. Ahí dentro, uno de mis amigos es un pingüino. Pero no iba por ahí. Mientras recorría sus coloridos dioramas distópicos inmortalizando pequeños momentos virtuales —ahora ya reales— me venían a la mente esos juegos que siempre he querido jugar. Reportero de guerra en un ‘Battlefield’ cualquiera, buscando el Pulitzer con ese one perfect shot que refleje el horror de la guerra mejor que mil cinemáticas con versiones melancólicas de rock’n’roll. Me vale un modo espectador que me deje fotografiar la acción de una partida online de un shooter bélico multijugador cualquiera, y ya me monto yo la película en mi cabeza. Paparazzi que ha de decidir si dedicar su tiempo y dinero a buscar el salseo de actualidad que vender al mejor postor o la exclusiva política que haga temblar los cimientos del poder. O quizá ser un detective. Un policía de verdad. De los buenos, si no es un oxímoron. De esos de mirar durante mucho rato muy intenso un mural lleno de fotos, post-its, flechas e hilo rojo. De los de hacer guardia durante horas al otro lado de la calle del garito del mafioso de turno, mordisqueando un sandwich revenido mientras la cámara de fotos descansa en el asiento del copiloto, preparada para conseguir esa instantánea que pusiera cara al cabecilla de la operación. Poli borracho pero honesto como Jimmy McNulty. Completar el puzzle del tablón de la oficina. Poner fin a la obsesión. Mejorar el mundo. Historias aquí, ahora. De aquí, de ahora.
XIII. La generación Umurangi. La que tuvo que ver al mundo morir.
XIV. Un chasquido de diafragma, un disparo. Francotirador de teleobjetivo. Granadas y navajas con olor a pintura. Bullet ballet turístico en Nueva York. Soflamas de tinta, revolución e ira en Octo Valley. Y ahí fuera, a pedrada limpia. No church in the wild. Cuando los de arriba no escuchan a los de abajo, la revolución se convierte en revelación. Los videojuegos siempre fueron política, y esto no es un sálvese quien pueda. Esto es salvémonos entre todos. ‘Umurangi Generation’ y ‘Sludge Life’, mucho más legítimos herederos de la corona contestataria de ‘Jet Set Radio’ que lo que otros simples imitadores intentaron jamás, son los dos últimos ladrillazos en el escudo del status quo, el antidisturbios entre el medio que quieren cambiar y el ideal que saben que podemos alcanzar. Patadas de ansiedad, puñetazos de rabia. El fuego de la última generación.
XV. 1312. #BlackLivesMatter.
Cuidado con cambiar como sea por causa de que parece que deberíamos cambiar. El cambio podría ser hacia los zurdos empobrecedores, y el Estado totalitario.