De la ignorancia a la sabiduría. De la luz a la oscuridad.

Eternal Darkness: Sanity’s Requiem

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1 marzo, 2017

El presente artículo (debidamente revisado) fue publicado originalmente el 25 de marzo de 2015 en GameReport #8

Mancillar el papel blanco es ahora un ejercicio titánico para mí. Mi mente, ya frágil, carente del escaso entendimiento que hace años me fue arrebatado, ha decidido empezar a resquebrajarse, mostrando todo aquello que quise y querré olvidar. Pero no se puede huir. No sabiendo lo que sé. Sólo somos carne y huesos. Carne y huesos…

Pero empecemos, empecemos. Nunca me han gustado los comienzos in media res, pero aquí es un paso necesario para no perder la atención de los sucesos que están por venir. En mis tiempos mozos era un brillante estudiante en la universidad de Miskatonic, aunque esté mal decirlo. La institución, famosa por su alocada política de financiación, donde los fracasos contaban más que los éxitos, me tenía entre algodones; razonable posición cuando había descubierto un misterioso templo en Camboya, una extraña columna enclavada en el centro de un complejo subterráneo que ya había sido barrido por el paso del tiempo, adornada con exquisitos relieves representando formas humanas, o un santuario en una catedral francesa cuyo propósito no estaba del todo claro. Ansioso por buscar respuestas, la biblioteca de Miskatonic se convirtió en mi hogar. No había día que no decidiera desempolvar las páginas de algún libro perdido en lo más recóndito de la gigantesca sala, hollando su contenido para intentar avanzar en el callejón sin salida en el que me encontraba. Solo. Ciego. La seguridad de la juventud me hizo pecar. «Profundo, en la oscuridad, apenas mirando, largo tiempo me encontré ahí… Preguntando, temiendo, dudando».

Ante la creciente dificultad de la empresa, mi mente empezó a pensar que quizás había más verdad en lo que se creía ficción. La realidad empírica que me había sido inculcada desde la más tierna infancia era desplazada por nuevas perspectivas. Lovecraft se convirtió en mi autor de cabecera, y August Derleth en fiel compañero de cama. Cthulhu, R’lyeh, el horror cósmico… Poco a poco esas ideas goteaban, traspasaban las barreras racionales que en mi cerebro habían arraigado durante demasiados años, inadvertidas para mi minúsculo intelecto. Entrábamos en el mito, en la indefensión, en la desesperación de sabernos una mota de polvo en un universo cuya oscuridad abrumaba al incauto que quisiera iluminarlo.

En uno de esos fatídicos días, me hallaba en la biblioteca, solo. El silencio se apoderaba de cada uno de los recovecos mientras la noche ganaba terreno. Era hora de ir recogiendo mis pertenencias y dejar pasar otro día en el que la verdad se seguía mostrando esquiva. Al abrir la puerta de la augusta sala, noté que algo daba con ella. Un sobre marrón se encontraba en el suelo. Era para mí. El remitente no aparecía por ningún lado, y dos palabras estaban escritas junto a mi nombre: «Silicon Knights». Ojalá hubiera sido la broma de algún oponente, queriendo burlarse de mí y de mis investigaciones. Ojalá mis manos temblorosas no hubieran rasgado el papel y descubierto que lo que había dentro era un libro macabro, forrado con un material que tenía una textura parecida a la piel humana al tacto, y encuadernado con unas anillas que parecían huesos humanos. Llegué a casa y lo dejé abandonado en el escritorio de mi despacho, dispuesto a ojearlo una vez comiera lo último que saborearía en mi vida.

La cordura no es un bien preciado… hasta que la pierdes

Mientras terminaba mi escasa cena, un estruendo retumbó por toda la casa. Asustado, percibí que provenía del piso de arriba. El graciosillo del libro volvía para recuperar su pequeña broma, y su mejor idea había sido entrar en mi casa por la fuerza. El muy imbécil se habría caído, dejando el despacho hecho un caos. Dispuesto a no dejarle sin un buen escarmiento, cogí la espada Gladius de mi abuela Alexandra Roivas. Nunca nos contó dónde la obtuvo, pero todos sabíamos que le guardaba un gran aprecio por alguna razón desconocida.

Subí las escaleras de la mansión y rápidamente entré en el despacho, dispuesto a sorprender a mi oponente. El sorprendido fui yo: una sacudida hizo que perdiera el equilibrio. Mi mente repetía para sí que había sido un imbécil. Que no era tan hombre como para poder enfrentarme a un tipo cualquiera. Esperando el golpe que mi atacante me iba a propinar, cerré los ojos. Y cuando los abrí, no estaba en mi despacho. La sala estaba iluminada por un brillo sobrenatural, mientras me sentía observado por varias estatuas situadas a lo largo de un corredor. Al fondo, un creciente rumor, un susurro que me apremiaba a acercarme a una especie de altar. Mientras me aproximaba, el rumor se convertía en un ensordecedor grito, abandonando su tono suplicante progresivamente. Ahora era una orden, apremiante, desagradable. Me acerqué al pedestal mientras una esquelética mano desplazaba sus falanges, mostrando el mismo libro que había visto a las puertas de la biblioteca y que había depositado en mi escritorio de caoba. La carne se agitaba nerviosa. Los huesos entrechocaban. Los gritos no cesaban. Esperaban el momento en el que abriera el libro. Pensar que una vez no pude ver detrás del velo de la realidad, mirar a aquéllos que moran detrás. Aquella vez fui un tonto.

Retazos de memorias, de vidas pasadas, empezaron a bombardear mi cabeza. Vi a un ser humanoide sujetando un objeto morado. Vi a un centurión, sediento de poder, llamado a conspirar para la destrucción del mundo. Vi a una mujer leyendo el mismo libro que yo tenía entre mis manos en el templo que descubrí hace largo tiempo. Vi a un hombre traicionado por su curiosidad que fracasó en su empresa. Vi pasado, presente y futuro, y sólo había oscuridad. ¡Crac! Algo se terminó de quebrar en mí cuando me asomé a las profundidades donde el Dios Cadáver, Mantorok, esperaba el momento justo para exterminar a la raza humana. Mi abuela, Alex, solía balbucear cosas inconexas al final de su vida. Ahora empezaban a tomar sentido. Llamadme loco por lo que llegué a ver, pero la vista fue lo único que no me falló en ese momento. Cerré los ojos. No quería seguir soportando esas visiones. ¡Mi cabeza me va a explotar! ¡Ulyaoth! ¡Xel’lotath! ¡Chattur’gha! ¡Ancianos dioses nacidos en la oscuridad más negra!

Gladius - Eternal Darkness

La piedad todavía existía en el mundo que acababa de descubrir. Volví a encontrarme otra vez en mi despacho, tirado en el suelo, temblando de pies a cabeza, abrazado al libro que hace un momento me había revelado aquello que no debía ser desvelado. Mi búsqueda de respuestas había encontrado su fin, no sin cobrarse un terrible pago. Salí al pasillo y, de repente, noté cómo mi cuerpo empezaba a desmembrarse. Esto no puede estar pasando, me repetí. Las paredes lloraban sangre. El pasillo parecía inclinado. La estatua, posada en lo alto de un armario, me miraba, moviéndose al son de mi cuerpo, el cual se asemejaba cada vez más a una masa informe de carne. Agónico, intenté gritar. Pellizcarme. Levantarme de esta pesadilla. No podía. El brazo se me había caído al suelo, mientras mi cabeza rodaba a lo largo del pasillo, mirando a su anterior huésped con ojos vidriosos; ojos de muerto. La intenté recoger, volverla a poner en su sitio, con la esperanza de que todo se arreglaría. Sin éxito. Un fogonazo de luz y volvía a encontrarme entero enfrente de mi escritorio. ¡Ignorantes! ¡Yo he visto la oscuridad!

Entreabrí la puerta del despacho, temeroso de que todo se volviera a repetir. No había nada ni nadie acechando, pero una presencia siniestra parecía estar presente en la mansión Roivas. Volví a encerrarme. Inútil, todo era inútil, pero la seguridad que da una simple vuelta de llave es suficiente para alguien que ha perdido toda esperanza. Me senté enfrente de mi escritorio y abrí el libro que había desatado el horror. Comprendí las intrigantes runas que se hallaban esparcidas por toda la casa, aquéllas que a mi abuela le gustaba pintar en las puertas con el propósito de proteger a sus nietos de las abominaciones a las que tuvo que enfrentarse ella misma en la ciudad de Ehn’gha.

Los conjuros de protección eran sus predilectos, a la vista de las numerosas anotaciones realizadas en el Libro de la Eterna Oscuridad: sabía que nada podría acercarse a ellos con ese escudo, pero siempre estaba dispuesta a lanzar un ataque mágico. Ahora cobraban sentido las palabras que susurraba durante largo rato. Entendía por qué se quedaba mirando el infinito, observando algo que había frente a su mecedora, siempre temerosa de las hordas de los Ancianos que pudieran aparecer en cualquier momento.

Gracias a las visiones comprendí lo importante que era dejar sin cabeza a los esbirros de estas deidades monstruosas, más viejas que el propio tiempo. Ciegos, podían vagar largo rato, mientras mis antepasados se afanaban en mantener la cordura, rematando a las criaturas en el suelo. Triste consuelo, sabiendo que podían regenerarse en cualquier momento. Pero el terror no podía ser vencido tan fácilmente; imaginaos que cualquiera que estuviera a nuestro lado pudiera ser un enemigo. Los quiebrahuesos cortaban la cabeza a sus víctimas y se metían en sus cuerpos, haciendo de tus seres queridos entes carentes de raciocinio y sentimientos con el único objetivo de asesinarte y esconder tu cadáver en el sótano. Pero lo peor eran los puzles: lo oculto siempre está velado para los ojos que no quieren fijarse en los detalles. Vagar por los pasillos de la catedral de un lado a otro hasta que conseguías neutralizar el hechizo que te bloqueaba. Encantar objetos dándoles la suficiente fuerza para atravesar los enigmas que se nos planteaban. Imaginarse cuáles eran las runas que necesitaba para completar el hechizo, rezando por que la magia no abandonara nuestro cuerpo. Un avance pausado, lento, necesitado de todos los objetos que nos encontráramos en el camino.

Cansado y aterrorizado, decidí salir de mi despacho. Fuera, la noche ya era cerrada. Era hora de ir al baño y terminar el primer día de una existencia que sería ya constantemente apresada por la tenaza del miedo. Me miré al espejo. Las ojeras rodeaban mis ojos. Mi mirada ya había dejado atrás la cordura. La pared a mis espaldas estaba cubierta de cucarachas. Y en la bañera pegada a la pared… No puedo seguir. No. ¡Sangre, sangre! ¡Que las ratas se coman vuestros ojos! ¡La oscuridad viene!

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¡Nos hemos mudado!

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