por Juanma García
29 febrero, 2016
Sobran las presentaciones cuando damos a conocer la leyenda del Ave Fénix: el fénix que muere para renacer en su máximo esplendor, con una fuerza colosal no comparable a la que poseía antes de su fallecimiento. En la mitología egipcia nos encontramos con el Bennu, un ave asociada a las crecidas del Nilo, a la muerte y al Sol; así mismo también destaca su representación a favor de la creación y el renacimiento o la renovación.
Cabe decir que el concepto del renacimiento, la renovación, la creación o la destrucción ha estado —y supongo que estará— muy presente en esto de los videojuegos. Rockstar dejó claro con ‘Red Dead Redemption’ su postura con la renovación de un personaje como John Marston: la redención, el encontrar un camino de paz y sobre todo la renovación de un alma forajida, confirman que Marston es uno de los mejores ejemplos de lo que comento. Eso sí, si hay alguien que estructurara tan bien el concepto de Ave Fénix o Bennu, ese es el protagonista por excelencia de Remedy: ese es Max Payne.
Si en el caso de Marston es él quien se hunde en el lodo y luego intenta renacer, en el caso de Payne es un cúmulo de cosas lo que le permite menguar el vuelo cuando le conocemos por primera vez. Su pose de policía —ocupado en la DEA— graciosillo, alegre y comprometido con su trabajo no tarda en irse al traste como si de una película de terror se tratara. Su feliz llegada al hogar es interrumpida bruscamente por factores que indican un allanamiento ilegal; los golpes en las paredes del piso de arriba demuestran que la familia de Max está en problemas, y una llamada nada tranquilizadora negando socorro a nuestro protagonista no ayuda a encontrar la calma necesaria. Pronto ocurre la dramática escena del asesinato de su esposa Michelle y de su hija —de apenas unos meses de vida— Rose. Ese es el comienzo de un vuelo en el que el terror cobra protagonismo a cada paso andado, donde Max se topa de cara con una realidad espantosa mientras la muerte le sopla la nuca y la ciudad se vuelve contra él por alguna extraña razón. Decaído, se tambalea por extraños parajes en los que residen las pesadillas, la frustración, la misantropía y por encima de todo, el miedo.
Si continuamos por su historia, el primer ‘Max Payne’ nos ayuda a sacar conclusiones del personaje: cómo es, su manera de actuar y como es obvio, su manera de pensar. Esta filosofía mezclada con un drama típico de las novelas negras, le viene como anillo al dedo a un Payne sombrío y que representa la decadencia hecha personaje de videojuego. Sus frases, disparadas como cartuchos que dinamitan cualquier halo de esperanza, congenian con una mezcla entre un personaje chulesco y otro que tiene miedo, que se siente perdido, que añora lo que es sentir la felicidad: «los buenos y los justos eran como polvo de oro en esta ciudad. Yo no me hacía ilusiones. Ya no era uno de ellos. Ya no era un héroe».
El vuelo debía continuar a pesar de que hubiera solucionado ciertos problemas. En su primera etapa habíamos conocido a un ser humano, un alma errante que vaga por el mundo con el único objetivo de hacer justicia e intentar llegar a quererse lo suficiente. En su particular utopía optando por el olvido como herramienta de trabajo, Max tuvo sensaciones de volverse a subir a la cresta de la vida y surfear en su círculo de buenos momentos, pero ni la tabla era lo suficientemente segura, ni él era un auténtico virtuoso en ella. Se cayó de nuevo con la intención de levantarse: una, y otra, y otra, y otra vez. En su cabeza simplemente se repetía que los sueños siempre tenían la costumbre de echarse a perder cuando no mirabas. No le faltaba razón y prosiguió en busca de su particular felicidad.
En la segunda parte de la saga, Max se encuentra que cuando se le dejó: destrozado e intentando olvidar su pasado. Abandonando ya sus servicios como agente de la DEA y volviendo a trabajar como detective, nuestro particular personaje se encuentra con elementos del primer juego: sus recuerdos, sus fantasmas y sobre todo una vieja amiga aparecida en la primera entrega.
Los buenos y los justos eran como polvo de oro en esta ciudad. Yo no me hacía ilusiones. Ya no era uno de ellos. Ya no era un héroe
Pronto, se mete de nuevo en líos gracias a un caso relacionado con drogas y tráfico de armas con dinero negro. El duro trabajo del detective. La sinfonía de los delincuentes en una Nueva York conquistada por el miedo, la sangre y las balas. Max debía solucionarlo, tenía que destruir uno de esos pequeños fragmentos que formaban el todo. En su cruzada, Mona, la misma persona que en la primera parte aparecía en las novelas gráficas en interacción con Max Payne. Sobre ella giran parte de los pensamientos de Max en esta segunda parte: Max incluso llega a sentir que está enamorado de ella —y ella de él— y comienza a remontar el vuelo, un vuelo que le dura poco al volver el estado depresivo del personaje, a tener otras preocupaciones en su cabeza. Dichas preocupaciones se pueden interpretar como una sucesión de hechos que afectará al personaje en su etapa final: un momento en la que las opciones pasan por huir de sus pensamientos o morir definitivamente y ahogarse en un mar de confusión.
La botella de un whisky de dudosa calidad sobre la mesa. El vaso, ancho y sin hielos en su interior, se prepara para recibir otra dosis de ese alcohol infame. Max arrampla con el whisky y con un duro golpe lo vuelve a colocar sobre la mesa: se sirve otro, mira la foto de su familia, fuma un cigarrillo y finalmente acaba sollozando. Éste es el constante tormento con el que Max Payne convive día tras día en Sao Paulo cuando no está salvando el culo de la familia Bronco. No puede evitar que las cicatrices se cierren tras tantos años de aquel maldito día en que su vida se convirtió en un caprichoso juego del destino. Se odia a sí mismo, haciéndole más cínico que nunca, tocando fondo definitivamente.
La autodestrucción constante parece que va a dejar a Max fuera de juego, con la obra finalizada y sin haber podido llevar a cabo sus objetivos: por suerte eso no acaba por pasar. La situación producida en cierta parte del juego ayuda a Max a darse cuenta de que tiene que afrontar la vida como le venga. Se rapa el pelo, se coloca unas gafas de sol de policía chungo, adopta una forma de vestir muy hawaiana y sale a buscarse a sí mismo y a buscar a su objetivo. Debe hacerlo, esta vez tiene que ganar como sea. Es por eso que cada minuto, cada secuencia de acción trepidante, cada acto que marca la historia en ‘Max Payne 3’ es una nueva pluma de fuego para el fénix que está renaciendo, para un fénix que quiere elevarse y burlarse de su depresión. Se acabó, no necesita torturarse más. Es hora de pasar a otro plano.
Cuando el final del camino se empieza a atisbar, Payne ya tiene una pose distinta a la del derrotista bebedor de whisky que siempre tuvo. Aunque sigue con ese aspecto raudo de persona poco afable, ha aprendido a solucionar sus problemas internos, el yugo que tenía cual esclavo del pasado. Le han crecido finalmente las alas, ha renacido transformado en una persona más avispada, más centrada, más fuerte: Payne vuelve a volar como el ave fénix, planeando en un telón donde las trampas no le pueden frenar.
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