por Marcos Gabarri
11 enero, 2016
Es curioso el efecto que produce la acción de descorrer las cortinas del televisor. Al asomar la cabeza por la ventana de plasma somos testigos de una realidad audiovisual dispersa. A un lado, vemos miles de discusiones absurdas que tratan de engañarnos en un escenario tan artificioso como decadente. Al otro, mentiras disfrazadas de realidad y verdades con ropajes de falacias, ambas atrapadas en un bullicioso y amnésico día de la marmota. Pero, en medio de este panorama tan desalentador, existe un pequeño lago de agua cálida que, aunque nos invite a poner los pies en remojo, el calor del contexto que le rodea termina por evaporarlo en una emanación de agua que nuestra piel absorbe. Kirmen Uribe decía en uno de sus poemas que en nuestro interior existe un río oculto a punto de desbordarse. Gota a gota atesoramos experiencias y emociones que atraviesan nuestro organismo en un agresivo torrente de estímulos. Cada uno de ellos cala hondo, pero no todos llegan a formar parte de nuestra red fluvial, al ser ésta un conjunto de inquietudes subjetivas. Hay tantas fuentes con las que abastecer estos manantiales como ventanas en las que sumergirse. Pero pocas veces, somos tan afortunados de encontrar aquella vía de escape que inunde nuestro ser. Es aquí donde queremos permanecer, devorando su alma, empapándonos de sus principios, hasta que, de repente, observamos su final. Su esencia ha colmado los niveles del río dando paso al vacío más árido, anhelando la lluvia que ponga remedio a la resultante tierra cuarteada. Sedientos de agua, buscamos otra fuente que nos sirva para devolver la vida a esa red fluvial que desemboca en nosotros mismos. Queremos volver al lago que fue capaz de ahogarnos, entrando en la escarpada senda de la rejugabilidad.
El refranero casi siempre tiene razón: si cuando una puerta se cierra, otra se abre, es lógico pensar que ocurre lo mismo cuando hablamos de ventanas. Pero en este caso, además, son reversibles, pues podemos entrar y salir de las mismas a nuestro antojo. Es así como tenemos la potestad de volver a las letras de un libro o a los fotogramas de una película, para regodearnos en sus historias o bien para disfrutar una vez más de la genialidad con la que fueron creadas. Los videojuegos, como bastardos culturales, han heredado esta cualidad de sus progenitores y, nivel tras nivel, la industria del ocio electrónico ha aprendido a dominar las estratagemas necesarias para atrapar al jugador en su producto. Gracias a la propia interactividad del medio, ha conseguido dar a luz una situación contradictoria, un ritual de vida más allá de la muerte a través de contenidos que calman la sed de los jugadores una vez concluidos. A pesar de que la necromancia digital pueda llegar a ser contraproducente para el propio medio, interfiriendo en el ciclo vital de la propia industria, ésta continúa alargando la esperanza de vida de sus productos sin tener una razón aparente. Siendo imposible determinar si la rejugabilidad es una cuestión de juegos —¿es realmente importante esta cualidad?— o de jugadores —puesto que cada persona tiene una visión diferente del concepto—, las definiciones del término han ido variando con el paso de los años, otorgándole cierto halo de misterio. Pero, ¿qué es realmente la rejugabilidad? Estas líneas tratarán de dar significado al jeroglífico creado alrededor del concepto buceando en las aguas subjetivas de los propios jugadores, pues la clave debe de encontrarse en las profundidades de nosotros mismos.
Burlando a la muerte
Primera hipótesis: «La rejugabilidad es una invitación del título a alargar su esperanza de vida».
La combinación de circunstancias que ha originado la industria del ocio electrónico ha dado lugar, a su vez, a una realidad heterogénea. Mientras que unos consideran a los videojuegos como obras ligadas a la industria hollywoodiense, otros dan prioridad a las mecánicas. Así, partiendo de esta base, no es extraño que ambas facciones entiendan el concepto de rejugabilidad de maneras sustancialmente opuestas. Por un lado, aquellos títulos que siguen los pasos del séptimo arte están condenados, a simple vista, a un rotundo final. Confiar su escaleta básica a las estrictas leyes de la causalidad los obliga a tener una estructura cerrada, no siempre bien vista por el gran público. Es, precisamente, ese hedor a linealidad, el que hace que los jugadores tengan serias dificultades a la hora de encontrar un motivo que les haga pulsar el botón de start una segunda vez. Pero quien hizo la ley, hizo la trampa. En estos casos, la industria se ve obligada a dilatar la vida útil de los títulos mediante artificios que no siempre sientan demasiado bien al producto. En un intento desesperado de evitar el temido punto y final se suceden misiones secundarias, coleccionables o finales alternativos. Un todo vale a partir de técnicas que tienen como único fin burlar a una muerte anunciada, olvidando, en muchas ocasiones, la diversión del jugador o la propia razón de ser de la obra. Cubo en mano, llenamos con agua del grifo los cauces de un río en el que ya se han empezado a atisbar los primeros síntomas de sequía.
Al otro lado de la balanza se encuentran aquellos títulos que, por su naturaleza, poseen una rejugabilidad intrínseca. Sin dejar que otras artes contaminen su estructura ósea, la jugabilidad en sí misma es la que mantiene la coherencia en estas obras, sin la necesidad de caer en la repetición o en el artificio. Es decir, y creando un trabalenguas, la propia jugabilidad se presenta como razón de ser de la rejugabilidad. Las mecánicas planteadas en el videojuego son las responsables del regocije del jugador, de crear una experiencia enriquecedora. Bien sea mediante la superación de diferentes niveles de dificultad o a través de la exploración del universo ficticio, el usuario disfruta del concepto y no del desarrollo.
Teniendo en cuenta todo lo anterior nos topamos con el concepto de género. ¿Es la naturaleza de un título, según su contenido o estructura, un factor importante a la hora de valorar su rejugabilidad? La respuesta, como no podía ser de otra manera, es subjetiva. Cada obra es un pieza singular que debe ser tratada por separado pero, a grandes rasgos, somos testigos de una pugna entre jugabilidad e historia, como si ambas ideas fueran incapaces de estrechar sus manos. Los géneros que optan por primar a la jugabilidad —arcade, FPS, plataformas— tienen, en principio, cierta ventaja debido a su facultad de hacer de la experiencia de juego una acontecimiento único e inigualable cada vez que decidimos reiniciar la aventura. Sin embargo, aquéllos que dan más importancia a la historia —RPG, aventura— todavía son incapaces de quitarse las telarañas de la omnipresente meca del cine, flagelando sus posibilidades interactivas a favor de una narrativa fílmica cuya motivación para la repetición del título no va más allá del gusto por el relato. Lo que sí podemos afirmar es que en términos de rejugabilidad —y también de jugabilidad— los presupuestos no sirven para nada. Sólo la agudeza y la inspiración del desarrollador serán los ingredientes que conviertan a una obra en eterna, en un concepto que consiga burlar a la muerte en las coléricas corrientes de nuestra red fluvial.
Desmembrando el producto
Segunda hipótesis: «La rejugabilidad es una búsqueda activa de nuevos significados dentro de productos que ya conocemos».
Consumir un producto cultural por segunda vez es un reflejo de crecimiento personal. Un libro, una película o un videojuego son obras capaces de provocar un sentimiento diferente en cada época de nuestra existencia. Son productos que funcionan como entes monolíticos, vomitando una y otra vez un mismo discurso sin tener en consideración a sus receptores. Pero, en cambio, nosotros somos volátiles, inestables. Una historia, una mecánica, un personaje puede pasar desapercibido en un primer momento, pero un segundo visionado, tiempo más tarde, puede hacer saltar por los aires nuestros esquemas mentales. El tiempo nos marca, deja huella en las cada vez más envejecidas cuencas de nuestros ríos. Nos hace madurar, nos vuelve más abiertos de mente o más intransigentes. Pero nos cambia. Y es que las manecillas del reloj despegan hasta los párpados mejor cerrados. Asimismo, el contexto en el que estos productos fueron creados se presenta como un elemento fundamental para su recepción. Su discurso puede ser inamovible pero no sus resultados. Los títulos de la primera PlayStation tienen un efecto totalmente distinto hoy en día que en la época de su estreno, por ejemplo, al igual que la inmensa mayoría de los videojuegos contemporáneos adoptarán significados diferentes dentro de dos décadas. Esto no quiere decir que la rejugabilidad sea un nostálgico intento de recopilar el pasado, sino más bien la clara intención de diseccionar el producto. Una segunda oportunidad para desentrañar el significado oculto de la obra, más allá de tediosas mecánicas o guiones merecedores de Óscar.
Consumir un producto cultural por segunda vez, tiempo después, puede hacer saltar por los aires nuestros esquemas mentales
Con todo esto, la rejugabilidad se convierte en una nueva aventura a través de viejos recuerdos. Llevamos a cabo una retrospectiva, una relectura con el objetivo de reescribir nuestros pensamientos. Miramos en nuestro interior y nos vemos en una balsa, agarrando bien fuerte la brújula que nos permita perfilar el mapeado de la red fluvial. Ayer era un riachuelo. Hoy, ya es océano.
Estudiando el mercado
Tercera hipótesis: «La rejugabilidad es una respuesta de los desarrolladores ante las políticas de sobreexplotación del mercado».
La industria cultural se parece cada vez más a un restaurante de comida rápida. Al estudiar detenidamente su carta nos damos cuenta de que estamos embadurnados en fritanga y que los ingredientes que nos metemos entre pecho y espalda acaban desgastando nuestro organismo. Eso sí, su sabor es delicioso. Algunos de ellos, incluso, verdaderamente adictivos. Poco importa al consumidor de a pie que nazcan de moldes de silicona, pues sus paladares se han acostumbrado al sabor a aceite quemado. En mayor o menor medida, somos dependientes de obras clónicas que nos ahogan con historias similares y las mismas mecánicas. Al fin y al cabo, ¿no es esto otro modo de rejugabilidad encubierta? Dicen que la era de la sobreinformación es, precisamente, la época histórica en la que menos estamos informados. Y puede que sea cierto cuando seguimos cayendo en las trampas de un sistema obsesionado con el máximo beneficio, comprando el mismo producto una y otra vez con diferente envoltorio. Aquí, ahora y siempre, el capitalismo extiende su red hasta despoblar nuestros ríos y contaminar sus aguas con la basura que genera. Este entorno, cada vez más competitivo y pestilente, obliga a las desarrolladoras a entrar en un circuito cerrado, con pautas muy marcadas, si quieren triunfar. Así, los inconformistas no sólo tienen que estrujarse el cerebro para sobrevivir sino que, además, sus creaciones deben ser obras atractivas, deben poseer algo que las diferencie de las demás para destacar entre las cegadoras luces de neón. Y en muchos casos, ese algo, es la rejugabilidad. Para plantar cara a los encorsetados productos de consumo rápido, aparecen pequeñas obras que garantizan un mayor número de horas de juego, así como un reto físico e intelectual que invite al jugador a reiniciar su aventura de nuevo. Es decir, nos ofrecen un sólo juego que disfrutar en lugar de muchos diferentes, con todo el ahorro que ello conlleva. Lo verdaderamente paradójico es cuando el propio sistema trata de imitar estas prácticas, atentando contra su filosofía. Pero, ¿es esto realmente una estrategia nociva?
¿Consumir obras clónicas con historias similares y las mismas mecánicas no es acaso otro modo de rejugabilidad encubierta?
La actual coyuntura nos lleva a pensar en la rejugabilidad como un lastre. De manera inconsciente, la industria nos inculca que rejugar es una pérdida de tiempo mediante la activación de la ansiedad. Frente a la avalancha de títulos que se estrenan cada mes nos preguntamos si merece la pena volver a empezar un título cuando existen infinidad de nuevas experiencias aún por conocer, aunque éstas sean cuasi idénticas. Sabemos que hemos caído de lleno en la trampa cuando tenemos la sensación de quedarnos atrás si no disfrutamos del videojuego de moda en el momento de su salida. Es así como la industria cultural nos manipula, creando metanecesidades, al hacer que surfear en la cresta de ola sea un requisito para ser feliz. La sociedad nos exige estar al día en todo momento, algo que es humana y económicamente imposible. Abandonar nuestro apacible río para seguir las corrientes marinas del vasto océano social puede desembocar en la frustración. A veces el agua es capaz de convertirse en fuego.
¿Por qué (re)jugamos?
Tras pasar más de media vida jugando, aún desconocemos la razón exacta por la que nos sentimos tan ligados al ocio electrónico. ¿Por sus historias? ¿Por sus mecánicas? ¿Una mezcla de ambas? El único factor en común es la diversión que produce, el placer del entretenimiento. A la hora de iniciar un videojuego buscamos precisión en sus controles pero, sobre todo, la satisfacción a través de la interactividad y sus ventajas: personalización, emoción, motivación y socialización. Al mismo tiempo, la rejugabilidad se comporta como el vivo reflejo de nuestra sociedad. Se trata de un concepto amplio, polifacético, un resultado complejo de una situación histórica y cultural todavía más enrevesada. Es la nostalgia, es una arma reaccionaria y es puro hedonismo. Son las ganas de abalanzarnos sobre ese producto que ya nos embriagó una vez.
Los videojuegos son ideas en movimiento, pensamientos en imágenes, encerrados en decrépitos cascarones digitales que merecen ser visitados más de una vez. Una vez terminados son mensajes atrapados en botellas de cristal que flotan a la deriva por los angostos caudales de nuestra red fluvial, esperando ser encontrados. Si éstos son importantes o no, ya es algo que depende de cada individuo.
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Todas las hipótesis son muy válidas, sin duda, y conozco a personas que apuestan por todas ellas. También al típico: «pero me quedan mil juegos por jugar, ¡no voy a rejugar aquel!», y todas ellas son válidas. Yo personalmente adoro rejugar, y justamente en juegos similares entre ellos que, siendo de la misma saga, presentan una nula innovación… es donde más cuenta me doy de que sí: sin duda, venderte el mismo juego con un envoltorio un poco diferente, no deja de ser rejugar y, para eso, me quedo siempre con el que me cautivó la primera vez que lo probé.
Yo rejuego por las historias (de la misma forma en que si disfruté mucho un libro me gusta releerlo y ver si ahora me da vergüenza ajena o sigue pareciéndome una obra maestra, pues la obra no cambia pero sí el prisma desde el que tú la miras), y está bien, es divertido: me he pasado la saga Phoenix Wright unas cuantas veces, para recordarlos cada pocos años. En lo que respecta a este ámbito, aunque es «jugabilidad pura y dura», el juego que más veces he acabado es Persona 3. Ni si quiera es porque me gusten la historia o la jugabilidad (me gustan mucho ambos, ojo, y su jugabilidad me parece de las mejores que he visto en RPG alguno al heredar gran parte del maravilloso sistema de batalla de Nocturne), pero cada vez que lo juego podría decirse que me hace viajar en el tiempo a cuando iba al instituto, no por la temática del juego sino a mi propio recuerdo de cuando me lo pasé por primera vez y podía pasarme 10h seguidas jugando si me apetecía porque tenía todo el tiempo del mundo y me refugiaba en este juego para olvidar mis problemas. Cuando lo rejuego ahora lo hago en dosis muchísimo más pequeñas pero, es innegable: cada vez que lo juego, por un seguido de historias personales, me hace volver a aquella época. Y mientras juego a Persona 3 no existe nada más. Ni problemas, ni cosas malas: solo ese jefe imposible al que derrotar. Por eso no me cansaré de él nunca.
Pero también lo hago por la jugabilidad (que me estoy yendo del tema), siguiendo tu otra hipótesis, y he de confesar que es ahí donde más brillan todos estos juegos, donde se muestran como medio propio y no solo como otra película. No solo juegos arcade o musicales (¿quién en su sano juicio ha probado Ouendan y solo se ha pasado las canciones una vez en cada modo?), ojo: The World Ends With You, grandísimo JRPG de DS, es uno de esos juegos en el que no dejaba de maravillarme una y otra vez tras cada combate, con cada nueva mecánica, con cada nueva idea que me presentaba, y aunque la historia no duró más que 25h, seguí jugando hasta las 160h, e incluso seguí jugando y rejugando tras conseguir el 100% absoluto de todos los coleccionables del juego (que no son pocos). ¿Por qué? No necesito darme excusas: TWEWY es jugabilidad pura, dura, e inmortal, y que me voló la cabeza con cada nueva idea que te presentaba y lo siguió haciendo durante cada hora de mi larguísima partida. Seguramente, de no haberse roto mi pobre DS, hubiera borrado mi partida solo para tener otra en la que reconstruirlo todo.
Juegos como Catherine, Kula World o Advance Wars: Dark Conflict son también culpables de que les haya dedicado un porrón más de horas de las que duran realmente. Y es que, aunque una historia pueda estar muy bien, al final es la jugabilidad y no la trama lo que distingue a un buen videojuego de un GRAN videojuego.
Muy gran artículo y mi enhorabuena una vez más.
Muchas gracias por el comentario, Rokuso, y mis disculpas por ser un tardón en responder! ^_^;
Como tú, yo también soy de rejugar a títulos para recordar otros tiempos, sobre todo las primeras horas de RPGs, esenciales para poder enganchar al jugador. Me encanta recordar esos primeros compases de las historias que me proporcionaron, en su día, horas y horas de diversión. Desde Shining Force II hasta las primeras entregas de Suikoden pasando por Tombi! o Silent Hill. Geniales títulos, mejores recuerdos.
En cuanto a la jugabilidad, soy de caer más en la trampa de los juegos de lucha. En la época Tekken 3 me autoexigía terminar el juego, sin continuar, con todos los personajes (dominar todos los combos es mi obsesión imposible de cumplir) y en el modo más difícil. Y aún continúo jugando a TTT2 de vez en cuando con el mismo sistema, ahora online y siempre en modo aleatorio. ¡Con Blazblue más de lo mismo!
The World Ends With You está en mi eterna lista de pendientes. ¡Sólo oigo maravillas de él!
¡Gracias de nuevo por pasarte y comentar! =D