por Marcos Gabarri
10 octubre, 2016
Dicen que las estrellas están muertas, que son cadáveres espaciales. Algo así como fantasmas de otros mundos jugando a mandar señales luminosas desde millones de años luz. Para algunos no son más que recuerdos del pasado, testamentos de astros pretéritos que nos recuerdan lo insignificante de nuestra existencia. Otros, sin embargo, consideran a las estrellas tumbas colosales, una especie de pirámides del espacio exterior. Una visión romántica que ve en esos pequeños puntos luminosos vasijas de secretos inexpugnables que seducen desde la oscuridad, como las luces de neón de un burdel lo hacen en los suburbios. Su brillo: un susurro a los buscadores de tesoros, una llamada a que pierdan la vergüenza y se zambullan en un océano estrellado. Desde muy joven, Greg Johnson se dejó llevar por sus hipnóticos destellos, meditando sobre el lenguaje de los astros. Él también quería ser saqueador de tumbas. Quizá por eso, y por inercia, terminó siendo un yonqui del polvo de estrellas. Eso sí, a ritmo de funk.
El autor
El destino de los astros
La historia de Greg Johnson no es especial. Al igual que muchas otras, empieza mirando hacia arriba, con el típico: «¿Qué hago yo aquí?». Como los grandes filósofos, el pequeño Greg cuestionaba su lugar en el universo con la mirada fija en las estrellas. Al fin y al cabo, como decía Julio Medem en ‘Los amantes del círculo polar’, un niño de ocho años se hace un promedio de treinta y tres preguntas por hora. El resto es estadística. El caso es que, desde la ventana, Greg observaba diminutos puntos de luz entre la inmensa negrura de la noche y una resplandeciente luna nacarada. Hacía ya tiempo que se había mudado a Los Ángeles, dejando atrás la Nueva Jersey que le vio nacer a principios de los sesenta. Con su mirada anclada en el infinito, trataba de amoldarse a una ciudad nueva, a la vez que ansiaba encontrar una vía de escape que le ayudase a olvidar el divorcio de sus padres. Por una razón u otra, las estrellas parecían hablarle. Le contaban historias que tomaban forma a la hora de irse a dormir. Historias sobre seres extraños e inverosímiles que vivían más allá de donde su vista alcanzaba.
Fuera influenciado por los astros o no, Greg Johnson terminó obsesionado por el lenguaje en todas sus vertientes. Le fascinaba el proceso de convertir el pensamiento en sonidos, en símbolos, en música. Soñaba con descifrar el lenguaje de las ballenas, con hablar con los delfines y con una llamada del Pentágono otorgándole la oportunidad de descubrir el lenguaje alienígena. No era de extrañar que acabara enterrado entre apuntes de biolingüística. Sin embargo, Greg también estaba interesado en otro tipo de lenguaje. Desde la secundaria ya había coqueteado con la programación y contaba con un buen puñado de horas de Fortran a sus espaldas. Alentado por sus profesores, dio a luz un videojuego que simulaba una batalla de espadas. Pero Greg acabó creando una auténtica pesadilla jugable. Terminó tan asqueado de su primera experiencia con el ocio electrónico que se alejó de los joysticks por una temporada. Básicamente, era demasiado aburrido para él; nada que ver con el ‘Dungeons & Dragons’ para ordenador que tenía en mente. Afortunadamente, las cosas no tardaron mucho en cambiar. Los astros del destino lo tenían todo planeado. En una tarde de pereza, ya bien entrado en la universidad, Greg dio una segunda oportunidad a los videojuegos. Jamás hubiera pensado que ‘Rogue’ cambiaría su vida para siempre.
Eran las cuatro de la mañana. Una vez más se había pasado toda la noche enfrente del ordenador. Hasta entonces nunca se había topado con un lenguaje tan impredecible, pero, a la vez, construido en fundamentos cuidadosamente estudiados. Corrían los años ochenta y los videojuegos estaban en fase embrionaria. El lenguaje del ocio electrónico aún estaba tomando forma. Pero ‘Rogue’ era diferente. Convertía un viaje hacia las profundidades de una arcaica mazmorra en una travesía que fingía ser incontrolable. Cada símbolo cobraba un significado distinto en cada partida, como si el jugador estuviera a merced de los deseos de una máquina. Dicha transformación no sólo afectaba al laberíntico escenario, sino que monstruos y objetos también diferían cada vez que el jugador emprendía el viaje desde el principio. A simple vista se trataba del paradigma perfecto. Atónito, Greg encontró en ‘Rogue’ un lenguaje tan inesperado como sus sueños infundidos por las estrellas.
Obsesión procedimental
El ocio electrónico es un mentiroso compulsivo. Un engaño retorcido, casi psicótico, que nos hace reaccionar ante estímulos que no son reales. Para Johnson, no es más que un lenguaje simbólico de combinaciones infinitas, al menos aparentemente, pero que, al mismo tiempo, atiende a un sistema ordenado. Algo similar a lo que Pávlov describía en sus estudios de estímulo-respuesta. De manera inconsciente, estas creencias arrastraron a Greg hacia el corazón de la industria, apasionándose cada vez más por un mundo, en principio, muy distante a sus aspiraciones con la biolingüística. Se puede decir, incluso, que su obsesión procedimental llegó demasiado lejos. Trabajaba jornadas interminables por apenas unos pocos dólares, gorroneando dinero de amigos y familiares, en un proyecto que trataba, cómo no, sobre las estrellas. Dicen que sarna con gusto no pica.
Atónito, Greg encontró en ‘Rogue’ un lenguaje tan inesperado como sus sueños infundidos por las estrellas
Ese proyecto era ‘Starflight’, una nave pilotada por mentes inexpertas. Los objetivos del videojuego nunca estuvieron claros e infinidad de interrogantes revoloteaban constantemente sobre las cabezas de un puñado de jóvenes con más ganas que talento. Contra todo pronóstico, Johnson terminó siendo el lead designer, no sin antes superar un sinfín de crisis internas. Aún recuerda con nostalgia cómo consiguió hacerse con las riendas de un equipo a la deriva, superando todo tipo de escollos y avivando aún más su pasión por la industria. Nadie apostaba por ellos, ni siquiera ellos mismos. Pero, para sorpresa de todos, el resultado de su trabajo fue excelente. Al final, los continuos retrasos en las fechas de entrega merecieron la pena. Johnson inmortalizó en su mente cómo Binary Systems, apoyado por Electronic Arts, creó un sistema abierto en el que el jugador tenía la libertad de explorar y hacer lo que quisiera en un entorno creado mediante generación por procedimientos. Algo así como una especie de abuelo de ‘No Man’s Sky’. Así, ‘Starflight’ se estrenó en 1986 para PC, constituyendo una auténtica revolución. Por méritos propios, Johnson acababa de conseguir un cubículo en las oficinas de EA, en Redwood City.
Con apenas medio centenar de empleados, Greg se integró rápidamente en la familia. Su labor estaba limitada al departamento de arte, lejos del ecléctico grupo de los desarrolladores. Pero eso poco le importaba. Aunque cueste creerlo, nunca se había visto a sí mismo como un desarrollador de videojuegos. Por aquel entonces se conformaba con ver su nombre en títulos poco conocidos de Amiga como ‘Adventure Construction Set’, ‘F/A 18 Interceptor’ o ‘Swords of Twilight’. En 1988 Electronic Arts le brindó la oportunidad de subirse al carro de los desarrolladores de nuevo y Johnson aceptó el reto de buena gana. ‘Caveman Ugh-Lympics’ le sirvió para reafirmar su talento ante la mirada atenta de sus colegas. Tras esto, EA no se lo pensó dos veces. Aunque sospechaban que Johnson tenía la mirada puesta en otras constelaciones, le confiaron el desarrollo de ‘Starflight 2: Trade Routes of the Cloud Nebula’.
Durante el desarrollo de la secuela de ‘Starflight’ Greg conoció al programador Mark Voorsanger, en una excursión con amigos al californiano Monte Tamalpais. Conectaron enseguida y no tardaron mucho en ponerse al día sobre sus aspiraciones de futuro. Al fin y al cabo, estaban en misma órbita, parecían tener el mismo humor y no acababan de entender del todo la visión que Electronic Arts tenía de los videojuegos. Querían hacer del ocio electrónico algo diferente, pero sin dejar que fuera asequible a la gente corriente. Por aquel entonces, Johnson ya tenía en mente un título que usara el mismo sistema de juego que ‘Rogue’ y, sin darse cuenta, empezó a contar sus locuras a un auténtico desconocido. Cuando Voorsanger escuchó la disparatada idea de Greg, quedó entusiasmado. Le pareció un auténtico chiste digno de llevarse a cabo. En 1989, con el lanzamiento de ‘Starflight 2’, Johnson terminó su contrato con EA y pudo dedicarse en cuerpo y alma a lo que realmente quería. Fue el nacimiento de ‘ToeJam & Earl’.
Camino hacia las estrellas
Convencer a Sega of America fue tarea fácil. Eran los principios de los noventa, se trataba de una filial nueva y, constantemente, estaban buscando títulos frescos que se diferenciaran en esencia de los de Nintendo. Lo realmente difícil era convencer al público. Johnson y Voorsanger hicieron de ‘ToeJam & Earl’ un auténtico cóctel, un título dinámico cuyo sistema era un verdadero desconocido en la Mega Drive de 1991. Apostaron por la creación procedimental de escenarios, por power-ups destructivos y, sobre todo, por la libertad del jugador para navegar entre niveles a su antojo, como si de un sandbox se tratase. No contentos con ello, Johnson tenía planeado que los protagonistas del juego fueran dos alienígenas salidos de una galaxia lejana, fieles a la filosofía del funk. El dúo lo formaban un pequeño alien de tres piernas y tez rojiza que acompañaba a un grandullón de color amarillo entrado en carnes. No era de extrañar que ambos desarrolladores tuvieran miedo a su propio concepto y, como temían, el lanzamiento no fue demasiado bien. Las ventas apuntaban a que ‘ToeJam & Earl’ iba a ser un descalabro, a que esos simpáticos extraterrestres con los que Greg soñó en sus noches observando a las estrellas desaparecerían en el olvido. Pero cuando se creía que todo estaba perdido, el boca a boca comenzó a funcionar. ‘ToeJam & Earl’ fue convirtiéndose poco a poco en una especie de juego de culto. Al parecer, las mieles del funk eran adictivas. La historia vivida con el lanzamiento de ‘Starflight’ volvió a repetirse.
Johnson y Voorsanger hicieron de ‘ToeJam & Earl’ un auténtico cóctel, un título dinámico cuyo sistema era un verdadero desconocido en la Mega Drive de 1991
En 1993, ya con Kalinske como CEO de Sega of America, Johnson y Voorsanger se atrevieron con una secuela directa de las aventuras de los dos alienígenas, ‘ToeJam & Earl in Panic on Funkotron’, esta vez convertido a regañadientes en un plataformas 2D. Ya rebautizados como ToeJam & Earl Productions, los desarrolladores americanos empezaron a experimentar con juegos educativos de la mano de ‘Orly’s Draw-A-Story’ y, poco después, se pusieron manos a la obra con una tercera entrega del dúo extraterrestre. ‘ToeJam & Earl III: Mission to Earth’ fue todo un reto para Johnson. En principio, planeado para Dreamcast, el título prometía renovar sus orígenes sin alejarse, al mismo tiempo, de la idea primigenia. Sin embargo, los problemas financieros de Sega hicieron que la travesía fuera por otros derroteros. La primera Xbox llamó a la puerta de Johnson y Voorsanger, ofreciendo una mano amiga para sacar adelante al proyecto. Aún hoy, no se tiene claro si esa mano fue directa al cuello o no. De mala gana, la tercera entrega de ‘ToeJam & Earl’ se había convertido en una aventura 3D que no cumplía con las expectativas ni del público ni de Johnson. Se trataba de una obra de sentimientos encontrados en toda regla. Por desgracia, esta vez los malos augurios sí se hicieron realidad y las ventas de ‘ToeJam & Earl III’ fueron decepcionantes. Con un amargo sabor de boca, Johnson y Voorsanger llegaron a la conclusión de que era hora de tomar caminos separados.
Tras su experiencia como director creativo de UBUBU y Electric Planet, llevando a cabo proyectos con alienígenas como protagonistas, Greg volvió al redil de Electronic Arts. Pasó por los créditos de ‘Los Sims 2’ y ‘Spore’ hasta que se atrevió a lanzar, de nuevo, su propia empresa, HumaNature Studios, en 2006. Allí trabajó para Konami con el nunca estrenado ‘What’s your Type’ para Nintendo DS, para DreamWorks con ‘Kung Fu Panda World’, para Facebook con un par de aplicaciones y para Sony con ‘Doki-Doki Universe’. Sin embargo, no fue hasta 2015 cuando Johnson volvió a mirar al espacio exterior como en los buenos tiempos. Así, de manera independiente, lanzó una campaña de crowdfunding en Kickstarter para el lanzamiento de la cuarta entrega de ‘ToeJam & Earl’ bajo la coletilla de ‘Back in the Groove’. Johnson, como no podía ser de otra manera, pilotando una nave directa a las estrellas.
La obra
Grilletes
‘ToeJam & Earl’, en su conjunto, es un tríptico irregular. Cada una de sus tres piezas configura una obra uniforme, pero con diferencias evidentes y significativas. A pesar de que tomar la parte por el todo sería una auténtica debacle, es imposible negar la existencia de unos rasgos característicos que definen a toda la saga. Habiendo repasado los vaivenes de cada entrega por los diferentes despachos, es encomiable cómo Greg Johnson consiguió mantener su sello como desarrollador más allá de las particularidades de cada título, impuestas por unas circunstancias desfavorables. En los tres videojuegos ya en el mercado, y también en aquél que está por venir, observamos un mismo patrón, una ideología que se corresponde con la personalidad de su propio autor. Porque Greg es una persona apasionada por la industria, la naturaleza y el medio ambiente. Pero, sobre todo, porque la saga de ‘ToeJam & Earl’ es una obra personal, de ésas que desprenden un aroma único e inconfundible. Sin embargo, ¿quiénes son exactamente estos dos personajes?
Según el propio Johnson, ToeJam y Earl son una visión satírica de nuestra sociedad o, al menos, de lo que debería de ser. Ambos nacieron de un mismo sueño, uno en el que mantenían un diálogo absurdo. No obstante, lejos de ser una anécdota baladí, Greg fue consciente de que lo irracional, en muchas ocasiones, esconde puñaladas directas al corazón. Bajo un humor infantil y ritmos pegadizos, el desarrollador americano consiguió transmitir su ideología a través de metáforas en estrecha relación con la estampa onírica de aquella noche. Los dos protagonistas entienden el funk no sólo como un movimiento musical, sino como una manera de ver y entender las cosas. A lo largo de todas las entregas, el jugador puede ser consciente de sus beneficios en el mundo y los efectos nocivos de su posible desaparición. Mientras que, en el primer título, esta filosofía se ve representada en pequeños retazos, las entregas posteriores desarrollan la idea de una manera mucho más explícita. Así, Greg camufla de ciencia funkcción una oda a la libertad y un canto a aceptarse así mismo, un auténtico homenaje al buenrollismo que acaba encandilando a grandes y pequeños.
‘ToeJam & Earl’ es una obra personal, de ésas que desprenden un aroma único e inconfundible; locura y cordura intercambian roles para sorprender al jugador, auténtico motor de la obra
Las doctrinas de funk comienzan a cobrar sentido cuando Johnson nos presenta una dicotomía que estará presente a lo largo de toda la saga. Locura y cordura se dan la mano de manera inesperada, intercambiando sus roles con el objetivo de sorprender al jugador, el auténtico motor de la obra. En ‘ToeJam & Earl’, los extraterrestres son los que poseen dos dedos de frente, quedándose boquiabiertos una y otra vez por todo lo que ven en la Tierra y en sus habitantes. Somos testigos de cómo los dos protagonistas provienen de un espacio exterior caracterizado por una visión del mundo alegre y positiva pero que, por unas circunstancias u otras, se ven obligados a tratar con los terrícolas, una especie condenada a vivir en un ambiente dañino e infestado por la locura en su máxima expresión. El propio planeta Tierra es un insulto a las leyes de la física, con plataformas flotantes e islas voladoras, en las que las leyes de la gravedad parecen afectar de manera aleatoria. Los humanos no son más que una caricaturización de un mundo destructivo, preocupados por ellos mismos, extraños e impulsivos. Así, de manera casual, ToeJam y Earl acaban adoptando el papel de una especie de Mesías encargado de evangelizar a base de energía positiva a esas pobres criaturas.
No obstante, este trasfondo tan sólido contrasta con unas mecánicas volátiles. Cada entrega de ‘ToeJam & Earl’ es absolutamente diferente a sus predecesoras en términos jugables, por lo que el buenrollismo termina estando anclado a los grilletes de un género que, a veces, no termina de comulgar con su filosofía.
El dungeon crawler
Si hubiera que definir la década de los noventa en una imagen, la introducción de ‘ToeJam & Earl’ sería una buena candidata. La estética, el tono y la música representan a la perfección el estereotipo noventero. Poco a poco, una melodía funky da paso al dúo extraterrestre, en atuendos hiphoperos, para poner al jugador de sobre aviso. Por lo visto, lo que en un principio iba a ser un paseo por el espacio a ritmo de funk acabó convirtiéndose en una pesadilla. Cuando Earl se hizo con el volante de la nave espacial, un meteorito se cruzó en su camino. Tras la colisión, se estrellaron en la Tierra, por lo que ahora se encuentran atrapados en territorio hostil y con las partes del vehículo dispersas por todo el planeta. Así, la misión consiste en encontrar las piezas de la nave y volver a casa cuanto antes.
‘ToeJam & Earl’ lleva ‘Rogue’ tatuado en el pecho. La premisa sirve como excusa para ofrecer al jugador la oportunidad de explorar veinticinco niveles a su antojo. El título invita a la exploración, a investigar cada rincón y a hacerse con el máximo número de power-ups, en forma de regalos, para conseguir puntos y, así, subir de nivel, lo que dotará a nuestros protagonistas de una barra de salud mayor. La primera entrega de la saga se caracteriza por su ritmo pausado, donde prima familiarizarse con los controles y disfrutar del absurdo. En contraposición con otros roguelikes cuyo objetivo es inmiscuirse en las profundidades de una mazmorra, ‘ToeJam & Earl’ propone una ascensión hacia los cielos, pero respetando la generación aleatoria de todo tipo de contenidos. De esta manera, cada partida es diferente e impredecible, los viejos retos se presentan renovados una y otra vez y las formas de llegar al lejano nivel veinticinco se multiplican.
‘ToeJam & Earl’ lleva ‘Rogue’ tatuado en el pecho. Su premisa es una excusa para ofrecer al jugador la oportunidad de explorar veinticinco niveles a su antojo.
El absurdo alcanza sus máximas cotas de expresión en el diseño de los enemigos y aliados. Un dentista psicótico, un camión de helados asesino o una pandilla de nerds acompañan a seres menos verosímiles como un buzón mutante o un cupido pesado en su misión de hacernos la vida imposible. En lugar de enfrentarse a los terrícolas, ToeJam y Earl deben escapar de ellos usando el ingenio y apoyándose en power-ups locos y arriesgados, pues sus efectos serán ocultos durante buena parte de la partida, hasta que consigamos encontrar a un señor disfrazado de zanahoria dispuesto a ayudarnos. Eso sí, a cambio de dinero. Porque ‘ToeJam & Earl’ es, también, la cultura popular americana hecha videojuego. Dólares, perritos calientes o apple pies serán algunos de los muchos consumibles que podremos ir recolectando en nuestra búsqueda del ascensor que nos lleve al siguiente nivel.
‘ToeJam & Earl’ reinventa el formato del roguelike de una manera original, cargada de sentimiento y, sobre todo, de diversión. La música es la encargada de poner la guinda a unas mecánicas que funcionan muy bien a pesar del paso del tiempo. La banda sonora y los sonidos de dieciséis bits tan característicos de Mega Drive son una delicia para los oídos, y los efectos sonoros de algunos de los terrícolas son inolvidables. ‘ToeJam & Earl’ se ganó el título de juego de culto al brillar con luz propia.
El platformer
Dos años después, en ‘ToeJam & Earl in Panic on Funkotron’ se nos brinda la oportunidad de conocer el hogar de los protagonistas y más datos sobre el funk y su origen. Sin embargo, la experiencia no es tan prometedora como parece. Primero, somos testigos de cómo el dinamismo de la primera entrega ha desaparecido como por arte de magia, para dar lugar a un ambiente estático y a un abandono total de la generación procedimental de enemigos, power-ups y, por supuesto, escenarios. Como si Johnson y Voorsanger lo hubieran hecho a propósito, Funkotron acabó siendo la cara opuesta de la Tierra. Segundo, en lugar de encontrar un roguelike, un platformer cobra vida en pantalla. Uno sólido y lleno de recónditos secretos, sin embargo. Sin la alargada sombra de su predecesor, podríamos afirmar, incluso, que se trata de un título muy completo, interesante y que sigue la estela de otros plataformas cooperativos de la época como ‘World of Illusion Starring Mickey Mouse and Donald Duck’. No obstante, se encuentra muy lejos en términos de originalidad con respecto a la anterior entrega y sus mecánicas son bastante más pobres en comparación con el título de Disney. Y, tercero, no cumplió lo prometido. La renovación gráfica, mucho más colorida y atractiva, y su sonido mejorado no fueron suficientes para convencer a un público con las expectativas, quizá, demasiado altas. Todos querían encontrar en Funkotron más de lo mismo, pero se dieron de bruces con un producto que no hacía justicia a la primera aventura del dúo alienígena en ninguno de los sentidos.
El argumento del título continúa apostando por lo simplista, fiel a la historia de la primera entrega. En su regreso a casa, ToeJam y Earl han traído consigo, sin saberlo, a un puñado de terrícolas que estaban escondidos en su nave. Ahora, los humanos se dedican a crear el caos por Funkotron, asustando a sus habitantes y poniendo en peligro la salud de Lamont, la fuente de todo el funk. En esta ocasión, nuestra misión es atrapar a todos los terrícolas dispersos por el planeta y llevarlos de vuelta a su hogar. Para ello contamos con una especie de frascos, que deberemos lanzar a los terrícolas para capturarlos, así como avanzada tecnología alienígena a nuestra disposición. Un radar nos hará la tarea más fácil, señalándonos en todo momento la posición de nuestros enemigos. Al estar en su tierra natal, las habilidades de los dos protagonistas se verán aumentadas, siendo capaces de usar un escáner para encontrar tesoros ocultos y molestos terrícolas. Mecánicas que dotan al título de personalidad pero que son mucho menos memorables que las experimentadas en el ‘ToeJam & Earl’ primigenio.
Conscientes de ello, Johnson y Voorsanger añadieron pequeños minijuegos, subtramas y misiones secundarias que hicieran más rica la experiencia. De esta manera, entre terrícola y terrícola podremos dedicarnos a recolectar puntos en fases de bonus, bailar a ritmo de funk o tratar de encontrar todos los coleccionables propuestos por Lamont. Sin embargo, la decisión de abandonar el formato de la primera entrega hizo que ‘ToeJam & Earl in Panic on Funkotron’ pasara sin pena ni gloria por una Mega Drive cargada de títulos similares.
La aventura 3D
Las intenciones de Johnson eran buenas, pero ‘ToeJam & Earl III’ es agridulce. Greg puso todo su empeño en hacer honor al título de 1991, adoptando la misma idea de base, estrujándola e intentando recopilar lo mejor de la segunda entrega en lo que sería el título definitivo. Sin embargo, la primera consola de Microsoft dio a luz a un pequeño frankenstein, un título desconcertante en el que es fácil dispersarse. Las metas acaban difuminándose en un batiburrillo que trata de emular esas ansias de exploración de la primera entrega. Lamentablemente, esos sentimientos no tienen cabida aquí, a pesar de que una vez terminado el juego, aparezca un modo que imite la generación procedimental. Es cierto que vuelven a aparecer algunos personajes de la obra primigenia, se recuperan viejas costumbres, los minijuegos musicales adquieren mayor importancia y la libertad de recorrer los niveles a nuestro antojo es posible.
Pero toda esta enumeración debe reducirse a su mínima expresión. Lo paradójico es que el resultado final es un empacho. Un exceso inconexo, con niveles independientes carentes de interés por sí mismos, que necesitan de cohesión total para tener sentido. El remate viene de la mano de un apartado gráfico en 3D que no ha sabido envejecer, haciendo de ‘ToeJam and Earl III’ una experiencia truncada a medio camino.
Las intenciones eran buenas, pero ‘ToeJam & Earl III’ acabó siendo una obra agridulce; la primera consola de Microsoft dio a luz a un pequeño frankenstein donde es fácil dispersarse
No obstante, siempre hay flores creciendo sobre el fango, y se añaden mecánicas nuevas que podrían haber funcionado a la perfección en un entorno mejor estructurado. El argumento, una vez más, vuelve a ser una mera excusa para justificar estos cambios, optando por la sencillez y el humor característico de la saga. Esta vez, es Lamont quien sirve de detonante al mandar a la tierra a nuestros dos protagonistas, acompañados por la bella Latisha, con el objetivo de recuperar los doce vinilos del funk que los terrícolas habían robado durante su estancia en Funkotron. Para facilitar la tarea, Lamont otorga a nuestros protagonistas nuevas habilidades que serán la clave del renovado sistema de juego. Una de ellas es el Funk-Fu, una especie de arte marcial funky que sirve para volver a los terrícolas de nuestro lado. Lejos quedan ya la necesidad de escapar de nuestros enemigos presente en la primera entrega, pues en ‘ToeJam & Earl III’ deberemos asegurarnos de que una buena parte de los humanos quedan convertidos al funk, obligándonos a ir más allá de la defensa propia. Junto a ello, tendremos la posibilidad lanzar notas musicales a distancia para combatir contra los enemigos más poderosos, volviendo a potenciar la capacidad ofensiva de nuestros personajes y renegando de la filosofía de “no intervención” del título original. El funk muestra su cara más violenta al ser un claro guiño a la Fuerza de ‘Star Wars’, haciéndose todavía más patente con la aparición del anti-funk, una especie del lado oscuro que amenaza a los protagonistas.
Por otro lado, el funk da paso al soul y la escasez de diálogos al rap, siendo el apartado sonoro una de las mejoras más notables con respecto a los títulos anteriores. Tres coristas góspel desempeñan el papel de narradoras, muy al estilo del ‘Hércules’ de Disney, y cada personaje posee una personalidad más marcada puesta de manifiesto en las letras de sus raps y las estadísticas mostradas en la pantalla de juego. A pesar de todas las buenas intenciones de Greg, es obvio que en las oficinas de Johnson and Voorsanger Productions terminó por llover sobre mojado.
‘ToeJam & Earl’ no deja de ser otra extravagancia que sólo podía haber nacido gracias a la Sega de los noventa. Una rareza original y divertida, una obra que cumple las expectativas más como conjunto que como partes individuales. Greg Johnson supo plasmar su identidad en un producto que aún hoy sigue siendo recordado por su innovación y humor absurdo. Por eso, Jonhson no se ha dado por vencido. Las nuevas formas de financiación a través del micromecenazgo han otorgado la oportunidad a nuestro autor de volver a diseccionar las estrellas como sólo él es capaz de hacer, y de poner un punto y final a una saga que marcó un antes y un después en muchos jugadores. Que los astros vuelvan a guiar por buen camino a Greg Johnson.
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