por Israel Fernández
9 diciembre, 2015
Lo mismo aún no habías nacido. O sí, igual da; ella y yo dejamos de vernos hace tanto tiempo… Cómo era. ¡Y cómo bailaba! No puedes siquiera imaginar su pelo rosa danzando al vaivén de sus caderas, o su tez iluminada por las lámparas de colores, bruñida por neones caleidoscópicos vibrando como estrellas titilantes ante una noche de verano. Era preciosa. Nunca había sentido algo parecido. A ver, entiéndeme, yo tonteaba con todas las chicas que se me ponían delante, pero ella no era cualquier chica. Era la reina de la pista.
Acababa de licenciarse cuando la conocí. Todavía no era la popular reportera del Canal 5, pero sin duda desprendía un aura de ímpetu y carisma. Yo pisaba la facultad más bien poquito, lo mío era el rolling. De todas partes venían colegas para aprenderse mis backflips y los noolies de 180º sobre las cabinas de los camiones. Teníamos una reputación que mantener y las pandillas enemigas cada vez apuntaban más alto. Un día grindamos durante más de dos minutos seguidos, deberías haberlo visto. Pero la sociedad se estaba alienando, idiotizando. Cualquier manifestación artística era considerada vandalismo, y vivíamos confinados en pequeños garajes, aislados del cuerpo policial, alimentándonos a base de pizza y soda y escuchando la emisora pirata de nuestro mentor y maestro de ceremonias Professor K. Poco a poco, NeoTokio fue engullida por la codicia y el poder.
Para entonces, todas las mañanas tomaba el metro hasta su parada, y no pensaba en otra cosa que en volverla a ver. El transporte público estaba restringido a ciertos horarios, e incluso algunas tiendas cerraron debido al acoso de la Corporación Rokkaku. Nada escapaba a su sombría influencia; excepto nosotros. Pasábamos tardes enteras patinando y llegamos a componer alguna canción juntos. Yo improvisaba la base, ella la coreografía. Recuerdo un día, después de plasmar una de mis obras maestras sobre el muro de la comisaría del distrito, cuando la boquilla del aerógrafo quedó atascada y ¡bam! Toda la cara perdida de verde eléctrico. Y allí, ella y sus amigas partiéndose la caja mientras yo intentaba secarme la tinta restregándola pánfilamente con la sudadera. Su risa era contagiosa. Ciertamente fuimos un gran equipo, una de esas parejas perfectas que sólo querían divertirse y vivir una eterna juventud.
Hasta que un día quedé a comer con ella y, bueno, nunca se presentó. Llamé a mi amigo BD Joe para que fuese a recogerla con el taxi, pero ya no estaba en la estación. Me imaginaba lo peor: un secuestro, un rapto durante alguna de sus embarazosas misiones. En realidad, estaba celosa de Gum. ¡Si era como una hermana para mí! Después de una larga cadena de reproches, decidimos darnos un tiempo. Una eternidad. Siempre con largas, con evasivas, cada día era más difícil sacarla de su rutina. Estaba demasiado ocupada «salvando el mundo». Me decía que yo era un soñador, un inmaduro, que no le aportaba nada. Mira quién habla, “Doña Perfecta”. Claro que, ahora que lo pienso, era perfecta. Simplemente dejamos de entendernos, como separados por universos paralelos.
***
Una mañana cualquiera se presentó en mi casa y, al ir a abrazarla, casi me trago la alcachofa del micrófono, pértiga incluida, mientras el cámara lo grababa en primerísimo plano. Vino hasta mi casa sólo para entrevistarme, como si los GG fuésemos un fenómeno freak, bichos raros en extinción. No podía esconder mis sentimientos y la mandé a la mierda: la comparé con su jefe, adicto al trabajo, y le dije que no quería volver a verla. Frente a miles de espectadores.
No sé por qué te cuento todo esto. Son mis recuerdos, mis vergüenzas y a ti no te interesa nada de aquel colorido pasado, sólo el matamuch ese tan gris y suntuoso que implementó el ejército moroliano cuando invadió el planeta por segunda vez: simuladores de guerra para jóvenes a los que ya no les atrae el baile, el skate, o cualquier forma de rebeldía corporal. Destilábamos nuestra agresividad a través del reto y el deporte. Vosotros estáis en permanente formación bélica, ansiosos por subyugar enemigos imaginarios. Vosotros sois vuestros propios enemigos.
La echo de menos. Añoro aquella tontería adolescente, absortos hasta la madrugada ante la bóveda celeste, pletórica de matices y publicidad invasiva. Compartir los cascos y ponerme sus guantes para evitar mancharme con la pintura. Mirar al horizonte y no al reloj. Eran años frenéticos, casi lisérgicos, de pensar poco y actuar rápido. Decía un erudito que los recuerdos son como erizos de fuego: si los sostienes durante mucho tiempo te acabas pinchando, quemando, o algo peor. ¿Era así? Bueno, no puedo evitarlo, vivimos años invencibles, en la cúspide de la creación. Todo el mundo nos conocía y el éxito fue generoso, aunque la fama se cobró precios elevados. No te negaré que nuestros amigos quisieron juntarnos hace años, incluso organizaron eventos con carreras para llamar la atención del Canal 5, pero no es tan sencillo: no sabríamos qué decirnos. Prácticamente hablamos lenguas distintas. El mundo ha cambiado tanto que ya no quedan ni garajes donde esconderse de la intrusión de empresuchas como Fizzco y, aunque siempre me he negado a colgar los patines, la verdad es que me pesan las piernas.
Ojalá me concediese un último baile. Ojalá bastase un chasquido de dedos para olvidar todos los malos momentos y salir inmediatamente del atolladero en que nos sumieron nuestros dirigentes, a quienes no les temblaba la mano para disparar a quemarropa a un joven por disfrutar de su libertad creativa o someter a cualquier ciudadano con mesmerizantes cantos de sirena. Vaya, aún conservo algunos de los discos recopilatorios que le hice por su cumpleaños. Yo era más de funk, ella de disco. Es curioso cómo, una vez pasado un tiempo, siempre te quedas con lo mejor de las personas. También la veo por la tele de vez en cuando. Está igual que el primer día que la conocí, radiante de talento y virtuosismo. Cosas del espacio exterior, supongo. Ya veo, ya, esa cara te delata. Las memorias de un carcamal no interesan a nadie. Siento aburrirte con mi relato. Algún día lo entenderás.
¡Nos hemos mudado!
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