3 abril, 2017
Hace unas semanas, paseando por una de esas grandes superficies comerciales que mercadean con electrónica de consumo y material cultural, encontré, entre decenas de películas y series contemporáneas —aquéllas cuyo estreno en cine o televisión aún recordamos nítidamente—, una serie de clásicos del cine en formato Blu-ray. Por instinto, me lancé a por ‘Casablanca’. Se trataba de un relanzamiento, concretamente de 2012, setenta años después de su estreno. Y estaba ahí, a menos de diez euros, con la imagen sensiblemente mejorada para adaptarse al formato de reproducción y a las televisiones actuales. Del rollo de 35 mm de nitrato de grano fino del máster original, que se conserva en el MoMA, al disco óptico de alta definición. Lo eché a la cesta y continué mi camino. A sólo unos pasos de allí, en el pasillo de al lado, me encontré con los videojuegos, y la vista era sustancialmente diferente: los lanzamientos actuales copaban toda la estantería, y sólo haciendo un esfuerzo pude encontrar algún recopilatorio de clásicos de alguna compañía con solera, como Atari o Midway. ¿Por qué sucede esto? Y sobre todo, ¿qué significa?
1. Preservación
Tenemos que tener en cuenta que existe una diferencia entre una copia comercial y un máster. Esto es así tanto en el cine, como en la música o los videojuegos. De una copia comercial se puede extraer una imagen digital, fácil de almacenar y de compartir —y, por ende, fácil de conservar—, pero es el máster el que permite en la mayoría de los casos la remasterización, la remezcla, el traslado de formato, el porteo y, en definitiva, el trabajo que permite que la obra siga viva, se siga creando sobre ella. En el reciente número quince de GameReport, nuestro compañero Pablo Saiz de Quevedo nos hablaba en su crítica de ‘Silent Hill 2’ sobre los problemas que tuvo su remasterización HD para PS3 y Xbox 360 debido a que Konami perdió el código original. Y algo así pudo llegar a suceder por dos motivos: bien un despiste particular por parte de la compañía nipona, bien la ausencia de un sistema de preservación. Existe un libro llamado ‘Gestión del patrimonio cultural’ en el que se trata el tema del paso del tiempo y el deterioro que éste produce en artefactos irremplazables. Las copias y los códigos originales podrían considerarse, una vez que parece haber consenso en cuanto a la categorización cultural de las disciplinas mencionadas, tan valiosas como los óleos que con tanto mimo se cuidan en los museos de todo el mundo y, sin embargo, cuando hace un par de años el autor de este artículo en Anait preguntó a un par de importantes empresas de software de videojuegos si conservaban de algún modo las obras que iban sacando al mercado, a ninguna le constaba la existencia de un lugar seguro donde se almacenaran sus videojuegos con fines de preservación.
Gran parte del trabajo y del esfuerzo económico que se vuelca en estas fundaciones tiene origen en el desinterés de las instituciones
Y, si esto sucede con empresas como Ubisoft o Nintendo, ¿qué podríamos esperar de aquellos clásicos (y no tan clásicos) olvidados? ¿Qué será de todas esas placas de máquinas recreativas, disquetes, cartuchos, discos para las primeras versiones de Windows, casetes y demás obras culturales almacenadas en formatos tecnológicamente obsoletos? La respuesta a día de hoy es clara: su preservación queda en manos de la comunidad. Uno de los ejemplos más reconocibles lo encontramos con MAME: detrás del archiconocido emulador múltiple de código abierto existe algo parecido a una fundación en la que los usuarios soportan con sus donaciones (tanto monetarias como de hardware, tales como placas arcade originales) el trabajo de un equipo amplio que, además de mejorar las prestaciones de su software, puja en subastas para hacerse con nuevas adquisiciones y dumpearlas, evitando así que caigan en manos de usuarios que pretendan ocultarlas o especular con las mismas. Un proyecto así de importante queda, pues, sostenido por los aficionados, quienes constantemente tienen que enfrentarse a problemas tanto técnicos como morales, ya que proporcionar al mundo una copia digital de un videojuego antiguo es algo más complicado que encontrar una placa, transformarla en archivos digitales y subirlos a la red de redes. Existe toda una serie de problemáticas legales que sólo pueden esquivar mientras no exista un sistema que les ampare. Mientras sigan predicando en el desierto. Y, por supuesto, no son los únicos.
En el presente vídeo, ‘Game Conservation: The Quest’, observamos cómo la Game Conservation Society (GCS) ha logrado entender la necesidad de conservar los videojuegos. Se habla de su ciclo de vida, tan corto como el de los ukiyo-e, que hace imperativo que existan organizaciones como ésta que al menos palíen la primera gran extinción. Los sistemas de almacenamiento más antiguos, aquéllos de finales de los setenta y principios de los ochenta, se encuentran en alto riesgo de perderse para siempre, de unirse a los que ya no existen, a los que ya no tendremos acceso jamás porque no quedan copias sobre la faz de la Tierra. La preservación tal y como la entienden en la GCS implica, además de la búsqueda y adquisición, la reparación de videojuegos alojados en soportes dañados. En algunos casos muy seriamente. Es aquí donde entran en juego las copias digitales: ficheros informáticos que son una representación fiel de la circuitería, las cintas magnéticas y cualquier otro soporte obsoleto. Porque si bien conservar los másteres no está en manos de la comunidad de aficionados, sí lo está el trasladar lo más fielmente posible el alma del videojuego, el programa informático, a los formatos actuales. Gran parte del trabajo y del esfuerzo económico que se vuelca en estas fundaciones tiene origen en el desinterés de las instituciones y organismos nacionales. Ni siquiera en Japón, donde los videojuegos son una cuestión cultural tan arraigada como el fútbol en España, existen organismos dedicados a la preservación. Los videojuegos ya llegaron al MoMA en 2012. De forma arbitraria y muy limitada, pero llegaron. Sin embargo, desde entonces, ningún organismo oficial ha tomado verdadera conciencia sobre su valor cultural.
2. Accesibilidad
Desde mediados de la década anterior, coincidiendo con el nacimiento y auge del contenido descargable, irrumpió de la misma manera una nueva oportunidad de negocio: volver a vender videojuegos de generaciones pasadas, ahora en formato digital. La PlayStation Store o las tiendas virtuales de Nintendo (ahora e-Shop) son los ejemplos más remarcables pero, por suerte, no todo ha ido dirigido únicamente a la búsqueda de beneficios en productos amortizados tiempo atrás. Fijémonos en el caso de GOG.com (anteriormente Good Old Games): aun siendo una empresa con ánimo de lucro, demuestran que por el camino se pueden hacer apuestas por la preservación, en este caso en torno al llamado abandonware. El término hace referencia a software que circula por internet pero cuyos derechos nunca se han reclamado y su pista se pierde tras sucesos tan comunes y mundanos como la desaparición de una empresa distribuidora. En GOG.com le llevan la contraria al mito de que el abandonware es sinónimo de dominio público, rastreando los derechos de centenares de videojuegos clásicos y negociando con los poseedores la inclusión en su tienda virtual. Esto tan sencillo implica dos cosas fundamentales. Primero, saca del limbo legal a esas obras a las que nadie prestaba atención mientras se distribuían sin control, dándoles una segunda oportunidad. Y segundo, y más importante, nos enseña que para garantizar la accesibilidad de videojuegos antiguos cuyo ámbito legal sea delicado hay que contar siempre con los propietarios del mismo. Por supuesto, esto no pretende deslegitimar organizaciones como las mencionadas en la sección anterior, pero sí indicar que en este caso GOG.com se encuentra en una situación mucho más resguardada, por más que su intención no sea tanto la preservación a lo largo del tiempo como traer a la actualidad obras de tiempos pretéritos. Y, cuando lo pensamos bien, nos damos cuenta que tampoco hay tanta diferencia.
Pero, ¿es práctico rastrear hasta los lindes más insondables el caso particular de cada obra para asegurar su conservación, entendida ésta como la garantía de disponibilidad y acceso a lo largo del tiempo? No es una cuestión fácil. De hecho, la mayoría de las organizaciones están tratando de saltarse este paso. Los romsets circulan por páginas web de dudosa legalidad, beneficiándose de la laxitud en la persecución de este tipo de actividades. Pero, detrás de esos zips hasta arriba de sueños hay un trabajo enorme, mayoritariamente desinteresado, que contribuye a mantener vivo un material cultural que el sistema ha dejado abandonado. El auge de las ventas de microcomputadoras Raspberry Pi y de recreativas domésticas no es casual: cada vez hay más personas interesadas en tener acceso a juegos de épocas pasadas, a juegos que no están en las estanterías de los centros comerciales, sino que se mueven al margen del sistema. Esta revitalización de la demanda por juegos de generaciones pasadas puede significar una nueva oportunidad de negocio para todos aquellos dueños de los derechos de videojuegos antiguos, que han descuidado sus posesiones al, en muchos casos, no entender siquiera lo que poseían.
Otra forma de entender la problemática de la accesibilidad la vemos con Sila Games. La firma viguesa presentó en 2013 un crowdfunding con la intención de crear una tarifa plana de videojuegos. Aunque estas iniciativas, fácilmente asimilables una vez Netflix o Spotify se han asentado como algo natural, tienen como objetivo principal cambiar la forma en la que accedemos a la cultura (o, mejor dicho, adecuarse a la forma en la que deseamos acceder a la cultura), también funcionarían como un medio para que todos esos juegos que circulan por las alcantarillas de internet emergieran, para que el trabajo dedicado de tantas comunidades de jugadores dejara de ser algo clandestino. ¿De qué manera? Pues, entendiendo que es complicado hacer pagar a un usuario por un juego de hace treinta años, y que fácilmente puede encontrar por internet, si con una tarifa plana estos videojuegos se encuentran igual de accesibles que otros más actuales, tanto jugadores como dueños legales convivirían en armonía, pudiendo acceder a ellos legalmente los primeros y recibiendo una remuneración proporcional los segundos. De momento, el modelo de suscripción de Sila Games no parece cerca de hacerse realidad, y aún menos de ser la tabla de salvación que esperamos, pero es una dirección que sí podría resultar muy útil de cara a facilitar el acceso a un legado de décadas de videojuegos.
3. Legado
En cualquier disciplina artística existe una evolución, un proceso de aprendizaje. La pintura del Barroco se apoya en la del Renacimiento, y el rocanrol en el folk de la primera mitad del siglo XX. Los videojuegos no son una excepción. Sin embargo, son un producto anclado a un soporte mucho más volátil. ‘Casablanca’ llegó al Blu-ray, tras siete décadas, pasando por un puñado de formatos. ¿Sabéis para cuántas plataformas ha salido ‘Minecraft’, de 2011? Dieciséis, según la Wikipedia. Y subiendo. No vamos a descubrir ahora que los videojuegos son un medio ligado a la tecnología, pero se puede incidir en que si bien este modelo de múltiples plataformas fomenta la competitividad en el desarrollo del hardware, es por el contrario un obstáculo importante en la carrera por la preservación. Tratar de jugar hoy a ‘Rubix’, el primer videojuego de Frédérick Raynal, significaría disponer de un Exelvision EXL 100 —un ordenador de origen francés y de limitada distribución— y de una de las escasísimas copias que se vendieron. Hay lugares a los que ni siquiera llega la emulación. Si ‘Robix’ fuera una película estaríamos hablando muy posiblemente de un VHS, y trasladarlo a un formato actual y conservarlo digitalmente sería una tarea trivial.
A esta problemática se enfrentan todas las comunidades que se han adentrado en la aventura de la preservación. Y, sin embargo, ahí siguen. Porque no se trata sólo de la aséptica conservación de un valor cultural, sino de lo que dejaremos para las generaciones venideras. Es algo que querremos enseñarles a nuestros hijos. Algo que nosotros mismos quisiéramos volver a vivir en el futuro, que deseamos que se mantenga vivo. Pero el deseo, pese mover montañas, no es suficiente por sí sólo. Mientras los organismos oficiales no se preocupen, la preservación de videojuegos seguirá viviendo en la clandestinidad, en ese mal llamado limbo legal. Y que nadie se confunda: detrás de estos párrafos no hay una aspiración de que los juegos tengan que pasar al dominio público ni, por supuesto, de afear la labor de tantos usuarios que nos han permitido, de la mejor manera posible, volver a ver con vida las obras cuyos padres dejaron morir. Lo que pretendo decir es que todos ellos están solos. Cruzan el desierto sin ningún tipo de apoyo institucional ni de organismos oficiales, entregando su tiempo en algo que, incluso, podría reportarles problemas legales. Y, aun con todo, sólo llenan un vacío que, de no ser por ellos, sería realmente doloroso.
Cabría preguntarse, quizá, si de verdad es necesaria la preservación sin filtro. ¿Tiene sentido conservarlo todo, al margen de su importancia, valor o popularidad? ¿Tendría sentido que, por ejemplo, los aficionados a la moda quisieran conservar todo estampado, todo patrón, toda prenda alguna vez diseñada? Como dice Joseph Redon, cofundador de la Game Conservation Society, serán las generaciones subsiguientes las que nos digan si tiene sentido o no, las que lo han de usar o no, ya sean jugadores, periodistas, investigadores o nuevos desarrolladores. Nuestra obligación es, desde luego, entregarles todo este legado para que sean ellos quienes lo juzguen. Lo más completo posible. La preservación de videojuegos es un tema urgente, en la que aún quedan muchísimos pasos que dar. El primero, el de la asimilación de su valor cultural, hace tiempo que arrancó, pero no podemos ir tan lentos. No podemos quedarnos ahí. Esta transformación de la idea de videojuego que se está produciendo en la sociedad debe trasladarse a los organismos, quienes tienen la fuerza necesaria que haría esta tarea posible. Y también al entramado empresarial que los desarrolla, a los usuarios, quienes tenemos la fuerza de demandarlo. Y ya que arrancamos hablando de películas, me gustaría cerrar con un paralelismo curioso: Martin Scorsese, junto a otros directores de renombre, creó en 1990 una organización sin ánimo de lucro llamada The Film Foundation, tras una década luchando por la preservación del cine. Si, por ejemplo, Hideki Kamiya, Tim Schafer, Michel Ancel y otros tantos desarrolladores que contínuamente abogan por el respeto y el aprecio por el pasado del medio se unieran en una fundación similar, estaríamos dando un paso de gigante. ¿Qué mejor manera de llamar a las puertas del sistema que con la voz de sus creadores más emblemáticos? En la carrera vertiginosa hacia algo mucho más grande, el medio de los videojuegos ha descuidado los cimientos. Apuntalarlos no es una tarea fácil, pero, sin duda, lo peor de todo sería no intentarlo.
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Tras asistir al enésimo coloquio sobre una película que comenzaba con el ponente diciendo «el filme fue vapuleado por crítica y público, no se consideró la obra maestra que es hasta varios años más tarde» me pregunté hasta que punto esto ocurría en el videojuego. La revalorización económica es más que evidente, los juegos en formato físico más codiciados pueden valer una fortuna. ¿Y la revalorización artística? Algún caso hay, pero muuuy pocos, pues cuesta echar la vista atrás en un mundillo tan anclado a lo tecnológico, a la obsolescencia. Los juegos que se remasterizan o que aparecen en stores digitales ya fuero éxitos en su momento. De esta forma, es difícil caer en la cuenta de supuestas joyas que pasamos por alto o que incluso fueron adelantadas a su tiempo y no se apreciaron por ello (en el cine hay ejemplos para aburrir).
Eso sí, hay un problema llamado jugabilidad… Si ves cine antiguo, algunas copias o ripeos tienen una calidad de imagen y/o sonido deplorable, pero más o menos, se aguanta el visionado y se puede disfrutar. En el videojuego es muy fácil perdonar el apartado gráfico, pero una jugabilidad desfasada puede romper por completo la experiencia…
Hola charliewoodhead, gracias por comentar.
Pienso que son las nuevas generaciones las que tendrán que poner en valor los juegos que llevamos acumulados estas cuatro décadas largas. Al menos, su valor como legado. Pero claro, para eso hay que preservarlo. Luego, ellos nos dirán qué es o no es una jugabilidad desfasada, aunque sospecho que, si hacemos las cosas bien, sabrán distinguir entre la «buena jugabilidad» y la «mala jugabilidad». Las tendencias, como en todo, van y vienen. Lo mismo que llevamos años con el boom del pixelart y del old-school, de pronto nos podrían saltar a la cara los polígonos y la jugabilidad basada en prerrenderizados que tanto molaba a mitad de los 90. ¿Por qué no?
Ahora mismo, el mundillo de los videojuegos está corriendo como si fuera esto un sprint. Habrá que ver cuando todos nos demos cuenta de que en realidad esto es una carrera de fondo. Porque cuatro décadas no son tanto… Siempre he pensado que, si tuvierámos que comparar los videojuegos con la pintura, aún estaríamos pintando en cuevas. Es complicado mirar atrás a ver qué se nos ha quedado por el camino cuando continuamente estamos siendo bombardeados por lo nuevo, pero eso no significa que las obras que podríamos rescatar del pasado, y que no fueron éxitos, no abuden. Las hay sin duda y a capazos. Sólo hay que echar un ojo a todas esas listas de sleepers y outsiders que pululan en internet. NES, SNES, PlayStation, Mega Drive, PlayStation 2, Dreamcast, el PC por supuesto… tienen montones de juegos que merecen una segunda vida. A lo mejor nunca podrían llegar a éxitos porque su target sería un pequeño nicho, pero desde luego podrían ser apreciados por la crítica de otra manera. Una crítica, que, no lo olvidemos, por entonces estaba aún más verde que la tecnología del medio.
También es posible que no se pueda hablar tanto de «revalorización artística» en torno a los videojuegos cuando ni siquiera hay consenso entre su condición de arte. Ni entre los autores, ni entre los críticos, ni entre los usuarios. Ya veríamos si, muchos años después, cuando la sociedad tenga una idea más formada del valor cultural de los videojuegos y deje de verlos como un «fenómeno», si alguien, en algún coloquio videojueguil, nos suelta aquello de «no se consideró una obra maestra hasta varios años más tarde». Nosotros intentamos poner nuestro granito de arena.
Un saludo.