por Israel Fernández
11 diciembre, 2014
Hace unos días, un buen amigo advirtió que el especial que hice para el sexto número de GameReport “Muerte por arma blanca”, dejaba de lado un videojuego fundador, la primera estrella en 3D. Yo, herido de orgullo, le repliqué que en esa sección sólo reseñaba arcades, no juegos de sobremesa y que, pese a ser porteado a Saturn, PC y hasta Game Boy, nació como un exclusivo de PlayStation y, bueno, estábamos ante un número dedicado a Sega. Pero en el fondo de mi corazón era consciente de una obviedad como un piano: se me había olvidado. Vale, está bien, nadie es infalible. Así que para revertir el asunto, prometí por Twitter una crítica del juego en cuestión, dando así forma a la nueva sección «Crítica a la carta», donde ustedes nos proponen algún juego del que quieren que hablemos y nosotros, dependiendo del tiempo y las formas, valoramos presentarlo aquí. Dependiendo del tiempo porque la revista no puede tener una extensión infinita y porque somos muy de jugar hasta el final, hasta descubrir el más recóndito de los secretos. Así pues, ponemos a vuestra disposición un correo a info[at]gamereport.es para recibir sugerencias, cartas bomba o cestas de navidad; o si os resulta más cómodo, abajo tenéis habilitados los comentarios para cualquier debate, idea, tirón de orejas, o lo que bien gusten de soltarnos. Estamos aquí por vosotros.
Vayamos con lo básico: ‘Battle Arena Toshinden’ fue, efectivamente, el primer videojuego de lucha completamente en 3D, incluyendo el famoso paso lateral o cadera Chayanne. Si bien ‘Virtua Fighter’ ya apelaba a una acción tridimensional, los fondos eran mallas estáticas con efectos de sombreado y coloreado plano, dibujados mediante el algoritmo wireframe que, para entendernos, no requería grandes cálculos de computación. Aún no existían herramientas como el VBO (vertex buffer object) o las sombras dinámicas, pero sí sirvió para sembrar la primera semilla de unas técnicas que avanzarían como el rayo hacia la profundidad del entorno y el realismo de factores físicos como la gravedad. El futuro era eso, claro.
Nacido en 1994 para demostrar el músculo de una recién estrenada PlayStation, arropado con una fuerte campaña de marketing por parte de Sony, situó a Tamsoft Corporation en el vértice de halagos exagerados y críticas infladas. En Europa, la marca de la minicadena del hermano mayor o la cámara fotográfica de papá, vendía su primera hornada con una Demo 1 que contenía el aperitivo de futuros clásicos como ‘Destruction Derby’, ‘Wipeout’ o ‘Total NBA’ y, entre ellos, el citado ‘Battle Arena’. El gris aséptico estallaba coloreando nuestras retinas de promesas quiméricas. Los personajes podían caer del tatami muriendo en el acto, la cámara rotaba en torno al contrincante, mientras el mosaico romano del suelo se fundía en un todo sólido y coherente. El juego, como cualquier producto intergeneracional, envejeció muy rápido, con unas mecánicas de combos pobres y una estética consecuente con la época. Pero sació los apetitos de los amantes de la lucha, fundando una corriente que seguiría inmediatamente Namco con su debutante ‘Tekken’ —lanzado en Japón el 4 diciembre del 1994, apenas un mes después— y que suscribirían empresas como Polygon Magic, especializándose en juegos de tollinas, o Bandai, que venía de colocar un éxito tras otro y que se consagró con la popularización del tamagotchi. El miedo llegó cuando todos los ports resultaron peores que el original, generando debates sobre la potencia y un nuevo reinado en el videojuego doméstico.
Sony acababa de meter un golazo
La pompa del primer E3 —presentado mundialmente el verano de 1995 en la feria angelina, junto con un hardware nuevo, la Ultra 64 de Nintendo, y lanzamientos de valor histórico como ‘Ridge Racer’ o ‘Panzer Dragoon’—, eclosionó en un producto que hoy día podría tildarse de mediocre. Sega llevaba un año de ventaja en esto, y Sony aprovechó su espacio para exhibir la carta maestra, una donde los ocho mejores maestros de artes marciales serían citados en un torneo por una sociedad secreta: la organización Himitsu Kessha. Rusos, escoceses, franceses y ninjas reclutados como en el viejo chiste bajo un guión procedimental y nada revolucionario. Comparado ahora con ‘Tekken 2’, resulta bastante lento de ver y tosco de jugar. Pero las mortíferas garras de Fo (y su especial, la bola de energía), el espadón de Gaia y sus láseres (desbloqueado tras la primera ronda), o el florete de Eiji Shinjo (el protagonista, en la eterna búsqueda de su hermano), sumado a las preciosistas melodías orientales de Yasuhiro Nakano, el cariz alegre de los entornos, la épica… una serie de elementos en un juego que, efectivamente, puede que no sea especialmente brillante, pero tenía un innegable efecto novedad. Qué demonios, era absorbente. Ahora que girar la cámara con R1 y L1 —a derecha e izquierda respectivamente, incluyendo un suave efecto zoom— forme parte de mecánicas estándar, tal vez ignoremos que para llegar a tótems como ‘Soul Calibur II’, la industria hubo de escorar frente a las limitaciones tecnológicas, íntimamente ligadas al avance de la misma. No en vano lo llaman el padre de ‘Soul Edge’.
Un juego impopular por su condición de «primogénito»
La saga, caída en un ostracismo absoluto, tibiamente popular en su tierra natal pero vago recuerdo en las europas, se viste ahora de malos cosplays y mangas casposos. El anime pecaba del mismo vicio: partiendo de dos OVAs, juntaron un VHS con las dos partes para llenar una hora de cinta, siguiendo la estela de filmes inspirados en clásicos como ‘Street Fighter: La última batalla’ o ‘Tekken’ (la película), pero acabando en un tremendo coitus interruptus y un puñado de desnudos fugaces que le granjearon la tonta censura de querer taparse la cara de pura vergüenza ajena. En lo que respecta al juego, las taras lógicas se fueron minimizando a lo largo de sus tres secuelas, cuatro si contamos con el remix de la primera entrega y algún que otro spin-off que va por libre; además, el emporio se extendió con cartas, figuras de acción y hasta coloreables: subproductos abocados a muerte prematura.
Allí, donde las cataratas se forman como tubos de plastilina, donde las montañas se desdibujan como postales antiguas y una suerte de Stonehenge corona el escenario, allí estaba Mondo, mi personaje cabecera, sentenciando a cámara lenta a todos esos guerreros legendarios de medio pelo, haciendo llorar de dolor al garrulo de Rungo, cavernícola con porra de piedra, o a Sofía, la striper con ínfulas de coreógrafa de ballet clásico o domadora de leones, que ni tanto ni tan calvo. Y claro, cuando un buen amigo me regaña por ignorar tantos recuerdos, quizá deba pararme a mirar hacia atrás con prudencia, que el juego decía «I can’t keep living in the past, but I will continue to look to the future for the truth», pero para entender la verdad hay que escuchar esos ecos fundacionales.
‘Battle Arena’ fue un juego más enfocado por su dificultad a la estrategia y la voltereta que a la melé del to’palante, anhelando que nos salga el desperate attack (aquel especial que podíamos ejecutar cuando nuestra barra de vida estaba en las útimas). Un juego, al fin, hijo de una década de interminables de slap bass, para los cándidos primeros compradores que espoleaban así un mercado alimentado de ilusiones, algo tan necesario en un negocio a veces demasiado inseguro y titubeante. Ante productos así, a caballo entre una tecnología que muere y otra que llega, se plantea un interrogante: ¿cómo deben juzgarse? ¿Por sus pequeños méritos temporales, o estrictamente su valor como obra? ¿Hay que reconocerles la sorpresa o castigarles por su condición efímera? Yo lo tengo claro: jugar más y juzgar menos.
¡Nos hemos mudado!
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