The Lion’s Song: vivir para crearla

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25 julio, 2018

Cuesta admitirlo, pero las lecciones más básicas son las más fáciles de olvidar. Sumidos como estamos en una deriva cotidiana que se alimenta de ritmos vertiginosos y aceleraciones cada vez más notables, lo habitual es que acabemos perdidos a la búsqueda y captura de una complejidad que siempre nos elude. En palabras del filósofo Byung-Chul Han vivimos en una perpetua autoexplotación de la que nace la alienación de uno mismo, y ante el peligro —esto es ya un corolario personal— de perder los últimos gramos de nuestra identidad pulverizada, terminamos por ver en posiciones absolutas un faro entre la corriente inmisericorde.

En el videojuego, esto suele producir títulos progresivamente más espectaculares y bombásticos, hinchados por un acopio de posibilidades que intenta dar un constante más-completo-todavía que empaña la vista y entumece la experiencia. Capa sobre capa, este espectáculo se supera a sí mismo día tras día —lejos queda lo de año tras año—, exprimiendo fórmulas hasta que aparezca una nueva base explotable. Bajo el peso de las opciones acumuladas, las viejas lecciones se aplastan y se olvidan. Cuesta admitirlo, sí, pero a veces es necesario que alguien nos vuelva a enfrentar a todo aquello que damos por aprendido.

Justo al terminar ‘The Lion’s Song’, mi mente volvía a mi primera y única partida a ‘The Red Strings Club’, de la misma manera que, cuando esta terminaba, solo podía pensar en el epílogo de un ‘Metal Gear Solid’ que ya se siente como prehistórico. La mecanización de las elecciones que los de Deconstructeam hacían en su último título, ese hilo rojo cuya última puntada estaba dada desde el primer segundo, revivía aquello de que lo importante es lo que hagas con tu tiempo. Algo que ya sabía —¿quién no?— pero que me vino de fábula recordar mientras Brandeis y Donovan se despedían.

The Lion's Song - Wilma

‘The Lion’s Song’ está repleto de este tipo de pequeñas lecciones, casi como un back to basics coral en el que cada uno de sus episodios deja un importante poso al jugador que llegue con la mente y el corazón tan abiertos como los ojos. Las suyas son, además, enseñanzas con doble naturaleza, casi como acrósticos que discurren, por un lado, con su significado general para la vida y, por otro, con su particular enfoque respecto a todo tipo de acto creativo. Por la parte que me toca, este último eje ha sido el que más ha resonado conmigo, pero, en su deuda con el relato clásico, de todos los fragmentos de este pequeño título de Mi’Pu’Mi puede sacarse varias lecturas importantes.

De base, ‘The Lion’s Song’ es un choices matter pixelado, con un diseño visual en tonos sepia y muy trabajado, publicado originalmente para PC en 2016 de manera episódica y que construye una red de consecuencias y encuentros a partir de nuestras decisiones. Dos años después llega a Switch para hacerse hueco entre el aluvión de indies que está asediando los joycons de todo el mundo. En cuanto a la premisa, la aventura nos invita a acompañar a un puñado de personajes en pequeños relatos situados en la Viena de principios de siglo XX, todos ellos relacionados de alguna manera con el acto creativo: Wilma, una compositora; Franz, un retratista; y Emma, una matemática. A su lado, experimentaremos de primera mano diversos aspectos de uno de los procesos más personales que existen, para redescubrir que, de fondo, muchas de sus singularidades son, en realidad, partes de un proceso compartido.

Entrar en la particularidad de cada una de las ventanas que abre esta obra sería, sin duda, interesante, pero algo a lo que intuyo —he preferido no mirar— llego bastante tarde. Los conflictos de Wilma, Franz y Emma bien merecerían un análisis por separado, pero prefiero centrarme en una lectura transversal de la obra como conjunto. ‘The Lion’s Song’ presenta al artista como un personaje en constante lucha: lucha contra su entorno, lucha contra las circunstancias, lucha contra el tiempo y las exigencias de un mundo que juzga el arte a partir de rentabilidades, pero, por encima de todo, lucha contra sí mismo. En continua presencia de esos demonios que produce el desdoblamiento, reflejos que nos dicen que no podemos, que lo dejemos, que no perdamos más tiempo, el trío protagonista sufre y padece, pero siempre pelea.

The Lion's Song - Franz

La forma en que ‘The Lion’s Song’ transcribe esta contienda es a partir de la relación entre el creativo y su mundo inmediato. En cierta medida, lo que prevalece cada vez que superamos un episodio es la sensación de que la inspiración no es un momento puntual del desarrollo de una obra, sino un estado mental que permite que afloren las conexiones entre las cosas más inmediatas al artista. Así, Wilma, en su retiro fugaz a los Alpes, se ve envuelta en todo tipo de sonidos y estímulos que prestan voz a la melodía que ella ya trae desde Viena, sepultada bajo el ruido de la urgencia y la expectación; Franz, por su parte, ahogado entre deseos de éxito y reconocimiento, desviste a sus modelos —la alta sociedad— de las capas en que se envuelven, deconstruyéndolos, inconsciente de que el único puzle que necesita resolver es el de su propia identidad; y Emma, buscando el enfoque que haga cuadrar su teorema del cambio, al tiempo que planta cara a un mundo dominado por hombres, ignora que ella misma es el sujeto práctico idóneo para su teoría: nada cambias si nada cambia.

Todo esto hace que al trío protagonista se le sume un cuarto personaje, quizá el más relevante de todos: la propia ciudad de Viena. La urbe aparece como marco físico y mecánico del juego —especialmente a partir del segundo capítulo—, en tanto que podemos movernos por sus calles a vista de pájaro para visitar los lugares relevantes en los que se va tejiendo la historia. Más allá, la por aquel entonces capital del Imperio astrohúngaro se presenta como un lugar profundamente estratificado, lleno de trabas al progreso social —elitismo, clasismo, machismo— y en el que la opulencia oculta una nación cerrada sobre sí misma, reaccionaria y, ulteriormente, al borde de la guerra.

En un contexto como éste, crear exige sacrificio, se cobra víctimas. Wilma deja atrás su pueblo natal, su familia, su seguridad; Franz sufre ausencias de sí mismo durante horas, tras las que despierta abatido y confundido; Emma recibe el desdén de sus potenciales compañeros, todos ellos respaldados por la pertenencia al grupo homogeneizador y único legitimado para actividades tan complejas como las matemáticas. El arma que todos tienen en este combate contra su particular arista del statu quo es la elección, ejecutada —literalmente— por la mano del jugador. ‘The Lion’s Song’ levanta poco a poco un discurso en torno a esta capacidad, afinando el tono hasta que explota en el tercer capítulo del juego, el más refinado del conjunto: toda una oda al cambio.

En contra del antes mencionado ‘The Red Strings Club’, aquí las decisiones tienen un rango de resultados bastante diverso, lleno de pequeños detalles que varían según las opciones escogidas. Si el juego de Deconstructeam reflexionaba a partir de un enfoque ciertamente determinista —aquel fin fijado que nos permite empaparnos de esa idea de que lo que cuenta es el camino a Ítaca—, ‘The Lion’s Song’ opta por trabajar la superposición, un estado en el que múltiples desenlaces coexisten hasta que un observador hace que la realidad colapse en una sola de sus posibilidades. Realmente, eso somos las personas: capas superpuestas que sólo se condensan en un estado concreto cuando alguien nos observa.

The Lion's Song - Emma

Ambos enfoques de la elección podrían parecer opuestos a primera vista, y pese a corresponderse con la dicotomía clásica en la manera en que el videojuego ha enfrentado el tropo de la decisión, bien considerados devuelven dos caras de una misma moneda. No se trata de cuál es más acertado de los dos —esto dependerá de las inclinaciones de cada uno—, sino de cómo fijan ciertos aspectos de la realidad para manejar las variables específicas con las que despertar una reflexión. A fin de cuentas, la Viena de ‘The Lion’s Song’ es pura superposición, pero de fondo es también una ciudad que se dirige irremediablemente a sus últimos días.

De esto mismo se encarga el último capítulo, que bajo el nombre de Closure —cierre o conclusión— recoge los flecos del tejido hilado durante el juego para rematarlo de un par de puntadas. Necesario narrativamente, a nivel temático es una conclusión que no aporta demasiado, que más bien vive en la lectura que cada jugador pueda impostarle a partir de su experiencia frente a la pantalla. Al fin y al cabo, encastrado en el propio discurso de la obra, la cristalización de todos sus relatos en un estado conclusivo es poco relevante, pues, siguiendo el estado Recniczek (la gran obra de Emma): todo es un puro flujo. No somos una única cosa, un único ser, una única definición, sino que somos puro cambio y superposición: definirnos en un único estado es, pues, cesar de ser, dejar de existir.

De esta manera, todas las pequeñas lecciones de ‘The Lion’s Song’ derivan en una concepción no binaria de la realidad, una en la que sus intervinientes son como electrones compartidos que saltan constantemente entre orbitales. Si el hilo rojo vibraba para ofrecer diferentes recorridos —y significados— hacia un final incontrolable, la canción del león se entona a partir de un cambio que depende de una transformación superior para consolidarse: cambio que contiene al cambio previo y propicia el posterior.

The Lion's Song - La canción de nuestra historia

Entre los compases de su melodía, Viena muta sin parar: vemos su futuro, del que somos autores, y recogemos los ecos de su pasado, del que somos deudores. El resultado es un ciclo continúo, aquel flujo que tan desesperadamente buscaba Emma, que cada vez que gira y se repite construye las capas y los estratos que Franz desmantela en sus lienzos. En esa calidad acróstica que mencionaba en los primeros párrafos, ‘The Lion’s Song’ es capaz de incorporar, incluso, una interpretación meta-narrativa: lo que mide es nuestra capacidad de relacionarnos con su mundo cambiante, ser capaces de superar un arrastrado estructuralismo y hallar espacio para nuevas lógicas. Fracasar es hacerlo como jugador, haber estado demasiado atento a las figuras y muy poco al fondo.

Quizá este viaje no sea sino el de —por trillado que suene— entenderse a uno mismo en su figura de aficionado, de crítico, de creador o de lo que uno se sienta en un momento determinado —a la Recniczek—. Una construcción en la que encajar de alguna manera, aunque no sea armoniosamente. Una invitación a experimentar con una forma clásica de entender la decisión mecanizada en el videojuego, pero una que —y esto ya no es ni clásico ni habitual— consigue llenar de significado los rincones de su trama y ofrecer un contrapunto todavía necesario a acercamientos más experimentales y recientes.

‘The Lion’s Song’ termina con un dato estadístico de la Primera Guerra Mundial: dice que en el choque se perdieron treinta y ocho millones de vidas. Viene un poco de la nada y cojea al final de un juego que no se centra en este conflicto ni en sus consecuencias, pero sí que resuena con todos los momentos previos en que versiones más pequeñas de ese mismo choque, el de vidas contrapuestas, produce belleza, arte y buenos recuerdos. Una superposición que ya no precipita cuando la miramos, sino cuando apretamos botones en el mando y componemos, nota a nota, la canción de nuestra historia.

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