The Eternal Castle y la remasterización de una leyenda

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22 diciembre, 2020

Esta crítica se ha elaborado tras recibir y completar una copia de prensa para Nintendo Switch

Quedaos con estos tres nombres: Leonard Menchiari, Giulio Perrone y Daniele Vicinanzo. Ellos tres han conseguido algo sin precedentes: rescatar un videojuego que se encontraba completamente desaparecido desde hace más de treinta años, que sólo vivía dentro de sus recuerdos deformados por la nostalgia. Un videojuego del que no hay constancia a día de hoy de que se conserve ni tan siquiera una copia funcional, ni un mísero registro en las pantanosas webs de abandonware. Uno de esos tantos títulos ochenteros para PC de limitado recorrido comercial que acababan desapareciendo, fuera del foco de cualquier institución dedicada a la preservación. Pero estos chicos italianos no se resignaron a que muriera para siempre, y lo traen de vuelta en una versión, digamos, remasterizada: traduciendo sus recuerdos, uno a uno, a líneas de código. Y los vacíos de la memoria se llenan con mecánicas actualizadas, con la herencia del culto a sus coetáneos. El castillo eterno está de vuelta, y esta vez nadie debería perdérselo.

Lo que propone ‘The Eternal Castle [Remastered]’ es lo suficientemente interesante como para que apenas importe que todo lo anterior sea una vil mentira, que nunca existiera el juego original de 1987. Todo se demostró un sutil engaño: la descripción en su página web, el rastro que se podía seguir en Wayback Machine, ese primer disquete que se podía descargar y que simulaba una instalación que se interrumpía… Muchas molestias para un simple gancho publicitario, si es que aludir a una nostalgia que nunca existió pero que evoca a otras bien conocidas pueda tener un impacto significativo en su éxito. No obstante, al contrario que muchos, yo no entendí todo esto como una estrategia de marketing. La historia del videojuego perdido y olvidado es una parte indisoluble de su puesta en escena, y sin ella, el conjunto de la obra pierde parte de su interés. No todo, desde luego, pero sí una parte relevante. Por supuesto, no es necesario que el jugador sea realmente engañado mientras juega, sino que más bien debe recoger la invitación que amablemente brindan los desarrolladores, y de esta manera involucrarse y participar en esa ficción fuera de la propia ficción del juego, del mismo modo que una persona en el cine es consciente de que lo que ve es una película pero, voluntariamente, le concede la supresión de la incredulidad para así sumergirse en el universo que exhibe el film. Por ello, y volviendo de nuevo al caso del videojuego, si por el contrario arrugamos el entrecejo al enterarnos de que, como se ha demostrado, todas las supuestas pruebas de existencia del ‘The Eternal Castle’ original son falsas, estaremos apartándonos del camino y, pese a poder disfrutar de la obra, estaremos privándonos de una parte de lo que la hace tan buena.

Más allá de eso, ‘The Eternal Castle [Remastered]’ armoniza todas sus decisiones estéticas bajo el paraguas de su premisa inicial, quiera o no el jugador comulgar con ella. Los gráficos CGA —a pesar de que los desarrolladores han primado el píxel gordo por encima de la scanline— aluden por supuesto a una época, pero también a una forma de hacer y entender los videojuegos. Esos gráficos son la última capa de un sistema mucho más elaborado y complejo, en el que todos los escenarios se sienten vivos y palpitantes, y nos sorprendemos a nosotros mismos intuyendo cada detalle, adivinando qué puede haber detrás de cada sombra monocroma. Los efectos de luz dinámicos y el movimiento realista, heredero de la rotoscopia que sorprendió hace más de treinta años con el ‘Prince of Persia’ de Jordan Mechner, nos dejan la constante e incómoda sensación de estar viendo a través de un cristal sucio y parcialmente ahumado. Una sensación que aumenta cuando aparece texto en pantalla o queremos encontrar dónde narices ha ido a parar la escopeta que acabamos de desechar hace cinco segundos. Una sensación de incomodidad que es constante y a la que es posible que nunca nos acostumbremos, pero que es parte innegociable de la experiencia diseñada.

Mientras nuestro protagonista busca pistas y mejoras para su traje y equipamiento, apenas entenderemos algunas pinceladas de por qué y cómo hemos llegado ahí. El mundo hostil y decadente en el que nos aventuramos consigue ser creíble a pesar de lo deslavazado de su estructura, y el progreso se logra más por instinto de supervivencia que por concienzuda planificación. De entre los plataformas cinemáticos —género a través del cual articula sus mecánicas—, desecha los engrasados y meticulosos ‘Flashback’ y ‘Abe’s Oddysee’ para abrazarse al paradigma de ‘Another World’: experimentación y reacción, elementos que aparecen una vez, culminan en una mecánica y jamás vuelves a verlos. Si en los primeros mencionados el escenario estaba al servicio del sistema de juego, en la obra de Éric Chahi, y ésta sería su principal particularidad, su sistema de juego se pone al servicio del escenario. Un escenario impredecible y cambiante y que lo domina todo. Quizá, por eso, en ambos juegos manejamos a un personaje que parece aprender algo nuevo con cada paso que da.

The Eternal Castle - personajeLa ausencia de música durante la mayor parte del tiempo sirve para que nuestras pisadas sobre el barro y el ulular del viento se mezclen con el sonido de armas de fuego retronando y trozos de madera viejos chocando entre sí. De esa manera logra transmitir la angustia del peligro constante al tiempo que pone de relieve el contraste entre su paleta de cuatro colores y los efectos de sonido de alta definición. También choca con esa incomodidad de la que hablábamos al principio, y que se traslada a aspectos tan elementales como el propio control del protagonista —indomable a ratos—, el diseño de las cajas de impactos en las peleas cuerpo a cuerpo, o la inteligencia artificial de los distintos personajes que encontramos, no todos hostiles. Las pocas veces que los sintetizadores vangelianos dominan la acción consiguen hacerla aún más poderosa, reforzando la idea de que menos es más, y de que es preferible reservar los golpes de platillo para cuando de verdad merece la pena. Se prefiere dejar que todo fluya, y quizá por eso se toman ciertas licencias popularizadas por el videojuego moderno, como la barra de stamina o la vitalidad que se recupera esperando, sin necesidad de ítems de curación cuya inclusión habría implicado tener que parar la acción para consumirlos.

Siendo como es una obra breve, permite abordar las tres primeras misiones en el orden que nosotros queramos, requiriendo cada una de ellas un aprendizaje y enfoque distintos. Para cuando llegamos al Castillo Eterno, sabremos que huir a veces es mejor que luchar, y que echar la vista atrás por un aliado caído puede costarnos la vida. El sistema de checkpoints, generoso, evita que tengamos que repetir secciones demasiadas veces, y las distintas mejoras obtenidas para nuestro traje suavizan la curva y permiten que esos rasgos genuinos e incómodos que aluden sin sonrojo a las pobres programaciones y el escaso testeo de los antiguos juegos de MS-DOS puedan mantenerse sin que todo el sistema se venga abajo. Un equilibrio delicado que necesita que el jugador ponga de su parte, y ahí la historia del viejo juego desaparecido vuelve a cobrar importancia a la hora de situarlo en un contexto falso en el que se puedan asumir algunas de las limitaciones propias de un videojuego de 1987.

‘The Eternal Castle’ se abraza al paradigma de ‘Another World’: experimentación y reacción, elementos que aparecen una vez, culminan en una mecánica y jamás vuelves a verlos

Primero, porque autoimponerse limitaciones es una de las mejores maneras de que aflore la creatividad. En ‘The Eternal Castle [Remastered]’ esto se da todo el tiempo: en lo estético, en su esquema de control, en el subgénero de las plataformas en el que se apoya y, por supuesto, cuando hace por mantener un mínimo de verosimilitud con su historia del videojuego perdido y olvidado, procurando recordarnos que estamos jugando a algo que estaba ahí a finales de los ochenta. Y si bien las concesiones son en ocasiones tan excesivas que amenazan por hacerlo todo añicos, el pegamento no es otro que la capacidad de mantener siempre la tensión, el interés por lo que habrá detrás de cada puerta. A pesar de que no será raro toparse con más de una muerte injusta, ésta puede ser la oportunidad de probar a hacer las cosas de otra manera, o buscar un camino alternativo. La mansión del científico loco, sin duda mi escenario favorito, es una brevísima caja de sorpresas, donde se abandonan las peleas hombre a hombre de las que se abusa a ratos para someternos a peligros nuevos e incluso hacernos pasar un delicioso mal rato. Y, en esas circunstancias, nunca es demasiada molestia tener que repetir un par de tramos breves.

Todo lo que parece no pulir del todo ‘The Eternal Castle [Remastered]’ queda automáticamente guardado en el cajón de las cosas que deben ser así por su peculiar naturaleza, ya sea acertar un puñetazo o navegar por el menú principal. También algunas ralentizaciones, al menos en la versión de Switch. Cuando acabamos la aventura, con el cuerpo amoratado de las palizas y la garganta aún ardiendo de las vomitonas efecto secundario del teletransporte, nos queda esa sensación de querer volver a pasar por todo una vez más. Puede que para conseguir todas las piececillas coleccionables, o por el simple placer de volver a lidiar con sus yermos mortecinos, esta vez poniendo en práctica todo lo aprendido. El premio extra vino en forma de expansión gratuita, llamada Lost Tales, en la que, sin ayuda de checkpoints pero conservando los potenciadores tras cada muerte, podremos disfrutar de todo un nuevo escenario, no precisamente pequeño; quizá menos imaginativo que la aventura principal, pero no por ello desdeñable.

En su conjunto, me gusta ver en ‘The Eternal Castle [Remastered]’ esas ganas de expresarse artísticamente a través del medio de los videojuegos que tanto me cuesta encontrar en otros títulos que presumen precisamente de ello. Y lo hace sin necesidad de elaborar su narrativa in-game —de hecho, la historia del juego no es más que una amalgama sin demasiado sentido, y sus escenarios aglutinan sin rubor los lugares comunes de la ficción más elemental— ni de convertir la pantalla en un lienzo, sino que utiliza el propio lenguaje del videojuego para transmitir su fuerza y dar sentido a su propuesta. Una experiencia perturbadora y asombrosa que funciona por lo que ha funcionado el videojuego desde que apareció por primera vez, ya sea en un laboratorio o en una taberna: porque establece un pacto entre juego y jugador, y ambos cumplen su parte.





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