por Israel Fernández
5 octubre, 2015
Quitémonos cuanto antes las obviedades de encima. Vamos a ignorar por un momento que el estudio desarrollador, Game Freak Inc., se hizo popular gracias a ‘Pokémon Rojo/Azul’ —de citar algún juego previo deberíamos mirar hacia ‘Pulseman’— y su director, James Turner, logró mejores resultados con su estudio Genius Sonority. Vamos a prescindir de comparar ‘Tembo the Badass Elephant’ con ‘Sonic’, pese a las mecánicas y, bueno, Sega distribuyendo e inyectando dinero. ‘Tembo’ se sostiene por sí solo. Y en parte gracias a su carisma arrollador. Es una apisonadora del molar. Un paquidermo tan bien animado que parece sacado de los pinceles de Chuck Jones: suda, gime, ríe y planea tan patéticamente como su Coyote. Y como lo que viene siendo un animal de siete toneladas, vaya.
Al grano: ‘Tembo’ —del swua(g)hili «elefante»— es un plataformas 2D de desplazamiento lateral, comportándose en consecuencia. Salto milimétrico, coleccionables secretos y mucha destrucción. Es interesante advertir cómo el protagonista comparte con ‘Crash Bandicoot’ —la saga de Naughty Dog— cinética y estética. De hecho, curamos nuestra barra de vida recolectando (consumiendo) cajas de manzanas. Si bien Crash figuraba como una reformulación del Taz de Looney Tunes, ‘Tembo’ es un híbrido entre Rambo y Dumbo en lo visual y una fusión de ‘Metal Slug’ y ‘Donkey Kong Country’ en lo mecánico. Con un plus de coordinación. Aquí apreciamos ese apetito fanzinero y vampírico de Game Freak, que igual toma prestado el pincel grueso de ‘Astro Boy’ que el ritmo de un descargable gratuito para Android. No en vano, el estudio nació como una revista bastante punk donde Satoshi Tajiri, lead designer, hacía de redactor y editor, y Ken Sugimori, art designer, de ilustrador.
Partimos con cinco vidas. Para una extra necesitamos recolectar trescientos cacahuetes, bien rompiendo objetos y encadenando combos, bien alcanzando algunos super-cacahuetes dorados distribuidos por el mapeado. Cuando perdemos alguna aparece una animación que directamente nos traslada al Popeye de Elzie Crisler Segar: con un brillo cómplice en los ojos, engullimos un tarro de crema de cacahuete y nos desperezamos; porque los malos no van a matarse solos. Los malos son una facción llamada PHANTOM, militares de pelo en pecho altamente tecnificados. Tienen torretas, mechas con lanzallamas, tanques con misiles teledirigidos y mucha maldad. Una maldad hortera, caricaturesca y típica de Cartoon Network. Sería bastante idiota pedirle otra cosa; anda mucho más cerca del homenaje cafre de ‘Broforce’ que de una trama forzada como la de ‘Mercenary Kings’.
El verdadero problema reside en una disociación estético-narrativa: ‘Tembo’ invita a machacar botones, pero castiga por hacerlo
Una vez salimos de Tierracolmillo, islote que funciona como nivel de entrenamiento, comienza un periplo por las tres zonas del mundo Shell City. Shell City suena tan manga y tan heredera de la mitología de Masamune Shirow como parece. Cada zona se compone de cuatro fases más el clásico level boss —el mapa tiene forma de cacahuete, claro—. Una vez completadas las tres primeras, una cuarta sección se desbloquea, sumando dos niveles y un jefe final. Spoiler: Galactus. En apenas cuatro horas podemos llegar a él. Evidentemente, nuestra meta no es esa, sino lograr tres de tres medallas posibles y recoger hasta el último fruto seco de cada escenario. La primera medalla se concede si eliminamos a todos los enemigos. Se recomienda creatividad, encadenar saltos, golpe rodante, trompazo y pisotón. La segunda si rescatamos a todos los civiles desperdigados por cada nivel, usualmente diez, atrapados en una suerte de celdas holográficas. Como rehenes que son, casi siempre están ocultos o en tramos por encima y debajo del plano central del mapa. La tercera es la difícil: cacahuetes. Cabe decir que el juego nos dispone tablas de tiempo y clasificación por puntos para alentar el pique entre amigos y el reto perfeccionista.
Pero detengámonos en el tutorial, esa especie de eje troncal: bajo la batuta musical de Hideaki Kuroda, a ritmo de jungle y Orient Express, el juego nos sitúa en una colorida —cel shading— extensión selvática, un Vietnam reimaginado por Disney. En él aprendemos el torbellino, el salto acelerado, la patada baja, carga y golpe, donde la trompa cambia a la forma de un martillo. Y podemos destacar dos conclusiones: el elemento puzle es escasísimo, prácticamente residual. Y dos: el juego premia la fisicidad y la destrucción encadenada. Pronto saldremos al hangar y comprobaremos las virtudes devastadoras de Tembo y el pesado defecto: ya no queda nada más por aprender. Los jefes se vencen de maneras ramplonas y poco sutiles —sí, estoy pensando en ‘Super Metroid’—, a empellones y carrerillas. Los enemigos más duros sólo precisan dos barridas en vez de una. Quedan espacios para la experimentación. Ejemplo: si Picolo, el pajarito que lleva encima todo el rato, no fuese un mero elemento ornamental y tuviese alguna función complementaria como, qué sé yo, hacer de catapulta para tramos excesivamente estrechos y provocar carambolas, no tendríamos que estar maldiciendo cada vez que perdemos esa vida, rapiñada, tan fortuita y accidental. Porque además el juego hurta una si reiniciamos. Y vidas, nos guste o no, necesitaremos un montón.
Ciertamente, se aprecia el gen de los endless runner —‘Canabalt’, ‘Flood Runner’, etc—. A nuestro soldado no se le agotan las energías de correr en estampida, no hay medidor de stamina o similares. Sí hay, en cambio, un nivel de agua. A lo largo de las secciones nos encontramos con bocas de riego y si abusamos en las partes donde regamos con la trompa —pulsando R1 o R2, indistintamente, en PS4—, tanto para apagar zonas peligrosas, anular trampas eléctricas o detener obstáculos con forma de calavera, el juego casi CASI siempre nos condena a volver sobre nuestros pasos o sacrificar una vida. No es, contra lo que pudiera pensarse, un videojuego de ensayo-error, o ingenio fértil, como sí podría ser ‘Super Time Force’ y el brillante ‘Shovel Knight’, sino de paciencia y temple. Un hándicap contra ese correr hacia adelante tan habitual en el erizo azul. Ya saben lo que dicen: la potencia sin control no sirve de nada. El verdadero problema, entonces, reside en una disrupción lúdica, una disociación estético-narrativa: el juego invita a la locura, al desmadre, casi a machacar botones, pero castiga al indómito y con bastante severidad si se nos ocurre hacerlo. Algunos niveles del último tercio pueden desesperar por repetición, por rozar bombas donde el mapa no enfoca correctamente y, sin remedio, chocamos y palmamos. Otro ejemplo: aquí no hay speedrun que valga, el juego computa las bajas enemigas y no desbloquea nuevos niveles hasta que no llegamos a cierto número, bastante elevado aunque accesible. Es, por tanto, un juego consecuente con la reiteración y el rejugueo de fases.
Entre tanta onomatopeya y tanto dinamismo, ‘Tembo’ deja una sensación de bocado dulce pero escaso, como aquel coitus interruptus donde el Coyote colocaba toneladas de TNT para acabar con una explosión breve y controlada. El Correcaminos reía desde lo alto de la presa, mientras su rival se ahogaba. Vale, la fórmula no era excesivamente compleja pero el resultado exasperaba por superficial y mezquino. Desequilibrio kinestésico. Y el abuso del chascarrillo conduce al bostezo. Por suerte, aquí no da tempo: es evidente la pericia técnica del estudio, aunque se arrope en convencionalismos. Se enfrenta a disímiles donde el frenesí de hacer crecer un multiplicador choca frontalmente con el orgullo de nuestra masa muscular, imponiéndonos restricciones que apenas deberían sugerir por medio del desarrollo.
A ‘Tembo’, en cualquier lugar, le queda un tanto por crecer. Un juego tan complaciente y fresquito no se desperdicia así como así. Necesita seguir engullendo maníes crujientes y barruntando sin miramientos mientras niveles más gráciles y abundantes nos recuerdan que la clásica frase sobre lo breve de Baltasar Gracián pocas veces sirve en este negocio. Ya no sé si porque somos una panda de insatisfechos —¿podría este descargable haber hecho historia dentro de un cartucho de SNES o bajo los controles de un cabinet arcade?— o porque nos hemos acostumbrado al exceso, en cualquier nivel, a una generosidad titubeante aunque orgiástica. ‘Tembo’ hace maravillosamente bien lo que mejor sabe hacer: patear culos.
¡Nos hemos mudado!
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