por Fernando Conde
8 noviembre, 2018
Es en los años 80, más concretamente en 1987, cuando Sega lanza ‘Shinobi’ al (por aquel entonces) competitivo mercado de las recreativas. Es importante este disclaimer porque, sólo en el contexto de la época y de esa catarsis creativa basada en la simplificación y perversión cultural de cualquier exotismo en forma de collages imposibles, sólo en ese contexto, podemos explicar sin enarcar una ceja el trasfondo del juego, que aunque sólo sea por accidente (o más bien, por desinhibición absoluta) bordea el campo de la metacultura. Nunca entendí cómo no hicieron con este juego una película.
Pero procedamos: controlamos a un shinobi (ninja) moderno llamado Joe Musashi que tiene la misión de rescatar él solo, por supuesto, a sus estudiantes y futuros ninjas. El secuestrador es nada menos que la organización criminal Zeed, que los ha atado y desperdigado por quince escenarios diferentes (desde los barrios bajos y el puerto de una ciudad hasta la mansión secreta del malvado maestro ninja rival). Nuestros alumnos están custodiados por una colección de pistoleros, punks, ninjas, espadachines equipados con sables boomerang, demonios libremente basados en la cultura japonesa, estatuas controladas por superordenadores y toda una caterva de elementos fruto del travestismo sin complejos de las culturas japonesa, china e incluso hindú, sin olvidar la propia disposición de los escenarios, muy a mala leche.
‘Shinobi’ era una especie de Golpe en el pequeño Japón en el que todos los elementos, por histriónicos que fuesen, encajaban como en un puzle para lograr una ambientación sorprendentemente genial por lo poco chocante, en la que hasta la trama intentaba introducir guiños dramáticos haciendo un juego de palabras con el nombre del malvado boss final (Nakahara) y la estación de metro Musashi-Nakahara de Tokio. Nakahara, a la sazón el mentor de nuestro Joe Musashi, sería de este modo nada menos que nuestro propio padre. Tachán. No me arrepiento del spoiler, señor juez, porque nadie fuera de Japón se enteraba nunca, claro.
No es esta introducción gratuita, pues no me parece aventurado decir que la mitad de ‘Shinobi’ es su ambientación. Que la otra mitad sean sus mecánicas no es poco decir, pues estoy hablando de otro de mis favoritos, de mi top ten de todos los tiempos, una pequeña genialidad con la que quemé innumerables horas (y sus correspondientes monedas). Pero me enrollo… Estamos ante un arcade de plataformas que mezcla ambos conceptos con mucho acierto. A los mandos de ‘Shinobi’ no me costaba nada sentirme como un ninja gracias al equilibrio perfecto entre la necesidad de evitar y eliminar a los enemigos y sincronizar a la perfección los saltos para no acabar sucumbiendo a los ataques o cayendo por algún abismo.
Es difícil no recordar con nostalgia la facilidad con la que el juego nos recibía en algún barrio bajo de una ciudad portuaria y nos enseñaba por la escuela de la práctica a librarnos de nuestros enemigos a base del lanzamiento, a puñados, de nuestros ilimitados shurikens (el arma cool por definición del momento) o de certeros golpes de ninjutsu. Lo pronto que entendíamos que no agacharse o saltar a tiempo acabaría con una de nuestras limitadas vidas. La sonrisa que nos iluminaba la cara cuando llegaba a nuestro poder la pistola lanzacohetes (el otro arma ninja por excelencia de la época), nuestra persecución de aquel primer boss al que finalmente nos enfrentábamos y conseguíamos dominar al segundo o tercer intento, esquivando sus bolas de fuego y acertando con nuestros proyectiles en ese punto débil, justo en su cabeza, providencialmente iluminado por una luz roja parpadeante.
En este punto, ‘Shinobi’ había conseguido engañarte en cuanto a su sencillez y cuando te querías dar cuenta te habías metido en un buen fregado, esquivando saltimbanquis ninja estereotipados de coloridos shozokus y sincronizando nuestros saltos de tallo en tallo de bambú gigante. El juego conseguía atraparte por su ambientación y notar la adrenalina cuando uno de aquellos malditos ninjas rojos iniciaba un salto cuyo destino no teníamos controlado.
En el fondo, como siempre en estos casos, subyacía un juego de reglas sencillo pero bien hilado, con un equilibrio endiabladamente bueno, que te obligaba a aprenderte la coreografía, los movimientos, tirar de memoria muscular y aprender a tocar, con ese simple instrumento formado por una palanca y tres botones, una melodía con escaso margen para el error. Hasta las fases de bonus, en las que controlábamos nuestras manos mientras lanzábamos, como quien reparte cartas, shuriken tras shuriken contra oleadas de ninjas que se dirigían hacia nosotros, eran virtualmente imposibles de superar sin ese ejercicio de reaccionar de manera casi inconsciente. El secreto de la dificultad y a la vez de la endiablada diversión de ‘Shinobi’ era que te obligaba a entrar en un estado de flujo absoluto.
Técnicamente, el juego era una virguería levantada sobre la versatilísima versión A de la placa System 16 de Sega, un sistema de 16 bits (tres años antes de la salida de las consolas de esa categoría) que permitía la nada desdeñable resolución, para su época, de 320×224 (o incluso más en overscan) con 4096 colores simultáneos en pantalla y una versión de NEC del Motorola 68000 como cerebro, el mismo que llevaría el inolvidable Amiga 500, lanzado ese mismo año, pero con una velocidad de reloj un 30% más rápida en el caso de la placa que nos ocupa. La System 16, a la que habrá que dedicarle un hueco en este rincón, iba acompañada de una pléyade de microcontroladores y chips de apoyo como el de sonido, que permitió a los artistas de Sega uno de los diseños sonoros más acertados que recuerdo de su época, más por el apartado FX que por el musical, un poco en el lado de la música para ascensores ninja.
La sombra de ‘Shinobi’ ha sido siempre alargada, aunque la franquicia fuese poco explotada, con ‘Shadow Dancer’ como única continuación oficial en arcade (aunque el mundo de las consolas ha visto diversas secuelas). Versiones del juego ha habido para todas las plataformas del momento, incluyendo ordenadores y consolas de 8 y 16 bits, e incluso para muchas posteriores, como las versiones de las stores de Wii y Xbox 360, o su aparición como huevo de pascua en la ‘Sonic’s Ultimate Genesis Collection’ para PlayStation 3 y Xbox 360.
Personalmente, sigo siendo fan absoluto de la versión original, que considero ha envejecido considerablemente bien y que, a diferencia de otros de mis favoritos, no tengo reparo en recomendar a cualquiera que pruebe hoy en día, pues pocas oportunidades hay mejores de sentir lo que era ser un auténtico ninja moderno en los años 80 y molarse mucho.
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