por Israel Fernández
21 septiembre, 2016
Una nueva ola de jugadores entró en escena con la tardía irrupción de los plataformas 3D. De repente todo había cambiado. La perspectiva se abría frente a fondos estáticos rotando en carrusel. Ahora el héroe miraba cara a cara al jugador, tocaba el cielo con las manos y caía por profundos acantilados al primer viraje de cámara. De aquella explosión multicolor rescatamos algunos de los mejores, aquéllos que no sucumbieron al éxito degradados por vampíricas secuelas.
Ya está todo dicho acerca del peculiar boom que, allá por la década de los noventa, absorbió el diseño de los videojuegos de sobremesa, del salto de los dieciséis a los treinta y dos bits. Ya existían desde una década antes, pero no fue hasta ‘Super Mario 64’ cuando todo se volvió del revés. La revolución de mapear grandes polígonos con texturas arcaicas y el uso y abuso que acarreó, gracias a los primeros kits de desarrollo distribuidos por las propias marcas —y su consecutiva reducción en costes de programación—. El lanzamiento de PlayStation a finales de 1994 y su masificación comercial, con el CD-ROM como soporte madre, herramienta con la que trabajó Commodore en su potentísima Amiga CD32, proporcionaron un urgente abono al baldío territorio que recién salía de una recesión y caída en picado en cuanto a venta de consolas.
Ahora el héroe miraba cara a cara al jugador, tocaba el cielo con las manos y caía por profundos acantilados
Estos juegos se recuerdan durante generaciones esencialmente por su vistosidad frontal, por romper las estructuras cerradas a favor de espacios más amplios y oxigenados, y por formar parte activa de la que quizás fuera la primera ola en expandir el videojuego hacia terrenos más profanos. Ya sabes, por aquello de su explícita invitación a jugar, por esa aparente inocencia. A decir verdad, pocos o ninguno innovaron en las estructuras mecánicas, más allá de repetir los tropos y recursos de sus hermanos del 2D en 3D, y muchas veces con menor agilidad y peor control de cámara. Pero no he venido a señalar obviedades, sino a rescatar del pozo un puñado —mi puñado— de plataformas 3D que, aunque ya se tildan de viejos en según qué espacios, no han envejecido nada mal.
MediEvil (1998, SCE)
‘MediEvil’ es quizá el juego más llorado en la porra de peticiones a traer de actualidad por varios motivos: una clarísima genealogía de personajes con carisma e historia tras ellos, un dedicado tratamiento del entorno y la ambientación —mención especial para la magnífica banda sonora compuesta por el dúo Bob & Barn, o Paul Arnold y Andrew Barnabas para los desconocidos— y una mecánica afilada que, sin llegar a exasperar por imposible, proponía un reto dilatado y siempre gratificante. Sir Daniel Fortesque no requiere presentaciones para aquéllos que superaron una y otra vez su particular odisea frente a las hordas de no muertos, calabazas locas y plantas asesinas que el brujo Zarok invocaba, sin demasiado arresto —toda una baraja de muecas a obras de terror de todas las edades—. Quizá el argumento más útil para formar parte de esta no-lista es el evidente: me pasaba tardes enteras dibujando al caballero andante fuera de su contexto natural, enfrentándolo a dragones como un San Jorge desnutrido, disparando a indios emplumados con un revólver de huesos… Para no haber sido nunca un héroe, no se le daba nada mal hacérselo.
Banjo-Kazooie (1998, Rareware)
Junto con ‘Kameo’, mucho más tardío, este ‘Banjo’ es quizá la obra cumbre de un estudio que, en sus días dorados, resultó una inagotable fuente de grandes ideas, de mecánicas bien ejecutadas, con selvas más joviales que las de ‘Donkey Kong 64’ y glaciares más carismáticos que los de ‘Spyro the Dragon’. Rare poseyó un código interno fácil de entender y disfrutar. Haciendo referencia sin rubor a sus maestros, Rare creó su propia iconografía, comparable a sus análogos de otros estudios internos de Nintendo. De alguna manera, ‘Banjo-Kazooie’ es un atemporal en su género: si bien la base que propone es arquetípica a más no poder, el mundo de estos personajillos —y de Gruntilda, una versión femenina de Gargamel con idéntica mala baba— no envejece. Son píxeles sanos, de esos que puedes tomar tres veces al día. En la Montaña Espiral, todos los días son días de fiesta.
Bugs Bunny: Lost in Time (1999, Behaviour Interactive)
Hay que jugar a este gigantesco puzle de referencias cruzadas y viajes temporales para darse cuenta de, hasta qué punto, Behaviour realizó una maravilla con los medios que tenía. Para esta travesía echó el resto con la planificación de mundos y espacios fantásticos y, gracias a su colorismo cartoon, el juego mantiene el tipo durante los pliegues temporales que hagan falta. Desde los vídeos de opening hasta el menú se adaptan como un guante al píxel. La banda sonora, el magnífico doblaje al castellano… no hay un solo descuido en las facetas artísticas: es un juego que puede competir holgadamente con referentes de la animación como ‘Castle of Illusion’. Si con sus imaginativas soluciones a varios puzles, o la oportunidad de flirtear con la mayoría de los Looney Tunes, este juego no te invita a jugar y rejugar con este Bugs venido a menos, no sé qué lo hará.
Toy Story 2: Buzz Lightyear to the Rescue (1999, Traveller’s Tales)
Aún no puedo explicar, de manera más o menos razonada, cómo un simple videojuego licenciado de la gran película de Pixar logró mantenerme atado en maratón toda la duración de la primera partida y parte de la segunda. Un juego simple y con pocos alicientes comparado con gigantes como ‘Crash Bandicoot’ —mucho más autoconscientes de sus valores—, que se adapta a la escala del film y la hace suya. Traveller’s Tales fue, como actualmente TT Games, una de las cabeceras en creación de juegos orientados hacia menores de, pero sin caer en la idiotez propia de imitar un balbuceo de bebé. Ahora encargada de los juegos de Lego, casi todos ellos fantásticas lecciones y genuinas demostraciones de narrativa equilibrada y jugabilidad irrompible, la plasticidad de sus trabajos transpiraba un gusto refinado, desde controles del mando hasta llegar al núcleo accumbens. Traveller’s venía de adaptar con fortuna fortuna otra monada, ‘A Bug’s Life’, y para este caso el lenguaje estaba servido: son juguetes jugando, así que la comunicación entre los dos mundos nunca estuvo mejor dirigida. Hubo una innumerable cantidad de versiones, y la campaña de promoción fue abusiva, pero es que hasta la copia de Game Boy Color divierte y engancha. Su estética puede resultar ramplona a ojos actuales —y más sabiendo que en un par de años veríamos obras como ‘American McGee’s Alice’— pero demonios, estamos hablando de monigotes de plástico a escala 1:1. Estar dentro de la habitación de Andy era mejor que ordenar mi cuarto, faltaría más.
Ape Escape (1999, SCEI)
‘Ape Escape’ es un juego de monos y, como juego de monos, no puede dejar de molar. Desarrollado por uno de los estudios satélite internos de Sony, Masamichi Seki venía de dirigir el rolazo ‘Legend of Legaia’ y decidió subirse al carro del género de moda. Pero su puesta a punto en el mundo de las plataformas traía consigo un montón de bromas internas dirigidas hacia Nintendo, la reina en la anterior generación, logrando perfeccionar la palestra de opciones que se presuponían, y forzándolas un poquito más. Hay contrarreloj, recolección de ítems y retos más o menos intensos, pero las facetas parecen tintadas por una capa de ácido lisérgico. ‘Ape Escape’ es el primer juego Dreamcast. Después vendría la escuela de juegos esquizoides post-Matrix: ‘Crazy Taxi’, ‘Jet Set Radio’, ‘Space Channel 5’, los ‘Sonic Adventures’… Pero antes recuerden: el rescatador Spike en Monolandia, el noble chaval que evita a su sociedad vivir otro Planeta de los Simios. Cazando para sobrevivir, a galletazo limpio. Todas las intentonas de traer de nuevo la franquicia resultaron endebles y agotadas. Razón: no supieron entender qué hacía a este plataformas especial. Su monolidad.
Rayman 2: The Great Escape, (1999, Ubisoft)
No cabe duda de que en la industria de los videojuegos segundas partes suelen ser mejores y, recurriendo al usual harder, better, faster, ‘Rayman 2’ daba un salto cualitativo de gigante respecto a su anterior iteración. Fue mi primer juego en Dreamcast tras casi un año de sequía lúdica, y aquel salto se me antojó abismal. El aroma Plastidecor mientras surfeaba por un lago verdoso, o los niveles en nave con típicos codazos a ‘Space Invaders’ y sorteando minas como Luke Skywalker… Dediqué tantas horas a aquel universo que si me miro en los bolsillos probablemente todavía encuentre alguna libélula. Un juego complicado, donde el doble salto es triple mortal con tirabuzón y las distancias entre puente de madera y puente de madera son mucho mayores de lo razonable. Quizá esa sea la gracia de los platformers: el espacio entre salto y salto como mantra, como símbolo de todo lo que implica reto y superación, el hueco que identifica tanto a veteranos como neófitos para engullir a los segundos y encumbrar a los primeros.
Cualquiera diría que ya no se hacen juegos como los de antes. Ahí están ‘Sunset Overdrive’ o ‘Knack’, dos maravillosos ejemplos vilipendiados por un medio envejecido. Creo que aquéllos eran inmediata consecuencia del tiempo en que fueron creados, hijos de la plataforma donde debían vivir. Los que se hagan ahora no serán ni mejores ni peores, simplemente diferentes. Venga sí, y peores.
¡Nos hemos mudado!
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