8 febrero, 2017
Cuando nos enseñan, desde bien pequeños, que la fórmula para la felicidad reside en perseguir nuestros sueños, nuestros bienintencionados tutores olvidan indicar un pequeño detalle de cómo funciona ese truco: que la felicidad que lograremos vendrá no de la consecución del objetivo, sino de la sensación de triunfo que nos embargará ante cada dificultad superada y ante cada hito conquistado. En el momento en que uno llega a la meta buscada sin esfuerzo, se siente vacío, sin comprender por qué no rebosa del júbilo prometido, y temeroso al tiempo de mostrar al mundo lo frío que le deja estar en la cumbre. Conocer y entender ese detalle es clave para aplicar la fórmula y ser felices en nuestras vidas.
¿Y qué tiene que ver eso con los videojuegos? Mucho, dado que los mismos, en su concepción tradicional, son carreras de múltiples obstáculos (enemigos, trampas, enigmas) en pos de la condición de victoria, sea de ese nivel en concreto o del juego. Si los obstáculos no ponen a prueba nuestras capacidades, ¿qué diversión vamos a sacar del juego? El medio ha evolucionado lo suficiente como para presentar fuentes de disfrute alternativas, algunas lo bastante potentes como para quitar importancia a esto, pero la mayoría de juegos siguen requiriendo un desafío base lo bastante complicado como para obligarnos a poner en liza nuestros reflejos e ingenio… sin pasarse por el otro extremo y frustrarnos con situaciones casi imposibles de superar.
Pero aquí surge otro pequeño problema: unos jugadores son más hábiles que otros, como es natural, y pueden enfrentarse a niveles de dificultad más elevados, considerándose en consecuencia superiores a los jugadores menos hábiles. Es algo que todos hemos visto/sufrido en nuestro años mozos en mayor o menor medida: las jerarquías en el patio de colegio basadas en quién era mejor jugando a tal o cual videojuego de moda, y los aires de superioridad de los que hacían gala los que ocupaban los puestos más altos de ese escalafón.
Tal idea todavía deja su huella en los comportamientos actuales: véase el desprecio que los jugadores hardcore profesan a los casuales, basado en la consideración subyacente de que estos últimos juegan a juegos facilitos porque carecen de habilidad para atreverse con los de verdad, o la manera en la que los participantes en partidas multijugador en red ritualizan la humillación de aquellos a los que vencen (como el antaño tan en boga teabagging). De nuevo hay una cláusula en letra pequeña que olvidamos leer, y de nuevo nuestro descuido nos lleva a malinterpretar las cosas.
En ‘El arte de la guerra’, libro de cabecera de ejecutivos y políticos de todo el mundo occidental, Sun-Tzu hablaba a través de diversos aforismos de cómo el verdadero adversario de un general no es el ejército que se le enfrenta en el campo de batalla: es él mismo. Ese principio filosófico es también el que sirve de base a todas las escuelas de artes marciales orientales, y que en el deporte olímpico se resume en la frase citius, altius, fortius: más rápido, más alto, más fuerte. La primera competición es con uno mismo, y eso vale tanto para el deporte y la guerra como para los videojuegos.
En un juego de un solo jugador, lo único que importa es hacerlo mejor que nosotros mismos, poner a prueba nuestros límites y disfrutar con ello
Porque sí, es posible que yo tenga más reflejos y destreza que tú, y que pueda superar sin sudar a jefes finales que a ti te dan hasta taquicardias. ¿Y qué? A lo mejor tú eres tan ingenioso y culto que resuelves los puzles de aventuras gráficas y survival horrors varios como quien hace el crucigrama de un periódico de provincias, cuando a mí me provocan hemorragias cerebrales. ¿Y? En un juego de un solo jugador, y fuera de torneos oficiales o competiciones por hacer el speedrun más rápido, poco nos debería importar hacerlo mejor o peor que el de al lado: lo único que importa es hacerlo mejor que nosotros mismos, poner a prueba nuestros límites y disfrutar con ello.
¿No es para eso para lo que están los niveles de dificultad en los juegos? Pues claro que sí. ¿Eres alguien inexperto o que no ha desarrollado (tal vez porque no puede) los talentos necesarios para progresar en el juego en la dificultad por defecto? Ponlo en Fácil, y al diablo lo que piensen los demás. ¿Te has vuelto tan experto en el género al que pertenece el juego en general, o en el propio juego en particular? No se hable más: ponlo en Difícil, o incluso más allá. No busques compararte a nadie, porque esto no es una carrera, o al menos no contra otros rivales. Eres tú, probándote ante la máquina, encontrando cuál es la zona en la que tus destrezas son puestas al límite y usándolas, y subiendo la dificultad o buscando un nuevo reto cuando ya has dominado el previo.
Uno de nuestros antiguos compañeros de fatigas, Juanma García, habló una vez de cómo la experiencia de jugar a ‘Dark Souls’ tuvo para él un componente casi filosófico. En el desafío brutal del juego, y en su obstinación en seguir afrontándolo tras cada fracaso estrepitoso, encontró la reafirmación de su persona y la demostración de que podía afrontar penurias casi insuperables… y conquistarlas.
Sin llegar a ese extremo, reconozco que no pocas veces juego persiguiendo una revelación similar, tal vez sin darme cuenta de que ya la experimenté cuando, apenas adolescente, conseguí completar el famoso ‘Battletoads’ de NES tras trece días seguidos de nervios puestos al límite, memorización de patrones de obstáculos, y utilización de cada ventaja que pudiera sacarle a un juego carente de piedad con los fallos.
¿Estoy viendo más de lo que hay? Puede. Pero ¿no es más interesante perseguir esa especie de comprensión superior que ser el más kie en una charleta de críos inseguros? Yo, si tengo que elegir, lo tengo claro. Así que, querido juego, pónmelo difícil, aunque ese Difícil sea el Muy Fácil de otro; que yo no busco el aplauso de otros, sino el propio orgullo de ir más allá de lo que creía ser capaz de hacer.
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