por Fran Sevilla
2 noviembre, 2017
«Crujiendo se consumen las ruedas de un coche pequeño en la dura nieve. De donde viene, está más en su casa que su propietario. ¿Qué sería el trabajador pendular sin él? Un montón de estiércol, porque cuando va con otros en el departamento del tren de cercanías no es más que mierda, piensa su representación parlamentaria. La masa hace que nuestras fábricas no se derrumben, porque son apuntaladas desde dentro por montones de personas que intentan eliminar lo social de su estructura. Y los parados, que forman un sombrío ejército de nulos, a los que no hay que temer porque a pesar de todo votan a la Democracia Cristiana».
— Elfriede Jelinek
Una de las decisiones más inteligentes por parte de Nintendo y que mejor explican el éxito de Switch, ha sido enfocar su marketing no como una consola portátil, ni sobremesa, ni siquiera en aquello que la hace única que es su naturaleza híbrida. Porque el mensaje de Nintendo a través de su publicidad es claro. Switch no es una consola portátil que puedas llevar a donde quieras, y en un never ending tour. Tampoco es una consola que puedas conectar a tu televisor, teniendo el tipo de experiencias inmersivas y con grandes valores de producción que hasta ahora se presuponían exclusivas en sistemas de sobremesa, tales como acompañar el consumo de ‘Thumper’ con LSD, cuando quieras y con un escarabajo deslizándose en una inmensa raya eléctrica hasta el cerebro. Switch ni siquiera es la magia del gimmick más humanizador ideado por Satoru Iwata y que sirve de testamento vital de su obra, vete a un bar, pide un par de whiskies on the rocks, coloca la consola en su stand, saca los Joy-Con y pásale la diversión a un amigo, o hazlo con tu pareja en casa, con el olor a sexo aún impregnando las sábanas, reviviendo el sueño Quality of Life de Iwata, cómo y en cuántas posturas yoga quieras.
De la suma de todos esos eslóganes, que nos hablan de la fisicidad de un mundo tangible, «espacio y tiempo juegan al ajedrez», Nintendo extrae un mantra más profundo, que eleva el espíritu frente a un mundo materialista de objetos y gadgets tecnológicos inanimados, la transubstanciación de los cuerpos y lenguas en sal tras la oración entre esas sábanas, «peinando trigo, desgarrando piel». Pues la Nintendo que dejó Iwata posiciona al ser humano como centro del mundo, con esa frase mucho más reveladora de ahora tus juegos se adaptan a tu vida.
Ya no es el jugador usado por el branding PlayStation, es decir, el ser humano que fue deshumanizado de sus atributos, relegándolo al todo uniforme e impersonal que le otorga el mero acto de jugar, sabiéndose y sobre todo reduciéndose a ser un jugador, y abandonando cualquier rasgo definitorio de una personalidad en su mímesis con la tecnología, cambiando sus hábitos para ser ese jugador, entre colores oscuros anuladores de la realidad para definir una marca que en diseño cada vez se parece más a esos ratones gaming para PC, que fluorescean testosterona en un parpadeo incesante de luces azules y verdes, ya que ser jugador también implica seguir la profecía y entrar en la matriz, ¿qué necesitaréis?, para resolver ese conflicto y cualquier conflicto, da igual si Siria, si la white trash vociferante, si el New World Order, armas, muchas armas, lo más grandes posible y con los amigos reducidos a una lista de gamertags acompañados de una imagen predefinida, un array de números en la matriz virtual, con las sábanas limpias, inmaculadas.
La Nintendo actual, que por suerte dejó atrás el branding tóxico de postales familiares Neutrex Futura en tonalidades blancas asépticas, abrazando esta vez la disfuncionalidad de quienes deciden vivir en pecado y anteponen el sexo random sobre una mesa de la cocina, a niños correteando por el salón, es un holograma magnificado de Satoru Iwata ofreciéndonos una banana, real y tangible, desde el cielo. Porque Nintendo no quiere que te quedes viendo las tetas o polla de tu pareja a través del filtro háptico, pezones endureciéndose y glandes sonrojándose con el roce de un dedo, en la pantalla táctil de un dispositivo inteligente en su propósito de alienar/uberizar a la sociedad. La Nintendo actual quiere que mires a tu pareja fijamente a los ojos en vez de a una pantalla en ‘1-2-Switch’, metiéndoos unos tiros juntos con vestimenta de cuero y placa de sheriff, como en un western almeriense dirigido por Fassbinder. Para luego profundizar en la HD Rumble y sus usos creativos, introduce la experiencia Switch a los demás. Share the Joy-Cons, Placer-Conectados, mientras contáis cuántas bolas se mueven adentro, oh sí, más adentro, las sábanas empapadas y Nintendo Switch también adaptándose a una vida de perversión.
Derribando el telón virtual y sacándonos de la matriz, un mundo de tonos oscuros y Clonazepam que ahora se hace carne y colores tan vivos como los de la nueva odisea de Mario, donde nos quitamos el casco que nos aislaba de la realidad y volvemos a mirar a los ojos y sonreír verticalmente a los demás. Pues con el juego de seducción de las miradas, los que a él juegan comprendieron hace tiempo que la killer app de la VR, como el dinosaurio, ya estaba allí, y que los filósofos griegos ya asesinaban la realidad virtual, reunidos en torno a una mesa bebiendo alcohol, elixir del pensamiento occidental, que la killer app de la VR se llamaba banquete platónico, pero también sexo salvaje con cualquier desconocida mientras es proclamada la República Catalana, aislándonos del ruido mediático ensordecedor de un mundo en guerra ficticia e invisible, como aquellos ingleses que frente a los bombardeos alemanes y con el Adenoides gigante deslizando ominosamente sus tentáculos, eligieron no ser «vosotros, jugadores», y en vez de asir un fusil, se arrancaban furiosamente la ropa en la oscuridad de un búnker, alumbrando vida en un mundo de muerte, esperma derramándose frente a consignas unificadoras para una masa que habla en tiempo verbal autómata, el ‘Dark Souls’ de las masas, y que antes de Switch y con un conductismo pavloviano, reaccionaban al fluoresceo incesante de luces azules y verdes yendo a comprar la nueva entrega anual del simulador belicista mientras reclutan a sus amigos imaginarios, sábanas raspando que huelen a desodorante Axe barato, promesa no cumplida de fragancia a coño al despertar, del trabajador pendular que acude obediente a ticar en su trabajo mientras a la salida consume sueños.
Y los medios no escribían críticas sino reviews, y un diseño gráfico reminiscente de un periodo clásico era tildado como «retro» en vez de elección artística consciente por parte del creador, y piezas que se exhibían en galerías de arte y museos eran llamadas walking simulators en un tono peyorativo, pues el «vosotros jugadores» y la cultura gaming fomentada por Sony y Microsoft en su intento de seguir haciendo girar la rueda de hámster, era excluyente en cuanto a idealizadora de un arquetipo de jugador macho y eternamente adolescente que mimetiza con su peinado uniforme el de aquellos protagonistas de blockbusters occidentales con los que jugaba, cortes de pelo marciales para fundirse en una sociedad militarizada de culto a las armas, a la silicona en las tetas y a los coños depilados en actrices rubias oxigenadas del porno en VHS de los 90. Coños asépticos que no sepan a coño sino a jabón y Vaginesil, conformando una masa asocial imbuida por parafilias nunca consumadas, que ensueña a través de la tortura cruel a mujeres en el trailer de ‘The Last of Us Part II’ mientras celebran el hecho de ser jugadores. De los últimos de nosotros haciendo girar la rueda de hámster en expresión de un pánico atroz a la soledad, de a no más conversaciones en un salón sobre la ficción del euríbor y el ruido de Fernando Alonso quemando neumáticos hasta la meta, con mujeres que ya no leían poesía y la cambiaron por los colores de una bandera pintada en sus rostros, y esposas de abogados falangistas que se olvidaron de acometer adulterio con el primer Antonio Vega que lloviese sobre sus tejados, las sábanas perfectamente dobladas al despertar en matrimonios entre Peter Pan y Hannah Montana, que llora con los delfines.
Y mientras la cultura gaming no agonizaba, pues estaba muerta ya, y desde hacía tiempo los videojuegos habían pasado a ocupar galerías, exposiciones en museos, secciones en los más importantes diarios y en publicaciones sobre arte contemporáneo, no exhibiéndose ya en ferias sino en certámenes y festivales, habiendo contagiado el lenguaje cinematográfico y ocupado un espacio referencial en literatura, impartiéndose en universidades con tu madre jugando en su tableta y tu hermana con tu sobrino pequeño, e incluso tu cuñado de Ciudagramos resultando ser un experto en FUT, con Carles Puigdemont empezando su partida a ‘Super Mario Odyssey’ en España, continuándola en la República Catalana y terminándola en Bélgica, pues Switch es la consola que se adapta a tu vida secesionista, y con Eduard Punset jugando en su 3DS y el párroco que de pequeño te preguntaba si tenías agujeros en el bolsillo del pantalón, también jugando debajo de su sotana, la revista Edge en España se dedicaba a publicar bellas elegías sobre vuestra muerte, jugadores, en forma de portadas pintadas con acuarela que nos distrajesen del contenido real en sus páginas interiores, sábanas de camas que en los años 80 esconden revistas porno debajo del colchón, y camisetas de tirantes blancas con lamparones de sudor, de editores que son incapaces de partirse la cara públicamente para defender a sus redactoras.
En un medio que en la última década, y como tantos otros ahora agonizantes, dejó de ser un termómetro del videojuego contemporáneo. Quedando cruzado de brazos ante sus nuevas mutaciones, monotemático en su cobertura del blockbuster de Hollywood exudante de testosterona. Ignorando la revolución digital de una escena de desarrolladores independientes estrechando los límites del medio, elevándolo a nuevos horizontes creativos, derribando la barrera de entrada para acercarlo al conjunto de la sociedad, con un número ilimitado de planteamientos estéticos, enfoques temáticos y formas de interaccionar con el público. En un año en que ‘Dream Daddy’, un simulador de citas entre padres homosexuales, había logrado vender el cuádruple que ‘Agents of Mayhem’ en Steam. Y en que que ‘Passpartout: The Starving Artist’, una sátira sobre la escena artística parisina en que debemos pintar atrocidades pixeladas culto al Paint mientras gestionamos nuestra adicción al vino barato, colocaba el doble de copias que ‘Lawbreakers’, última oda de Cliff Bleszinski al jugador macho bebiendo cerveza caliente en la parte trasera de una ranchera y a su obsesión por las armas de fuego, levantar muros y fronteras, follar con condón, sábanas en camas con crucifijos colgando de la pared para perpetuar una tradición, postura del misionero con las luces apagadas para que la rueda del hámster siga girando.
Porque quizás al público ya no le guste follar con condón ni las redes de seguridad, y en 2017 la escena de desarrolladores independientes se sorprendía de que sus juegos vendiesen más y se convirtiesen en hits instantáneos en Nintendo Switch, un ecosistema cuya publicidad no había sido dirigida a los jugadores como algo excluyente y conformando una masa uniforme, vestigio de una visión del medio que agoniza, sino al conjunto de una sociedad en que el videojuego está integrado desde hace años como forma de ocio normalizada, del mismo modo que ya no hablamos de internautas, pues es la ciudadanía la que usa internet de forma cotidiana. Ya que Nintendo ya no buscaba su propio océano azul, crear un nuevo público, pues sabía que éste existe ya desde hace más de una década, lo que ahora perseguía era derribar la frontera entre ambos públicos, unirlos en un mismo ecosistema no excluyente, humanizando el videojuego. Y frente al rictus de seriedad del «jugador» mostrado en el branding de la competencia, que aprieta los dientes con fuerza disparando un arma mientras dirige una mirada pasivo-agresiva al espectador, expresión de la neurosis imperante en el siglo XXI, Nintendo elige el leitmotiv de la sonrisa como forma de relacionarnos con los demás, pues no eran los gráficos, ¡estúpidos!, y todo el mundo dibujó una sonrisa al unísono con ‘Super Mario Odyssey’, saliendo a la calle y bailando como en un musical de Broadway para celebrar una de las máximas expresiones creativas en el medio, y que usa una temática tan adulta como la imaginación, la fascinación por las mecánicas a modo de juguetes resorte para experimentar con el mundo, misma fascinación y joie de vivre de descubrir la sexualidad por primera vez a través de un nuevo cuerpo, o de experimentar con tu pareja para hacer que todo vuelva a ser nuevo, reinventar vuestros cuerpos a través de nuevos roles, poseyéndolos, gimmick fundacional en ‘Super Mario Odyssey’, mientras saltáis en paracaídas, recorréis un nuevo país en autocaravana y las manos que nunca dejaron de tocar debajo de la mesa en un restaurante, con máscaras de lucha libre mexicanas sobre un escenario y líneas de Hammond abrasivo con música surf rock entre lencería de encaje, las sábanas usadas en un motel del casco antiguo en cualquier ciudad aún por explorar, encuentros inciertos un lunes a las 12 de la mañana, sandbox de manos, bocas, sal y saliva, y Alicia que entra a través del espejo en el reino champiñón.
Al mismo tiempo, Jim Ryan hacía en la Paris Games Week como si la rueda de hámster no hubiese dejado de girar, repitiéndonos que no existía un mejor tiempo para ser «jugadores» mientras nos bombardeaba con imágenes de tortura porno a mujeres. Y Phil Spencer giraba de gira en la rueda de hámster presentando Xbox One X, hablándonos de circuitos de silicona en actrices de cine porno en los 90, especificaciones técnicas y elementos deshumanizadores, la erótica de los coches veloces como sustitutivo del sexo en el mundo masculino, de los caballos de potencia que se olvidan de la mística de la road movie y la importancia del viaje iniciático, de un sense of wonder con que Nintendo supo conquistarnos en 2017. La sonrisa y la imaginación como elementos creacionales, humanizadores, de fluido de musas salpicando los rostros, de sandbox de cuerpos, HD Rumble y Placer-Conectados. Sábanas con marcas de cigarrillo, una pastilla de chocolate negro en la mesilla, con una novela de Alejandro Hermosilla y las notas repetitivas de un disco de Swans. Que nos ayudan a recuperar un atisbo de cordura en el siglo XXI esquizoide.
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