por Elena Flores
7 marzo, 2019
El primer paso para salir del pozo de sólo jugar a juegos que has rejugado es acudir a la estantería y rescatar alguna de esas cajas que te llegaron el día de salida y siguen ahí, inmaculadamente precintaditas o sólo mancilladas para abrir, aspirar el olor a juego nuevo, cerrar y volver a colocar en el interminable backlog físico. Esta vez reduje el ejercicio a los criterios más primarios, y mi mano fue a la caja más grande que había en la estantería: una aparatosa edición coleccionista de ‘Moonlighter’ cuyo contenido, para qué mentir, me dejó tremendamente decepcionada. ¿Una desastrosa anticipación de lo que me deparaba el juego?
Afortunadamente, conseguí vencer mi lado añonegro —que diría mi compañero Fernando Conde— y me dispuse a darle una oportunidad al juego sin tener ni idea de a qué me iba a enfrentar. Sí, lo reconozco: compré ‘Moonlighter’ por la isométrica y los pixelitos, sabiendo poco más que el hecho de que había mazmorreos temático-desbloqueables de por medio con mecánicas roguelike. Y eso fue exactamente lo que encontré en una cara de la moneda; en la otra, tras mazmorrear, me tocaba regentar una tienda donde darle salida a todos los cachivaches que había encontrado en mis aventuras para amasar dinero con el que financiar equipamiento, pociones y el crecimiento de un pueblo que parte con el mismo nivel de actividad que Marina D’Or en diciembre.
‘Moonlighter’ empieza suavecito, poco más que mimbres del dungeon crawling, con mapas procedimentales sencillos, cortitos, y enemigos con patrones simples y poco variados. El combate tampoco tiene mucho donde rascar —de hecho, comenzamos armados con una escoba, en lo que espero que sea un maravilloso guiño a ‘Anodyne’— y aunque todo esto me hizo temer que no hubiese nada que sustentase el tedio de morir y perder de forma repetida, fue gracias a esta sencillez que todas las iteraciones fueron suaves, a través de una barrera de entrada casi inexistente. Para cuando podría haber comenzado a aburrirme, ya le había pillado al juego el punto suficiente como para profundizar un poquito más a nivel de complejidad: unas monedas en el bolsillo que se tradujeron en un mejor y más variado equipamiento y mayores posibilidades de enfrentarme a las fases más avanzadas de la primera mazmorra. Y lo más importante: a incursiones más largas y productivas, mayor acumulación de cacharros que vender, más dinero y otra vuelta más del ciclo. Nada como el buen diógenes digital para crear engagement.
Por supuesto, no todo es matar, recoger y vender. Ese punto de riesgo-recompensa que separa un paseo por el campo de un equilibrio en el abismo también está presente —¿qué sentido tiene si no hablar de roguelike?— porque si morimos en mitad de una incursión a una mazmorra, perdemos todo el contenido de nuestra mochila y sólo conservamos lo de los bolsillos. En cualquier momento podemos echar mano de una salida o pausa de emergencia, cuyo coste se incrementará de forma proporcional a lo que hayamos progresado en la mazmorra, en una mecánica que funciona como engrasada con mantequilla, o si no que se lo pregunten a décadas de entretenimiento televisivo construidos en torno al “¿Te plantas o sigues jugando? ¿Quieres abrir la puerta o la caja?”.
A la hora de ser el magnate pueblerino, lo más disruptivo resulta realizar la gestión de nuestra tienda en tiempo real. No colocamos los productos, fijamos un precio y pasado cierto tiempo se han comprado, sino que realmente abrimos la tienda y los compradores comienzan a acudir hasta la hora del cierre, merodeando alrededor de los mostradores y expresando su reacción a nuestros precios. Este feedback es lo que nos guiará a la hora de ir ajustando el coste de lo que ofrecemos.
A pesar de tener que andar pendientes y poder corregir las cosas en tiempo real junto con otras mecánicas que nos obligan a intervenir —tener que placar a un ladrón que intenta robarnos, por ejemplo— jugar a ser tendero en ‘Moonlighter’ tiene muchas papeletas para acabar siendo un proceso demasiado repetitivo que ni siquiera las mejoras que efectuamos sobre la tienda pueden paliar. Alternar incursiones con venta mantiene el equilibrio de forma más o menos solvente, pero el problema llega cuando acabamos con la mochila y el baúl de casa llenos de cacharros a los que es imposible dar salida si no es abriendo el negocio varios días seguidos.
Una vez despiezadito todo, la pregunta del millón: ¿merece la pena ‘Moonlighter’? La que aquí escribe está enganchadísima al juego, porque la manera en la que está construido me permite alternar ratitos pequeños con partidas más largas: un par de salas de una mazmorra o una apertura de tienda contra varios ciclos de recolectar y vender. Hay cinco grandes mazmorras, y doy por hecho que, una vez superadas, el juego no tiene nada más que ofrecer salvo intentar amasar más fortuna y mejorar nuestro equipamiento y pueblo al máximo. Para todos los enamorados del farmeo y exprimido de drops, me temo que no hay un aliciente suficiente como para quedarse tras los créditos, porque el índice de aparición de los objetos es totalmente arbitrario y puede resultar desesperante para los complecionistas. Para los que nos contentamos con disfrutar de una mezcla bien hecha de algo conocido y a la vez diferente, creo que ‘Moonlighter’ permite amortizar de forma más que solvente la inversión que requiere antes de que su fórmula empiece a agotarse y consigamos escapar del ansia de acumular cosas para poder venderlas y acumular dinero con el que comprar más cosas… que acumular.
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