El Macguffin tecnológico

La mecánica vírica

por

12 diciembre, 2016

Ilustración original de María Pérez (Kitsune)

Otro combate aleatorio. Pulso el botón tres veces más y vuelta a empezar. Hace media hora que no pulso otra tecla, pero, ¿qué importa? La victoria es mía. Apago el monitor del PC para dedicarle un rato a mi juego de lucha favorito. Vaya, otra vez tengo que abrir el gamepad para cambiar ESE botón. Será mejor que coja mi móvil. Creo que sé la solución al puzle de ese maldito nivel. Pulso dos veces aquí y… ¡voilà! ¿Cómo no lo habré visto antes? ¡Si es lo mismo de siempre! Un momento… ¿qué está pasando?

Dicen los más radicales que el videojuego nació siendo un acto terrorista. En la era en la que los ordenadores ocupaban habitaciones enteras, su uso estaba restringido a un pequeño grupo de privilegiados. El concepto developer se encontraba todavía lejos de engendrarse y lo más parecido a un desarrollador eran hackers de medio pelo vestidos con pajaritas rojas y gafas de culo de vaso. Estos personajes eran auténticos ratones de biblioteca que, bajo su apariencia débil y respiración asmática, ocultaban actitudes desafiantes e inconformistas, dispuestas a hacer saltar por los aires las leyes de la más rancia tecnología. Por mucho que esas no fueran sus intenciones.

Por aquel entonces, la informática era una ciencia selecta. Tan pronto se fascinaba con el teletipo como ponía a los monitores CRT en el mismo escalafón que los reactores nucleares. Como era obvio, el desarrollo libre de programas era considerado una perrofláutica utopía rebelde y, por ende, llenar de divertimento a la tecnología se trataba de un deseo tan estúpido como inalcanzable. Cosa de nerds y hippies comunistas. Todos sabían que ese sueño no tendría cabida, al menos, hasta que la computación no saliera de un territorio plutocrático. No obstante, entre la falta de poder adquisitivo de las clases medias y la necesidad de grandes espacios para la instalación de esas enormes máquinas, la batalla estaba perdida incluso antes de empezar. Quizá, si este contexto hubiera sido más favorable y la mentalidad del momento menos intransigente, Steve Russell nunca se habría atrevido a crear ‘Spacewar’ en 1961. Sin quererlo, el videojuego nació con el propósito de provocar al sistema, encadenándose a sí mismo a esas pantallas de tubo que el destino quiso que se convirtieran en estándar. Ésta es la otra historia de los videojuegos: la de su conexión intrínseca con la caja tonta. Y eso que Russell jamás pensó que lo que salió de su cabeza podría ser considerado un juego.

Russell Spacewar Mashing

El macguffin tecnológico

Es extraño, pero la tecnología parece estar viva. Casi como si se tratara de un organismo biológico, los dispositivos actuales están influenciados por sus predecesores, como si habláramos de genética. En otras palabras, los videojuegos son como son gracias a esa conexión con el fascismo computacional de la época de Russell. Él fue el primer portador, el creador de un virus que terminó por convertirse en plaga y cuyo medio de transmisión parecía ser la pantalla de un monitor. Durante mucho tiempo esta afirmación se consideró un axioma, pero, un día, las cosas empezaron a cambiar. Primero fueron las cámaras de fotos; poco más tarde, las de vídeo. Nintendo se presentaba como un lunático obsesionado con la captación de imágenes. Y es que su hardware, desde 1998, con la aparición de Game Boy Camera, empezó a venir acompañado de periféricos que trasladaban la diminuta pantalla de sus portátiles a segundo a plano. La revolución icónica no tardó en llegar a la sobremesa de la mano de la competencia, pero esta tecnología adyacente no trascendió en el momento de jugar. El monitor continuaba siendo el protagonista indiscutible a la hora de mancharse las manos.

La mecánica del videojuego puede estar supeditada al dispositivo pero es ella la que marca las directrices de la evolución

Sara Is MissingEl gran golpe se encontraba lejos de todo eso. Provino de otra industria, de una que ni siquiera estaba preocupada por el ocio electrónico. Ajenos a lo que vendría después, la aparición del teléfono móvil dejó boquiabierto a todo el sector. El mundo de la telefonía y el videojuego se entrelazaban para disfrazarse mutuamente, creando dispositivos híbridos que llamaron la atención de todos. Pero dicha revolución no era más que eso: un disfraz. Al fin y al cabo, la pantalla del teléfono móvil era una consola portátil encubierta. El verdadero mazazo llegó con los smartphones, cuando esa afirmación se convirtió en dogma. Dicen que el llamado teléfono inteligente fue el que cortó la cadena invisible con la que los monitores tuvieron apresado al ocio electrónico durante casi cinco décadas. La tecnología táctil de Nintendo DS llevada a la máxima expresión hizo que el monitor, la pantalla, se comiera a su creación. Y para colmo, como Saturno devorando a sus hijos, los dispositivos de realidad virtual convierten al aparato en protagonista, anteponiendo la experiencia al videojuego.

Pero paremos el carro y recordemos el carácter biológico de la tecnología que decíamos al principio. Sólo jugando a títulos que reivindican una nueva forma de jugar, que ponen el grito en el cielo por arrancar al videojuego de las garras del monitor, nos damos cuenta de que la supuesta evolución no es más que un mero Macguffin. Un Macguffin tecnológico. ¿Acaso no nos estamos olvidando del virus para preocuparnos únicamente de los síntomas? Aunque haya señales que indiquen que jugar delante de un monitor difiere en forma y fondo de la nouvelle vague del videojuego, lo cierto es que estos títulos no son libres de la dictadura de Russell. Sus rasgos ponen de manifiesto esa herencia proveniente del siglo XX en cuanto a limitación técnica se refiere. No desviemos la atención del germen: la mecánica del videojuego. Aunque se encuentre supeditada al dispositivo, es ella la que marca las directrices de la evolución. Y nadie más.

No nos damos cuenta, pero el monitor nos hipnotiza. Lo mismo podemos decir de la pantalla táctil, de la tecnología 3D y también de la realidad virtual. Sus luces nos hablan, nos convencen de que ellas son lo más importante. Cada vez que su intensidad cambia, su colorido nos hace enloquecer, boquiabiertos ante su realismo o poder de abstracción. A partes iguales. Aseguran que ellas son lo verdaderamente importante. «Hacia la luz» nos dicen. ¿Tendrán razón? ¿Son ellas las que determinarán el futuro del ocio electrónico? En frío, la industria del videojuego parece haber perdido el norte por estos cacharros luminosos, pero a lo que nos estamos enfrentando es a una derivación múltiple. A lo que empezó siendo una dicotomía historia-mecánica, se le añade un nivel más de complejidad: la experiencia atada a unos gráficos. Sin embargo, esto es desviarse demasiado del camino original, casi como crear una obra derivada. El virus que Russell engendró continúa incubándose en muchas de estas experiencias, porque son incapaces de esconder su pasado. Ese virus tiene nombre y apellidos: button mashing. La ciencia siempre fue accidentada.

'Sara Is Missing'

Caso práctico: Sara Is Missing

Uno de los aspectos que más se valora de un videojuego es su inmersión. Bien sea provocada por su historia o por su manera de jugar, el medio que lo transmite juega un papel fundamental. Sólo una combinación armoniosa de estos tres elementos es capaz de hacer olvidar todo lo que tenemos a nuestro alrededor y sumergirnos en otros mundos. Un ejemplo lo encontramos en ‘Sara Is Missing’ del estudio asiático Monsoon Lab. Es cierto, creedme. El título embriaga al jugador desde su inicio. La culpa la tiene su interfaz, que simula un teléfono móvil, creando una experiencia basada en el lenguaje táctil de los smartphones. Un movimiento poco común en la industria y que, a simple vista, propone un sistema novedoso, lejos de lo que estamos acostumbrados. Pero no. Cotillear el teléfono de Sara requiere de mecánicas simples y poco especiales. No tardaremos en darnos cuenta de que ‘Sara Is Missing’ es una aventura gráfica similar a las de antaño, las de point and click, sólo que ha nacido en el momento perfecto. Un momento en el que al jugador le cuesta cada vez más ponerse delante de un televisor y en el que el teléfono móvil se ha convertido en una parte indispensable de nuestras vidas. Monsoon Lab llevó a ‘Replica’ al extremo y ésa es su mayor baza. Haciendo una radiografía al título es fácil observar una gran similitud con sus congéneres pretéritos, pues su columna vertebral se basa en la más primitiva de las mecánicas: el button mashing. Bueno, más bien en su versión 2.0.

Pulsa, arrastra, mantén pulsado y vuelve a pulsar. Game over, te has pasado el juego. Así escrito suena horrible, pero funciona. Y nos gusta que así sea. Si los videojuegos fueron un acto terrorista en la década de los sesenta, hoy lo es el button mashing. La mecánica se niega a morir, reivindica su existencia mientras una crítica cada día más atroz la estrangula con firmeza. Su mera presencia incomoda y fustiga el estatus artístico al que el ocio electrónico parece aspirar, quizá porque el machacabotoneo nos recuerda su verdadera cara, sin maquillar y lejos de los alardes de grandeza. El button mashing viene a ser, así, esa muela del juicio que dicen que está condenada a desaparecer por las leyes de la evolución, el apéndice del entretenimiento digital.

Núcleo viral

Hubo un tiempo en el que esto del machacar botones era la mejor de las soluciones. Tiempos gloriosos donde pulsar repetidamente una misma tecla era casi un orgullo, hasta tal punto que se creaban géneros alrededor de este hecho tan insignificante. Sin embargo, nada es para siempre. El imperio rompededos acabó por desmoronarse en la generación de los dieciséis bits, aunque sigamos sufriendo sus últimos coletazos en obras menores contemporáneas. Para una buena parte del sector, el button mashing es el vivo reflejo del mal diseño, algo a evitar, pues aporta más carencias que soluciones. El virus.

La mecánica del button mashing no tuvo más remedio que aprender a ser invisible

ttt2cgichristieLiteralmente, el concepto hace referencia a cómo de rápido puede un jugador apretar los botones de un gamepad, teclado, joystick stick o cualquier otro dispositivo susceptible de ser pulsado. Otros apuestan por un sentido más técnico cuando relacionan el término con la habilidad y rapidez para llevar a cabo combinaciones de botones. Al final, todo esto no importa. Con la aparición de una tecnología más sofisticada, los videojuegos se volvieron productos exquisitos, haciendo que el público demandara mecánicas más complejas. La sencillez parecía bañarse en ignorancia, queríamos que nuestro cerebro volara en mil pedazos en genialidad creativa. El button mashing clásico quedó relegado a un segundo plano: fases de bonus, momentos puntuales dentro de un título, secuelas de sagas venidas a menos, etc. Al menos, en apariencia. La mecánica del button mashing no tuvo más remedio que aprender a ser invisible.

Si tomamos al caso de ‘Sara Is Missing’ como referente, pronto nos daremos cuenta que muchos géneros cubren sus necesidades básicas a partir del virus. Hack and slash, musous, shmups, lucha, aventura, RPG incluso, son algunos ejemplos de cómo es posible apropiarse de su esencia, haciendo del núcleo viral su esclavo, congelándolo para subsistir. Más sabe el diablo por viejo que por diablo. Esto, en muchas ocasiones, saca de quicio al jugador exigente, como si la mecánica consistiera en apretar botones sin ton ni son. Dicen que el button mashing arruina la experiencia jugable. Pero la verdad es que sólo acaba con ella cuando existe una alternativa, cuando el desarrollador plantea una razón para dejar de machacar ese botón. Más bien, cuando nos obliga.

Es curioso, pero el button mashing tiene algo que encandila. Quizá sea porque otorga supremacía al jugador, pues la victoria se encuentra al alcance de un solo dedo. Nunca fue tan fácil derrotar a poderosos enemigos o exterminar a hordas de soldados. El button mashing nos lo pone fácil: es la ley del mínimo esfuerzo. De nada sirve tener infinidad de hechizos en un RPG si con sólo elegir la opción de ataque tenemos la victoria garantizada. ¿Para qué queremos un combo de diez pulsaciones si es más fácil dar puñetazos sin cesar? ¿Y quién no ha disfrutado como un enano con el ‘Tekken’ moderno y las habilidades aleatorias de Eddie y Christie? Un juego implica la victoria, llegar al final, resolver el enigma. La manera de llegar a ese punto depende de cada uno y el button mashing es una forma tan lícita como cualquier otra siempre que esté justificada. Y la diversión es la mejor de las excusas.

No busquemos un chivo expiatorio. Estamos tan obsesionados con el hardware, tan obnubilados con impresionar con mecánicas imposibles, que parece que nos hemos olvidado de lo más importante: que estamos hablando de juegos y no de reactores nucleares. Dicen que todo vuelve, y puede que sea cierto si pensamos en la época de Russell. El Macguffin tecnológico capta nuestra atención y nos olvidamos de lo que de verdad importa. Dejemos de ser intransigentes y permitamos llenar de banalidades y de divertimento a la tecnología. No pasemos por alto la herencia y hagamos de los videojuegos monstruos sin pasado. Y por favor, dejen al button mashing tranquilo. Que el virus siga extendiéndose. Con o sin monitores. A ver hasta dónde llega.

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