GreedFall
La codicia del hombre de piel blanca

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26 septiembre, 2019

«La era del Viejo Mundo está llegando a su fin. El continente está contaminado, superpoblado y devastado por una pandemia mortal e incurable. Sus habitantes sucumben ante la desesperación. Pero se avista un tenue rayo de esperanza en el horizonte: han descubierto una isla, remota y oculta. Teer Fradee… una tierra a salvo de la plaga de la malichor, un refugio lleno de vida y naturaleza salvaje alejado de la mano del hombre. La isla promete riquezas, pero también representa la única esperanza de la humanidad para encontrar la cura de la malichor. Durante tu búsqueda de la cura, explora un nuevo mundo en esta isla recóndita que rebosa magia junto a colonos, mercenarios y cazatesoros»

Acabo de terminar ‘GreedFall’. Créditos y fondo negro. Un fin que me lleva a otro, a esa especie de vacío budista, el sūnyatā que igual sirve para referenciar «una comprensión ontológica de la realidad, un estado meditativo o un análisis fenomenológico de la experiencia». No te asustes, será la última concesión que haga al diccionario. Realmente no sé qué decir. La entradilla venía con la nota de prensa. Si esto fuera un análisis de producto no tendría mucho que meditar: cómpralo. Merece tu dinero, vale la pena intentarlo. Total, dentro de unos años, cuando sientas la arcada completista, lo verás en tu estantería, precintado, momento para aprovechar el oportuno descatalogue y sumar doscientos euros a tu cuenta corriente.

De Spiders, el estudio parisino responsable, ya hemos hablado en alguna ocasión: «supe que haría algo grande en el futuro». Traigo la cita de cierre porque las analogías con aquella primera relación son una comparación pobre, cómoda, infantil y, aún, acertada. Spiders posee esa extraña capacidad de enmascarar defectos y hacer creer que sus carencias son juegos de cartas, intenciones veladas. Pero, ¿es acaso una cicatriz un defecto? ¿Y una mancha de nacimiento?

Spiders nació cuando un grupo de veteranos desarrollaron un capricho rolero, ‘Silverfall’. Los años dieron la razón a su aspiración en el doble A, con ‘Faery: Legends of Avalon’, ‘The Technomancer’, la colaboración en ‘Gray Matter’, el defenestrado ‘Of Orcs and Men’ y el apoyo en algunos ‘Sherlock Holmes’ (‘El testamento de Sherlock Holmes’ y ‘Sherlock Holmes vs Jack el Destripador’), de donde este ‘GreedFall’ arrebata incluso ideas completas. La última inyección monetaria es fruto de BigBen Interactive, distribuidora que absorbió Spiders hace algunos meses y que ha centralizado los trabajos de Cyanide Studios, de Kylotonn —desarrolladores de la serie WRC—, los de Focus Home Interactive y, según se rumorea, igual hará con los de Dontnod Entertainment. Una relación común que hallamos también entre animadores, actores de doblaje o la joya de la corona: Olivier Deriviere.

Compositor de cabecera en Spiders, la citada Dontnod y Farm 51, con Asobo Studio firmó ‘A Plague Tale: Innocence’ mientras cerraba las casi dos horas de ambientes para ‘GreedFall’. Un talento poderosísimo, un camaleón responsable de alguna de mis OST favoritas en este negocio —‘Remember Me’, para más señas—. La pieza de apertura, ‘The Fallen Hope’, sirve además como recurso para ejemplificar todo lo bello y lo feo, lo bueno y lo malo de ‘GreedFall’: la épica desbocada, la ambición y el placer evidente en sumar de aquí y allá, la ausencia de tendón conectivo, el sandwich mixto entre cardenales, obispos y alquimistas, comandantes y vasallos, luchando por una porción de tarta mágica.

‘GreedFall’ arranca in media res. Un par de presentaciones y al lío. Una de las primeras misiones subraya las líneas globales a seguir: un tipo ofrece pócimas para cualquier cualquier afección menos la malichor, una especie de peste que va devorando cuerpo y mente hasta dejar a sus víctimas en la absoluta inanición. Estamos en plena Ilustración, arrastrados por el avance imparable de una nueva medicina, arquitectura, moda o metafísica. Ataviados con nuestra capa a confección podremos reprocharle que aquello no es ciencia, robarle una muestra e invitarle, bajo amenaza, a probar su propia medicina. Ante la negativa nos quedará elegir entre delatarlo a las autoridades o encubrir su huída por la puerta trasera de una ciudad que sufre un mal endémico. Nada de asesinarlo: nadie reacionará al desenvaine más allá de los grupos de atacantes que nos aborden aquí y allá —el resto ni se inmuta, dentro y fuera de las ciudades—. También podemos, por poder, ignorar esta misión y seguir adelante con la trama principal, lo que marcará un punto de no retorno y una señal de fracaso en la secundaria.

Comenzamos en Sérène, la ciudad castiza de tonos ocres que sirve de tutorial. Cada callejuela y cada misión están dispuestas para entreabrir los rudimentos del juego, sin agobios ni encargos amontonados. Los distintos territorios, como en ‘The Witcher’, están acotados por zonas de descanso. Un alto donde reponer pertrechos que la partida aprovechará para cargar el nuevo escenario. Y pronto llegará, como un coro de aves migratorias, la promesa de navegar hasta Nueva Sérène. Se avecina un horizonte multicultural de mundos prometidos más allá del viejo continente, de estas murallas intelectuales. Un cosmos que se abre de par en par, a la manera del primer ‘Mass Effect’ tras escapar de Eden Prime, y que encapsula una Europa de folklores simplificados: de los ecos gaélicos a las islandesas tierras negras, aquí denominadas Tír Dob; del nórdico Magasvár al teutón Wenshaganaw o la propia Nueva Sérène, esa mezcla de aroma sureño entre la Aquitania medieval y la Habana pirata de mediados del siglo XVI.

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Y esto es ‘GreedFall’, una heterogénea suma de ingredientes: la planificación urbanística de ‘Assassin’s Creed Unity’ —a lo que añadir su pocho sigilo—, el folklore y bestiario visto en ‘The Witcher 3: Wild Hunt’ —junto a un sistema de creación de trampas y rastreo de pistas—, mazmorras con acertijos a lo ‘The Legend of Zelda: Breath of the Wild’, una barra de furia que bien podría recordarnos a la bestialidad de ‘BloodBorne’, las gestión de decisiones basada en binomios donde “no hay respuesta correcta” —spoiler: sí la hay—, las puyas colonialistas que la saga ‘The Elder Scrolls’ lleva años alimentando, la dirección de grupo propia de ‘Dragon Age: Origins’ —con sus respectivas pausas tácticas—, de profundidad justa, y esa libertad para compartir inventario a lo ‘Dragon’s Dogma’, el affaire literario de ‘Kingdoms of Amalur: Reckoning’, la complejidad mecánica de cualquier RPG de mundo abierto —se me ocurre ‘Horizon: Zero Dawn’, con esos explícitos “ve a tal sitio y haz tal cosa”—, la ambientación de un ‘Fable III’ revisionado por obra y gracia de los últimos avances en iluminación dinámica, y esa obsesión por el dropping y la estadística tan ‘Diablo’. Palabras mayores, tal vez. ¿Son los zapatos más grandes que sus pies? También.

‘GreedFall’ habla de la caída de un mundo presa de su propia avaricia

La capital de cada nación es apenas la cúspide de un clan. La Alianza del Puente emula la hospitalidad musulmana y es, en cuanto a ciencia, alquimista; Thélème cuenta con su propia Inquisición fatalista y sus cristianos menos radicales; los nautas van a su rollo pirata, aunque los rige un estricto código de honor —mientras que en la Congregación de Mercaderes hay más ladinos que ingleses—; y los Insulares de Teer Fradee viven como un conjunto de tribus, diferenciadas, pero políticamente anexionadas como un archipiélago.

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El mejor trabajo de escritura está aquí: hay racismo y brechas culturales, invasión e inversión, pero también mestizos que medran, acuerdos forzados y pactos incómodos pero comercialmente funcionales. El propio título lo define: ‘GreedFall’ habla de la caída de un mundo presa de su propia avaricia. En cuanto al modelo sobre cómo entablamos amistades, la fórmula es simple: haz primero todas las secundarias si quieres abrir al completo el abanico de opciones en las principales. Asume cada encargo de mierda y ayuda con denuedo a cada mindundi, y serás querido en plural. A diferencia de otros ejercicios temáticos del estudio, completar una misión aquí es más fácil que hacerlo en ‘Sherlock Holmes’. Si no atendemos al sigilo podemos fallar nodos de misión, aunque rara vez romperemos una misión. Es verdad que podemos optar por la diplomacia, el engaño o la fuerza. No es cierto que alteramos el curso de la historia: de los cinco finales distintos y consecuentes con los niveles de afinidad sobre cada alianza, los cinco se resuelven en la misma escena, donde cabe debatirse entre matar o dejar vivir a un mismo eje troncal.

En cuanto al cómo y el con qué, el árbol de desarrollo de personaje se estructura en tres familias: puntos de habilidades, de atributos y talentos. Los primeros atienden a cómo y con qué atacaremos. Los atributos definen nuestra constitución —agilidad, fuerza, precisión o voluntad— y los talentos orbitan en torno a nuestra capacidad de hacer la cencia: carisma, vigor, artesanía, intuición y nuestra destreza forzando cerraduras. En suma, la habitual tabla de personaje desmembrada en tres submenús. Más posibilidades de diseñar la perfecta máquina de mentir a la cara sin sufrir secuelas, y más tiempo malgastado navegando entre pestañas.

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El sistema de afinidad, definido como “reputación”, se vertebra sobre las seis facciones regionales del juego. Seis facciones que también ejemplifican nuestros escuderos: Kurt, Vasco, Siora, Petrus y Aphra encuentran semejanzas con distintos aspectos de nosotros. En nuestra mano está enriquecer la relación hasta el romance o facultar la disputa. O desarrollar una sobria lealtad que beneficie a las dos partes. ‘GreedFall’ quiere ser jugado por las buenas. Castiga la muerte, pero abraza los puntos de guardado constantes; penaliza el exceso de peso, aunque puedes seguir andando ligero; amontona misiones, pero te recuerda que, bueno, no te agobies, «lo miramos cuando tengas un rato».

‘GreedFall’ es el perfecto juego al que sacarle los colores. Algunos son resultado del presupuesto y su dimensión creativa, otros son meras manchas de nacimiento. Y otros son las evidentes señas de un trabajo incompleto, fruto ya no de anhelos sino del apetito por querer ser otra cosa, por imitar con celo y tropezar en algo básico: no haces historia heredando la historia de otro. Sí, está claro, el videojuego es el medio más bastardo en esta cuestión. El clon de un clon, la secuela de otra. La innovación está sobrevalorada. Pero aún confío en el músculo y la voluntad de Spiders por erigir algo distinto, donde esa birthmark sea una runa única. Desde los cimientos. Se ha repetido como una letanía la frase «GreedFall hereda lo mejor de ‘Dragon Age’», «GreedFall llena el vacío de la Bioware tradicional». Flaco favor hacemos concluyendo que la identidad genuina de Spiders es sólo el hurto de un ADN ajeno. ¿Cuál es la naturaleza de Spiders? ¿Dónde está su voz propia, que yo la vea?

‘GreedFall’ es también un claro ejemplo de juego donde una dificultad enervante transforma la perspectiva. Borrar de la pantalla todo indicio de artificialidad, la iconografía que señale “esto es un videojuego”, ayuda a bebernos esos callejones de chiaroscuro, esas plazas del castigo, esas higrometrías portuarias o las praderas coloreadas de yerba fresca. La brújula y la imposición de asumir encargos, o las tareas que nuestros propios secundarios nos suplican —y que, de hacer caso omiso, no redundarán en penalizaciones, aunque sí en celos— arrastran a cualquiera a la automatización, a ir cumpliendo cada objetivo como la tediosa rutina de la que sólo te desprendes cuando la paciencia estalla.

‘GreedFall’ es, al fin, un juego víctima de su propia ambición: pese al notable doblaje, a un ejercicio esforzado de tonos y timbres, donde podemos reconocer todo un muestrario de acentos sajones, a veces se dirigen a nosotros en masculino. Al azar. Somos De Sardet, estimado sobrino del príncipe Constantin D’Orsay. Si elegimos un personaje femenino, da igual el idioma, está en el guión: somos su sobrino.

A veces las salas cargan vacías hasta que aparecen los figurantes, una sensación de desconexión que, junto a las caídas de frames y accidentes con la sincronización vertical, derriban ese flujo que Spiders se esmera por construir. Los movimientos al desplazarnos son bruscos, otra herencia de ‘The Witcher’, y una jugabilidad problemática hasta para coger objetos o seleccionar enemigos. El audio vive sus propios cuelgues. Animaciones faciales de generación pasada frente a cielos hiperrealistas. Alimañas congeladas y cámaras atascadas chocando contra los objetos de los escenarios. Una cámara, por cierto, de acompañamiento en tercera persona que se bambolea ligeramente, imitando la clásica cámara-al-hombro de los reporteros. Y un movimiento sin mayor intención dentro del lenguaje audiovisual: está ahí porque queda guay.

En Spiders han resuelto por la vía argumental muchas de las típicas cuestiones que levantan la ceja de cualquier rolero: ¿cómo es que un personaje anónimo llega a alcanzar tanto poder, ser escuchado por tantas alianzas y permitirse el lujo de quemar puentes con quien guste, hasta con monarcas consagrados? Pues bien, aquí somos alguien importante, a quien llamar majestad cuando pisa el barro.

Una figura política que trata con todo dios porque, como emisario comercial, porta un valor que transmitir, algo que ofrecer. Y si nos toca salvar el mundo, que sea, al menos, fruto de nuestro estatus. También tenemos acceso inmediato, por condición diplomática, a una casaza de protección oficial con su tiro de escalera enmoquetado. No hay ciudad hostil con nosotros —sí con alguna de las figuras que amenizan la travesía. Pretrus, por ejemplo, tiene acceso vedado a los edificios gubernamentales de San Matheus—. Tampoco hay conflicto interno: vivimos los devaneos emocionales en carnes ajenas y al final, nuestros padrinos, son en realidad amiguetes a quien prestamos veinte euros porque han perdido la cartera después del quinto gintonic y el metro ya está cerrado, y mejor los sentamos en un cabify a dormir la mona con indicaciones claritas para que los envíen de vuelta a casa.

Esa ausencia de trauma, por concluir, nos distancia de un protagonista que siempre cuenta con asideros legales para sobrevivir, una alta cuna donde dormir arropado cuando caiga el sol y amaine la tormenta. Y aquí se da la caprichosa contradicción. La meritocracia y el ascenso desde la más baja promesa, el viejo camino del héroe, funcionan porque siempre lo han hecho, son fórmulas probadas. Sin tan nobles nacimos, ¿qué mejor truco argumental que usurparnos la condición, escupirnos de la pirámide social del siglo XVIII? Si algo puede concebir el fantástico, es esto.

Spiders intenta zarandear las reglas de la narrativa clásica y termina por confundir el fin último: que en toda introducción, nudo y desenlace debe coexistir un conflicto dramático —en suspense— y un cierre consecuente. No hay una intriga sólida y tampoco un final digno de las ambiciones que la trama propone. En suma, somos la mano ejecutora porque somos el brazo de la ley y el torso de un cuerpo político, no porque el conocimiento nos ha otorgado un poder que nunca, por derecho, nos pertenecía. Y aquí reside el mayor fracaso: tras cincuenta horas viviendo en las botas de De Sardet, siento que apenas he profundizado en la conexión con los personajes, sé de ellos menos de los que quisiera y por algunos ni siquiera sentí la más básica empatía.

Y esto es algo terrible. Podemos personalizar la armadura insertando distintas mejoras como collares o empuñaduras, hombreras o engarzados para botas. Existen piezas legendarias, épicas, únicas para armas legendarias, épicas o únicas. Hay opciones de sobra para casi cualquier necesidad coleccionista. Y no hay una sola ocasión donde sentir que hemos transformado el mundo que nos rodea. Unos créditos de cierre nos prometen que sí, que hicimos historia. Nunca llegamos a verlo. Para alguien de semejante alcurnia, se antoja poca cosa. Un acontecimiento tristísimo donde villanos de tebeo, sin matices ni carambolas narrativas, se pasean por una galería imperialista del siglo XVII pletórica de estándares y estereotipos. Ese molino a lo lejos que no quiero derribar porque es, como constata la partida, parte de un decorado costumbrista, el enésimo cuadro colgado sobre la chimenea de algún palacete. Bajo idéntico reglamento, un director como Steven Knight construyó ‘Peaky Blinders’, ‘Taboo’, o el guión de ‘SEE’ —una de las primeras producciones exclusivas para Apple TV +—. Tanto dan boinas o tricornios, si un videojuego no se esmera por edificar una isla donde quiera irme a vivir, ¿de qué me sirve conquistarla?

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