por Israel Fernández
6 agosto, 2018
En el tríptico que conforman las tres piezas desarrolladas por thatgamecompany en exclusiva para PlayStation Network, ‘Flow’ se presenta como un ensayo minimalista sin adendas ni óbolos y, en el otro extremo, ‘Journey’ se excede en dramatismos, demasiado consciente de las apoyaturas orquestales y los recursos ambientales. ‘Flower’, en cambio, es el puente perfecto entre la filosofía de la compañía y sus logros como videojuego.
Me encontré por primera vez con ‘Flower’ en una batalla bastante jodida de mi vida. No podría explicar cómo, pero sirva decir que la situación se arregló como se arreglan todas las cosas y, aunque indirectamente, diría que ‘Flower’ tuvo algo que ver. Cinco años después vuelvo a él, como al viejo monje escorado y ensimismado en sus labores. Y celebro el reencuentro.
Jenova Chen y su equipo no pueden huir de los sentimientos negativos. No pueden en tanto un final boss plantea el reto que resuelve el juego; no pueden eludir el sempiterno enfrentamiento dual del bien contra el mal, porque forma parte de nuestro génesis narrativo y porque detrás de cada videojuego hay una persona o grupo de personas, con las emociones de cualquiera. ‘Flower’ comienza con un pétalo desprendiéndose de una flor para acabar sembrándose en la otra punta del nivel, en esa zona de aterrizaje donde florece con todo su esplendor. Por tanto, ese pétalo asume una misión vital, y en su viaje se sacrifica como el fruto madurado y desecado para convertirse en semilla de la que nacerá un nuevo fruto. Como la parábola bíblica, para engendrar hijos hay que ofrendar al primogénito. Esta actitud cíclica comprende siempre un tránsito y un riesgo: morir para renacer. Y gracias al resultado, el sentimiento cambia de polaridad. Eludir el lenguaje tradicional con el que se comunican los videojuegos a favor de una comunión puramente emocional no es sino otra forma de lenguaje.
Según el testimonio de los propios creadores, el concepto del juego devino mientras Chen conducía por la autopista I-5 hacia Los Ángeles, asombrado por los inmensos campos de hierba verde que poblaban el lado derecho de la bahía. Éste se preguntaba cómo podría captar la esencia de la experiencia —de manera interactiva—, cómo recoger la inmensidad de la naturaleza en su estado natural. Concibió ‘Flower’ como «un encuentro íntimo con las flores», donde se manifiesta la futilidad y el frágil equilibrio del ecosistema. Tardaron año y medio en dar forma por medio de mecánicas a aquellas abstracciones.
Reducir un personaje o avatar a un pétalo —mostrado en tercera persona— simplifica los problemas que adquiere comunicar capas y capas de emociones. Un pétalo, por tanto, es la unidad mínima que necesita el jugador para comunicarse con el juego. Como Buda, no necesita nada más porque está completo. Según Chen, las flores se movían por deseo propio, un ansia intangible de avanzar y rivalizar contra la expansión del gris cemento de la ciudad donde el creativo vivió toda su infancia. Shanghái era así una prisión monocromática que le extirpaba la creatividad, el alma que diría algún new age. Pero, en realidad, el pétalo somos cada uno de nosotros, y sentimos la virtud del creador.
En ‘Flower’, esa rivalidad biográfica está presente durante todo el juego. Nuestro ecosistema se derrumba cuando las estructuras urbanas van apareciendo progresivamente, inundando el inocente mundo igual que una invasión extraterrestre o como puede sentirse una tribu aborigen o un animal atrapado dentro de un complejo comercial. Van entrando la electricidad, la civilización, el poder del hombre. El discurso convive de manera comedida sin convertirse en un manifiesto bioterrorista gracias a las diferentes aristas de una mecánica tan simple como «pulsa cualquier botón». Primero el molino impulsado por la energía eólica, después la farola —algo más alta que el molino— dependiente de la energía cinética, después la torre de alta tensión —a su vez más alta que la farola—, que se eleva como agujas de un castillo gótico, con ojos rojos que humean y delgadas extensiones como las patas de una araña gigante. Nosotros somos el hálito que insufla vida entre la muerte y nosotros decidimos el ritmo de esa conquista. Pueden eludirse las reflexiones implícitas y seguir sintiendo que hemos creado algo hermoso.
Después (y aquí se sirve una lección importante), el YO pasa a ser NOSOTROS. Toda esa estela culebreante de pétalos nos señala con elegancia nuestros logros gracias al trabajo, o más bien a la capacidad de trabajar unidos. De cómo un enjambre —que resume a todo el equipo de thatgamecompany en los créditos finales del juego— logra tareas imposibles como derruir estructuras incólumes y despegarle la vileza hasta purificarlas. Así nos comunica el estudio desarrollador sus trabas laborales y las dificultades de emprender cualquier empresa —empresa que casi desaparece durante el desarrollo de Journey pero que, tras meses de idas y venidas, se reunió como una familia para finalizar la obra, caracterizada precisamente por su componente colaborativo—.
‘Flower’ funciona también como juego musical. Gracias a un algoritmo específico, cada vez que se abre una nueva flor se ejecuta un acorde dentro de la melodía de fondo. Se compone así una partitura y nosotros desplegamos la coreografía. Pese a la limitación de la aleatoriedad —siempre sonaremos afinados—, la performance de estos dos elementos nos comunica el mismo mensaje: la naturaleza vive en (h)armonía. Jenova Chen declama orgulloso que sus juegos son experiencias que nacen de una emoción para después encontrarse con la mecánica. Lo jugable, por tanto, está en segundo plano. Lo que no advirtió Jenova fue que sus juegos escapaban de cualquier categoría al trascender sobre ellas y así sus mecánicas eran una innovación absoluta dentro del medio. Como juego podría reprochársele brevedad, pero sus pétalos son perennes. He tardado cinco años en volver a visitar las oníricas praderas y quizá dentro de otros cinco vuelva a ellas con el mismo deseo: encontrar un adalid de paz entre tanta batalla.
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