Apropiación y cultura

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17 junio, 2018

/Cultural appropriation/

Según cualquier diccionario, «la toma de formas creativas o artísticas, modelos o prácticas de un grupo cultural por parte de otro».

Abro con el viejo truco de usar una definición para establecer contexto. Aunque ya sabemos que aquello que cuentan los diccionarios pocas veces tiene que ver con el significado cultural que damos a las cosas. El diccionario nos habla de adscripción, no de hurto; de imitación, no de expolio. Sobre expolio, cultural imperialism es otra definición más agresiva que nos habla de imposiciones por parte de un imperio —puede ser cualquier forma de poder— sobre otro menos dominante.

Vamos al lío: en el marco del E3 (la Electronic Entertainment Expo 2018), Sony presentó en su conferencia de PlayStation material in-game de su videojuego ‘Ghost of Tsushima’, esperadísimo retorno de Sucker Punch, precedido de una pequeña exposición musical.

En PlayStation declararon que buscaban evitar la frivolidad de otras veces y no lanzar una batería de trailers, sino conectar cuatro grandes presentaciones con performances musicales. Y así hicieron, invitando a afamados artistas de sus respectivos segmentos, como Gustavo Alfredo Santaolalla al banjo o Cornelius Shinzen Boots al shakuhachi.

Como recogen en The Right Scoop, una chica con el Twitter @liltigerbabe pidió explicaciones a Sony acerca de esa performance por parte de un tío blanco ataviado con indumentaria folclórica que no respondía a su naturaleza social, dando a entender que podrían haber contratado a un japonés y evitar esa apropiación cultural. Un perfil japonés con el Twitter @mombot respondió que ese tipo era un músico especializado en dicha flauta de bambú, un gran maestro en el instrumento y uno de los pocos existentes junto al mismísimo Atsuda Okuda.

Lo que sigue es el clásico «los sismógrafos de medio mundo han recogido la onda expansiva de la hostia» y blablá. Porque, antes de formados googleadores, somos nervio y emoción, y a todos nos fascina el caciqueo —literal, hacerse pasar por jefecillo de alguna tribu—, alimentar el oprobio, reírse del ajeno cuando la ocasión viene servida. La chica borró su cuenta de Twitter tras la avalancha de zascas. La empresa japonesa —con apropiación desde su mismo cuño, el sonny boy siempre quiso gustar a los marines de la costa este— no ha hecho declaraciones sobre este choque. Entretanto, el jurado público ya ha concedido la victoria a quienes consideran que estamos ante un grave caso de bendita ignorancia.

Hace un par de años, la empresaria Annaliese Nielsen también acusó de racista por apropiación cultural a un taxista de Lyft. En el salpicadero de su vehículo, el conductor llevaba la muñequita de una hula-girl como la que viste la cabecera, una de estas chicas hawaianas que contonean las caderas al vaivén y las inercias de la conducción. Tal vez tú tengas unos dados, una moda que comenzó entre pilotos en plena Guerra Mundial, con el prurito de ganarse la venia de Fortuna. O un Elvis.

Nielsen abrió con un expeditivo tweet que después alimentó facilitando a la vlogger Lauren Southern el vídeo completo que había grabado sobre el enfrentamiento. «No, serás publicado en Gawker. Serás como el próximo meme de internet, va a ser superdivertido», se jacta Nielsen en la grabación. El conductor va enconando hasta exigir a la pasajera que se baje de su coche y se pire con viento fresco.

Entre el primer y segundo escenario, subir una queja y documentarla, sucedieron varias cosas: el conductor fue despedido y Nielsen borró @tornadoliese, su cuenta de Twitter, tras bloquear a otros 300000 perfiles que ridiculizaban su postura. La respuesta del vídeo original, con más de 394000 vistas y 5000 comentarios durante los primeros cuatro días, viró la báscula pública a favor del conductor, que terminó siendo reincorporado a Lyft.

Durante la misma presentación de PlayStation en el E3 de 2018 escuché no sin sorpresa una canción de Zeal & Ardor en un tráiler del inminente ‘The Division 2’, fascistoide secuela del juego con mejor estreno en la historia de Ubisoft, un blockbuster millonario muy importante en la cartera de la editora gala.

La música de Zeal & Ardor es una mixtura entre gospel blues, otros géneros negros y black metal primitivo. Del black metal podemos remontarnos a sus orígenes satánicos y los nacionalismos del Inner Circle. De la música negra podemos escuchar a los primeros satánicos cantando al diablo contra la evangelización propia de Blind Willie Johnson o el reverendo Gary Davis. Es decir, la fórmula encaja conceptualmente.

El autor de esta banda es Manuel Gagneux, un estadounidense con ascendencia negra por parte de madre. Por cierto, Cornelius Boots también cuenta con ascendencia asiática. Gagneux comenzó su proyecto como un chiste en los foros de 4chan. Y como señalaron con acierto en el blog de crítica RTMB, lo de Zeal & Ardor es apropiación cultural. Como lo es la ‘Duende’ del guitarrista neoyorquino Steve Stevens, reconocido devoto del flamenco. O la ‘Mediterranean Sundance’ de Al Di Meola, convertida en hito guitarrístico junto al gaditano Paco de Lucía. Como lo es comer patatas fritas en Murcia o escribir un artículo lleno de extranjerismos atractivos al paladar y el oído. Como lo es capitalizar muñecas hula-hula, flamencas de porcelana y banderas de cualquier nación entintadas, bordadas y empaquetadas en alguna factoría a la orilla del río Padma.

Entre el «cultural appropriation is bullshit» y el «me ofendes por respirar» —y no por misofonías— cabe matizar posturas. Cuando el denunciante pertenece o no al grupo ofendido o víctima de la apropiación, por ejemplo. Pero, ¿invalida una denuncia librar una batalla que presuntamente no te corresponde, portar el estandarte en-lugar-de? Como una especie de anisotropía en la lucha social en la que algo como la apropiación cultural sólo puede ponerse en la palestra si viene desde la dirección del oprimido. ¿Legitima esto ser un cretino, que una frase como «mi abuelo escapó de un campo de concentración nazi» victimice la posición para estructurar el argumentario? Si algo nos ha enseñado el tiempo es que existe más de una realidad y se puede ser haitiano y ultrafascista. Y usar un lema como «el amor es el arma de la victoria» para amenazar de muerte a tu rivales. Y que en este mundo, mal que nos pese, existen malas personas.

Entre los diferentes modelos de apropiación, cabe destacar una mínima taxonomía: aquéllos que nacen con fines mercantiles, estéticos, artísticos y, por último, políticos. Unos pueden conectar con otros, por supuesto. Hasta esa rapera de mensajes pulcros cae en demagogias y hasta ese político romaní acude a la propaganda escalando su montaña profesional. ¿Y? Esta es una permeabilidad tan líquida como el constructo mismo de apropiación cultural. En lo musical, la apropiación es intrínseca. Hasta ese momento donde nos cuesta ejemplificar si hay más robo en un sample reformulado para reinventar una canción netamente diferente o en una secuencia de acordes que emula tempo y estructura armónica de otro tema popular.

Y observemos el patrón: una persona usa el trampolín de las redes sociales para vertebrar una queja. La queja posee un fundamento desde la perspectiva del sujeto, es obvio. Una respuesta cortés o no la considera hueca. Una avalancha pública entierra de insultos al sujeto —con énfasis si es de género femenino— y el jurado popular da por ganada la batalla. Esto sucede de forma horizontal, con pequeños agentes de cambio como pueden ser la cantidad de followers o la imagen pública. Evidenciando estas variables, el fin es usual: lanzar mierda, usar cualquier andamiaje intelectual para acudir a nuestro anhelo violento. Estamos, en esencia, deseando ofender. Sentimos odio y Twitter, que sigue existiendo no por rentabilidad sino por capacidad de influencia, se antoja un magnífico catalizador para recordarnos que, antes que instrumentos culturales, somos homínido.

Además, la apropiación cultural nos ha enseñado que compartimos no sólo vísceras, también hábito. Todos somos ladrones y, en sentido pragmático, animales sociales con enmienda de mejorar, seguir aprendiendo y creciendo como seres empáticos. Una joven negra increpa a un joven blanco por llevar rastas. Una mujer negra pierde su trabajo por llevar rastas. Ambos escenarios se presentan en terreno estadounidense, entre ciudadanos ídem. El primero alegando apropiación cultural, el segundo apelando al código de imagen y conducta empresarial salpimentado con racismo chic. Las primeras rastas se documentaron en civilizaciones europeas, asociadas a roles de poder, desde judíos a precolombinos, pasando por cuatro siglos de chamanes africanos.

Hoy, en pleno 2018, si le pregunto a mi hija por rastas las asociará al ‘This is Love’ de Bob Marley. «Rastafari no es una cultura, es una realidad», díría. Y yo me pregunto, como nos enseña ‘Sense8’, ¿no deberíamos dejar de mirar a las rastas, a ese tobogán de piojos, y centrarnos en el mensaje? Exacto, menos rant y más amor. Porque si no elegimos este camino nos veremos abocados al otro, al de la ira, la calumnia y la destrucción. Y este es el enemigo frontal de toda cultura. Malraux decía que la cultura «es la suma de todas las formas de arte, de amor y de pensamiento, que, en el curso de siglos, han permitido al hombre ser menos esclavizado». ¿Esclaviza la apropiación cultural o esclaviza esa subterránea picazón imperialista?

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