por Israel Fernández
26 mayo, 2015
Esperen, voy a poner algo de música. Y voy a pedirme un vodka con Monster. ¿Me oís? Súbanla al máximo, por favor. Escúchenla bien; déjense arrastrar por el zapatillazo sobre la pista y ese latido perpetuo que nunca baja de los 140 bpm. Vale. Ya estáis dentro.
‘Electronic Super Joy’ —‘ESJ’ en adelante— es un videojuego creado por Michael Todd, programador canadiense autodidacta de apenas veintisiete años, comprometido con cualquier experiencia que implique emoción y realidad, y habitual en ponencias, charlas educativas y demás reuniones amigas de la destreza oratoria y los nervios templados. Todd, además, es el puto amo y este jueguito un pelotazo epiléptico brillante disfrazado de plataformas bilateral. Apodado inicialmente ‘Techno Ninja’ hacia el otoño de 2012, este indie es uno de los ejemplos más exactos para definir un buen juego —y no tanto vídeo—: frenético, adictivo y verdaderamente consciente de sí mismo. Porque, a diferencia de otros videojuegos, éste sabe cuando te está poniendo en un aprieto y te lo restriega por la cara, sabe cuándo bajar el tono y dejar respirar, y sabe, por encima de todo, por qué funciona, llevando su buena práctica hasta los últimos estadios en esos cuarenta y cinco niveles plagados de láser, misiles, estrellitas y una tonelada de cachondeo. ‘ESJ’ es volver a ‘Space Invaders’ sobre el guión de ‘Mars Attacks!’: en el primer boss tenemos a un Papa extraterrestre que nos trollea mientras menea la cabeza —en la Ciudad del Ritmo nadie puede estarse quieto—, llamándonos «¡pecadores!» desde su pixelado platillo volante. Todo bien.
Para no caer en bucles deprimentes y acabar con la consecuente resaca audiovisual, depurar la técnica aquí es más acuciante que en ‘OlliOlli’ o ‘Super Meat Boy’, juegos igual de peritos pero ligeramente más pausados —pese al reloj temporizador—. Eso que hace años llamaban reto y ahora retro. Pero la fútil estela que deja el monigote tras de sí ayuda a esclarecer dónde hemos errado y dónde podemos corregir y raspar unos milímetros para progresar. Hasta en eso es inteligente: podemos ver la línea de meta disfrazada de agujero de gusano, o ese checkpoint con forma de banderín de córner, y sentir que NO vamos a cruzar, saber que todavía no estamos preparados. No somos dignos. Pero morir casi nunca provoca esa frustración extenuante tan habitual de videojuegos antiguos, crueles porque directamente estaban rotos. Nadie podría resistirse al tono desenfadado y festivalero, ni blasfemar delante del PC sin volver a probar una vez más. Y otra. Y otra. Y otra. Y otra. Y otra más. Dios mío, llevo seis horas jugando a esta mierda. Necesito otro vodka con Monster.
Ya es hora de vengar a su culo
He parado de jugar porque me sangraba la nariz. Ahora pongámonos serios. A ‘ESJ’ no le vale simplemente con ser metralleta para pulgares, tiene más narrativa que una lavadora: nuestro protagonista perdió un brazo en las Disco Wars de 1515; asunto serio. Y en las Guerras del Rock ‘n’ Roll perdió un ojo. Y por perder, perdió las dos piernas defendiendo a su colega DJ Deadly Skillz. Incluso perdió su culo ENTERO por culpa de un brujo malvado. Ya es hora de vengar a su culo. Esta es la gesta de una vida, trovadores digitales cantarán nuestras hazañas a golpe de techno en esa rave que es el sobrevivir.
Creerán ustedes que una premisa así sólo puede nacer de una mente demente que no se toma en serio este negocio tan importante. Bueno, tal vez sea porque la existencia ya lo machacó bastante antes de parir tremenda píldora lúdica y ‘ESJ’ no es sino su válvula de escape. Es sabido que Michael Todd flirteó con el hurto menor, comió gracias a una banda de trileros ambulantes y conoció el puro vagabundeo de primera mano. Es difícil de creer viniendo de alguien exhaustivamente perfeccionista, hijo de un anglicano estricto y una dama de buena cuna, que con doce años fabricó su propio ordenador y con trece pagaba su internet, envolviendo una toalla alrededor de un módem 56k para que sus padres no lo oyesen navegar a altas horas de la madrugada. Sus experiencias con la programación iban atadas a un alquiler de cuatrocientos dólares en un bloque de pisos de mala muerte, rodeado de perdedores y condiciones higiénicas próximas a la insalubridad. Tras una serie de batacazos financieros y asumiendo que su jovencísimo colega Elliot Snow-Kropla entraría en la Universidad de Halifax para estudiar física, huyó al Reino de Lesoto, en la punta sur de África. Ríete tú de un finde en el pueblo para desconectar.
No fue hasta 2008, con Engine of War, un shmup de ciencia ficción oscurilla, cuando el éxito moderado llegó por medio de billetes contantes, y comenzó a viajar y aprender y conoció a tótems actuales como Jonathan ‘Cactus’ Söderström. Y aun con todo, no podía despegar esa parte natural de él, la depresiva, la destructiva, que ensombrecía cada logro como una pesada losa, como una marmita llena de crudo. Y ante esto poco se puede hacer, apenas plantar cara con la esperanza de vencer a un enemigo que no marca barra de vida, con un único crédito y su propia experiencia. La providencia quiso que Todd encontrase a la artista del píxel Cassie Chui y juntos completarían el juego que no me deja dormir.
Es interesante observar cómo Michael Todd insiste a lo largo y ancho de sus entrevistas en cómo intuía que este juego sería el clavo final de su ataúd, una pieza que odiaría el jugador medio y algo por lo que nadie lo recordaría fuera de los pensamientos negativos. Nada más disparatado: durante toda la historia estamos rodeados de colegas de fiesta que nos dan consejos, nos vacilan y nos recuerdan que estamos dentro de la discoteca-laberinto más grande de nuestras vidas. A la manera de Terry Cavanagh, la mímesis plástica y la proliferación mecánica se dan la mano en un ballet cuántico y, al cabo de un rato, místico. Y, bueno, si algo puede repochársele, es un franqueza desde el minuto uno.
Aunque en GameReport estamos en temporada de juego musical, tampoco quiero engañar a nadie: ‘ESJ’ tiene mucho de experiencia sinestésica —no pocas veces he intentado machacar al enemigo al ritmo de la música de fondo porque, además, el golpe del smash suena como el snare de una caja de ritmos Roland TR-606— y su pulso brota mientras brotan árboles y flores poligonales de tonos monocromo, pero sobre la música de EnV está el videojuego de Michael Todd. Es importante señalar esto por una sencilla razón: las obras de Tetsuya Mizuguchi no podrían subsistir sin la apoyatura melódica, o acaso a duras penas, pero la banda sonora de ‘ESJ’ es simplemente una capa más, un empujón hacia la excelencia.
Aunque tampoco conviene ignorar la música: nativo de Stratham, Nuevo Hampshire, EnV recombina el dance noventero con el gabber pringoso, del deep house hacia la mitad del juego —como si del bajón de un tema discotequero se tratase, recurriendo a una paleta de colores más fría— al subidón trancero de los jefes finales. Durante los tres mundos —el cuarto sólo se desbloquea cuando recogemos las veintidós estrellas repartidas por los niveles que, si han sido capaces de conseguirlas todas, siéntanse cómodos de dejarme la dirección postal que os envío un jamón— las mecánicas se pliegan y se voltean, y donde antes escalábamos en vertical y hacíamos doble salto con impulso para llegar a un breve bloque suspendido, ahora nos deslizamos en horizontal y surfeamos hasta el siguiente punto de control sorteando decenas de cohetes tierra-aire.
Con la aparente tontería de un ‘McPixel’ o un ‘Super TIME Force’, ‘ESJ’ dibuja con pericia ninja un playtrip sobre una partitura copada de ouh yeahs, oh la-lás y bolas de espejo imborrables. No sé qué pedirán ustedes a un juego que me ha costado menos de ochenta céntimos en las ofertas de Humble Bundle, pero yo tengo bastante claro que sexy se nace y no se hace y éste es uno de esos juegos que deben permanecer instalados no vaya a ser que nos adormilemos entre tanto pasillo camino a la guardarropía o esperando que nos sirvan otro cubata en una barra llena de horteras. En ‘Electronic Super Joy’ todos los niveles son sábados por la noche y todos los enemigos se encaran como John Travolta en el papel de Tony Manero: bailando mejor que ellos.
¡Nos hemos mudado!
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