por Fernando Porta
12 enero, 2017
Si alguien ha tenido la culpa de que andemos cabizbajos por la calle mirando a la pantalla del móvil mientras, compulsivamente, movemos de arriba a abajo el pulgar a la espera de una nueva notificación, ése es un adicto a los jerseys negros y los vaqueros raídos. Corría enero de 2007. Steve Jobs se disponía a subir a un escenario decidido a cambiar el paradigma de la telefonía móvil y, de paso, entrar en un ring en el que Nintendo se mantenía intratable y Sony ya estaba besando la lona. La chavalería había nacido entre Game Boys y el nuevo público —que veía los videojuegos igual que nuestros abuelos a la caja tonta hasta que le pusieron una entre las manos— habían echado por tierra los esfuerzos de los nuevos contendientes.
Un par de años después, todo había cambiado: la masa prefería la naturalidad de las pulsaciones antes que las crucetas ortopédicas o los movimientos al aire. Ahora todo era más fácil: abrías una App Store, buceabas un poco por el top 10 y te bajabas, por ejemplo, unos cuantos pajaricos o una piedra con ojos —hijo, todo esto antes eran perros. Glorioso Tamagotchi— directamente a tu móvil. Premisas simples para el gran público, el cual sólo debía aprender un movimiento —casi innato— que le permitía hacer unas cuantas virguerías: el swipe o, en román paladino, deslizar el dedo. Los botones se habían acabado y con la misma filosofía que la dupla iTunes/iPod, la App Store se convertía en un ecosistema con escasas trabas en procesos de certificación y validación, y un coste de licencias/distribución mucho menor que las plataformas tradicionales. Los nuevos desarrolladores se lanzaron en masa sabiendo que Apple ya les daba medio trabajo hecho. Sony empezó a sudar la gota gorda.
Nuevos frentes
PSP. La negrita de Sony. Como todas las novedades, había nacido con un futuro lleno de esperanza. Una consola portátil competente, capaz de trasladar la experiencia de una consola de sobremesa al trayecto diario entre casa y trabajo. ‘WipeOut Pure’, ‘Darkstalkers Chronicle: The Chaos Tower’ o ‘Metal Gear Acid’ eran intentos de atraer a la masa, convencida de que esto sólo era el principio de innumerables franquicias traídas directamente del salón de casa. Inocentes… Años después, el porteo desde PlayStation 2 y Wii había tomado el mando de la consola, y los únicos brotes de creatividad venían desde Japón, un universo alternativo donde consolas como Vita o Sega Saturn triunfan. La originalidad se convertía casi automáticamente en un producto de nicho, únicamente disfrutables por el occidental entregado a la causa si la corta tirada te lo permitía o llegaban hasta Europa. Pero lo que es aún peor: los desarrolladores le dieron la espalda a medida que pasaba el tiempo. Para gran alegría del adolescente escaso de dinero y desgracia de Sony, la piratería empezó a hacer daño muy pronto gracias a lo sencillo que era saltarse las medidas de protección, y las unidades distribuidas de Nintendo DS la hacían más apetecible como plataforma de desarrollo que PSP —¿quién no compraría una consola con Amparo Baró y Javier Cámara anunciándola?—. A todo ello, añadan el formato propietario UMD que se inventaron, mucho más aparatoso que los cartuchos y más caros de producir.
La reacción de Sony hacia esta situación fue más una apuesta renqueante que una respuesta clara para los interrogantes que se planteaban en el terreno portátil: dejaríamos de rayar los UMD en nuestro bolsillo porque el futuro sería digital. Con ello en mente, PSP Go se lanzaba a finales de 2009 abandonando el soporte físico por el camino. Armada con una memoria interna de 16 GB y una pantalla deslizable, se inspiraba en la filosofía iPhone —pantalla ocupando todo el frontal más tienda de apps propietaria sólo online— y estaba encaminada a sustituir los anteriores modelos que habían ido saliendo de PSP. Y es en ese momento, con una empresa empeñada en la transformación digital mientras seguía vendiendo en soporte físico, Sony se sacaría de la manga el programa PS Minis.
Cuando los Minis eran grandes
Si el iPod Touch se había reposicionado como consola portátil/reproductor de música desde 2008 y Xbox Live Arcade había dado con la tecla llenando las casas de “discos de revista” para vender juegos “pequeños” a diez euros desde 2005, Sony tenía que reconducir su estrategia a base de aumentar su line-up, sin comprometer los costes y recursos de sus proyectos propios. La clave de aquella generación estaba siendo el catálogo y con la explosión del desarrollo independiente, cientos de desarrolladores estaban ahí fuera esperando a que alguna compañía les diera las herramientas para poder trabajar en sus sistemas. Apple había golpeado primero pero Sony sería la segunda en posicionarse.
PlayStation Minis nació con esa filosofía bajo el brazo: juegos pequeños, de menos de 100 MB a precios reducidos. Conceptos simples que podrían haber triunfado también en el iPhone pero que acababan en las manos de Sony gracias a un programa de desarrollo que, por primera vez, buscaba rebajar las barreras de entrada de sus ecosistemas cerrados: a saber, precios reducidos para sus SDK y unos procesos que si bien no se acercaban a la facilidad de los de Apple, sí que simplificaban los trámites necesarios para verse publicados en la PlayStation Store. Al mismo tiempo, Sony daría soporte a los nuevos estudios tanto en el desarrollo como en temas de marketing y PR. PS Minis era un paternalismo aceptado con gusto frente al despiadado libre mercado de la App Store.
Pero los videojuegos siguieron avanzando al mismo tiempo y los jugadores querían otras cosas que los Minis nunca llegarían a ofrecer: el tamaño del archivo de descarga era bastante reducido, y las restricciones para entrar al programa obligaban a no tener online ni trofeos integrados en los juegos para hacer el proceso de certificación más rápido (y que el juego llegara antes a la Store). ¿Para qué reunirse alrededor del sofá y pasarse el mando? Es mejor que cada uno, agusto en su casa, se cuelgue el headset y empiece a aporrear un teclado plagado de acrónimos. Para los que nos gustaba dar una colleja en alguna curva fatídica, el cambio vino sin avisar y para Sony con sus PS Minis, aún más. Al mismo tiempo y aun teniendo una sección completamente dedicada en la PS Store, los Minis acababan perdidos en una interfaz que los colocaba a la misma altura que producciones mucho más grandes y ambiciosas que ellos —de la lentitud de la Store mejor no hablamos—. Añadan el tamaño del catálogo, con varias producciones venidas directamente desde iPhone, y una consola que nunca terminó de despegar. Y… ¡voilá! Consiguieron rápidamente la indiferencia de la comunidad.
Porque ese fue el gran problema de los Minis: eran cosas de móviles, un «cinco minutos y a otra cosa». Diversión inmediata, sin complicaciones que no aguantaban el ritmo a largo plazo. Mientras, otras propuestas que realmente valían la pena, especialmente concebidas para la plataforma y para las cuales hubiera sido el escaparate perfecto, acababan condenadas al ostracismo por el progresivo desinterés hacia la categoría. Sony no hizo demasiado por cambiar esa percepción, “escondiendo” los juegos en su calendario de lanzamientos semanal aunque a posteriori con PS Plus empezara a rescatar Minis —más por necesidad que por otra cosa— y a mantener la compatibilidad PS3/PSP/Vita. También PS Minis supuso el germen de la fallida PS Mobile, un programa de desarrollo móvil para juegos exclusivos en su gama Xperia que siguió insistiendo en los mismos errores; a saber, exclusividad en plataformas donde esos juegos no eran el factor diferencial, y un enfoque desacertado en su aproximación al consumidor que no necesitaba de dos marketplaces paralelas (Google Play Store más PS Store).
Esta travesía por el desierto acabaría con Sony desligándose de estos desarrollos tan pequeños, eliminando limitaciones progresivamente y apostando más fuerte por el desarrollo indie: ya no se buscaba rebajar las barreras de entrada sino aportar visibilidad y ofrecer soporte técnico al neófito a través de sus estudios internos (aka Santa Mónica Studios) para mantener el buen nombre de la marca PlayStation. Por supuesto, Xbox ya lo hizo antes pero Sony cogió el relevo en esta generación y empezó a coger una distancia insalvable para el resto de sus competidores: comprendió que el mercado móvil es un segmento que no tiene por qué hacer daño mientras no compitas en su mismo terreno.
De los olvidados
Todo lo anterior es el manual perfecto de cómo dejar tirada a una comunidad —sea de desarrolladores o usuarios— cuando las cosas en términos monetarios no van bien. No nos confundamos: Sony nunca ha sido una hermanita de la caridad y, como toda empresa, intenta ganar dinero con cada uno de sus movimientos pero durante un tiempo, se vieron en una marcha errática donde dudosos criterios empresariales que intentaban tocar todo pero no llegaban a nada cogían el timón. Todo ello se transformó poco después en el desfile triunfal en el que vivimos ahora y donde, por fin, parecen haber entendido el negocio mejor que nadie.
Los Minis no fueron nunca juegos perfectos ni quisieron serlo; sólo eran pequeños desarrollos que por fin tenían una oportunidad. Y ahora, no nos queda más que hablar del bueno, el feo y el malo, la Santísima Trinidad de una Store que les devoró tan rápido como surgieron. Quede aquí este (mini) epitafio:
Where Is My Heart?
Los juegos de perspectiva ya habían hollado la portátil de Sony con un ‘Echochrome’ que no terminaba de conectar con el público. A la espera de ese mindblow llamado ‘Fez’, apareció un pequeño Mini en el catálogo de PSP que nos ponía en la piel de tres espíritus del bosque despojados de su hogar y de su mundo cuando éste se divide en pequeños cubos. En nosotros recae la tarea de recoger estos corazones desperdigados, en un viaje de vuelta a casa que juega con nuestro punto de vista mientras alternamos el control entre los personajes à la ‘The Lost Vikings’. Cada fase se divide en cubos, de tamaño y naturaleza variable, donde se muestra una sección diferente del escenario: podemos avanzar hacia la derecha esperando encontrar la salida pero es posible que acabemos en otra parte bien distinta o peor, en una trampa que nos haga volver al punto de partida. O a lo mejor ese cuadrado que nos muestra un corazón flotante sea un zoom a una parte de la pantalla que está a nuestro alcance pero no encontramos hasta que realicemos un par de saltos.
A medida que avanzamos por este mundo desquiciado, iremos encontrando modificadores que nos obligarán a reunir a los tres personajes en el mismo sitio para desbloquear formas especiales, necesarias para avanzar por sus cortos niveles: ya sea un reno que nos permite saltar una vez en el aire, un cuadrado con alas que hace rotar la perspectiva alrededor de un cubo central, o una luz especial que desvele plataformas ocultas (y formas inquietantes), las mecánicas se van sucediendo una tras otra sin pausa. No da tiempo a asimilarlas pero tampoco es la intención de un Mini que abraza su condición de matarratos. ‘Where Is my Heart’ es un ‘Fez’ feat. Sony sin el talento de Phil Fish detrás; una creación sin demasiado corazón pero con buen oficio, capaz de explotar sus mecánicas desde mil ángulos aunque exponga al jugador a un prueba y error que no termina de convencer por su acentuado carácter punitivo.
Riff: Everyday Shooter
Situado entre el álbum musical y el videojuego experimental, ‘Riff: Everyday Shooter’ no deja de ser un juego minúsculo decidido a subvertir las reglas que ‘Mutant Storm’ y ‘Geometry Wars’ habían establecido tiempo atrás: a saber, escenarios que ocupan toda la pantalla, movimiento libre entre sus límites, y disparo en ocho direcciones. Todo ello encaminado hacia la búsqueda del combo interminable y la puntuación perfecta antes de caer derrotado. Pero lo que podría haber sido un “día de la marmota” de dificultad creciente, aquí se articula como las pistas de un disco: cada fase lleva asociada un riff de guitarra distinto que va creando armonías musicales a medida que vamos derrotando a los enemigos.
No es sólo un detalle estético: a medida que vamos avanzando, descubrimos que estos sonidos tienen relación con el sistema de combos o el comportamiento de los enemigos, forzándonos a adoptar otras pautas para maximizar la puntuación. Quizás sea un enemigo que haga que todas las naves que han salido de su cuerpo exploten una vez derrotado, u otro que sólo puede ser dañado a través de pequeñas piezas redondas que pululan por el escenario y que expanden su radio de acción según el número de disparos que reciban —nunca dos seguidos porque si no explotan arruinando su efecto—. ‘Riff: Everyday Shooter’ peca de ser difícil pero entendió a la perfección el concepto Mini: es en esa variabilidad a la que nos enfrenta día a día el juego donde podemos surcar combos infinitos mientras el ritmo de la música fluye a través de nosotros.
Monsters (Probably) Stole My Princess
La historia de un vampiro que decide rescatar a su princesa, raptada por los monstruos que amenazan su castillo, posiblemente hubiera dado para un simpático plataformas de scroll lateral. Pero ¿qué pasa si cogemos las mecánicas de ‘Doodle Jump’, les damos una pequeña vuelta de tuerca eliminando los saltos inclinando el dispositivo… y lo convertimos en una experiencia de quince minutos contados? Que encarnas lo malo de los PS Minis. En sus primeros compases, el concepto de juego se presenta rápido y accesible: debemos ir saltando entre las plataformas, ascendiendo poco a poco para alcanzar al monstruo que huye de nosotros después de una acusación de secuestro (probablemente falsa). Una vez lleguemos a su altura, debemos golpearle al menos tres veces para derrotarle. El truco está en alcanzar multiplicadores de grandes cifras a través de combos que vamos obteniendo al aterrizar en cada plataforma; pisar dos veces la misma supondrá perderlo.
Lo que sigue a partir de ahí es una pequeña toma de contacto con las mecánicas y un cierre brusco en pocos minutos, sin ninguna solemnidad. Para intentar estirar un poco el sorbito de sangre, hay un modo Score Attack donde tendremos que conseguir la máxima puntuación en cada escenario pero sin leaderboards ni una modalidad de juego infinita, todo consiste en repetir escenarios ya conocidos y muy limitados que se terminan en un suspiro. El jugador se siente estafado por un estudio que no sabe explotar su creación pero tampoco lo intenta: Mediatonic se especializó en los PS Minis como vía para financiar proyectos más grandes, atraídos por las pequeñas ventanas de desarrollo, la mínima inversión de recursos y la rapidez a la hora de publicar en la Store. ‘Monsters (Probably) Stole My Princess’ es un ‘Doodle Jump’ venido a más pero que se conforma con menos; una propuesta que, como la princesa, se desvanece pronto en nuestras manos.
PS Minis no deja de ser el germen de una política que ahora está recogiendo sus frutos. El aperturismo, la aceptación entre la escena y la imagen de compañía preocupada por el pequeño desarrollo ha perdurado en la mente del desarrollador frente a la mala praxis: después de Microsoft, se volvían a ver pequeños brotes verdes en entornos que ya olían a cerrado. Crear ya no era cosa de grandes equipos sino de facilidades a la hora de que cualquiera con una idea pudiera acceder a canales ampliamente aceptados; sólo así se explica el éxito de la App Store o Xbox Live Arcade, y los fuertes impulsos iniciales que experimentaron estos pequeños programas incubadora. Pero aunque ese fuera el primer paso, nunca se tuvo en cuenta la visibilidad de las propuestas, enterradas entre lanzamientos semanales e incapaces de seguir el ritmo a una industria que corría hacia delante, sin una dirección clara poco después de que se rompieran sus cimientos. Ahí está el fracaso de estos pequeños programas, reductos que llenaron un par de horas pero que rápidamente se olvidaron en esa huida sin mirar atrás, sepultados por los tiempos que corren.
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