El día que R. bailó con lobos

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9 noviembre, 2017

—Volver aquí ya no tiene sentido —le dije.
—Eso es porque tú y yo ya no pertenecemos a ninguna parte.

Azafata. Vivía en Ho Chi Minh. También era de Salamanca. Nos conocimos de casualidad, a las cinco de la mañana. Se suponía que estábamos en casa, que todo debía de ser mágico.

No.

Nos dimos de bruces con una ciudad donde señoras en abrigos de visón recortaban derechos con banderas de España el mismo día que el far west peninsular era reducido a cenizas. Lo normal. ¿Habíamos cambiado? Jamás fuimos así. Al parecer, coincidimos en tiempo y espacio durante años, éramos del mismo barrio obrero. Nunca nos dimos cuenta el uno del otro. Hasta ese momento. El Potemkin nos dejaba sordos, pero ella miraba por el rabillo del ojo. La noche le fue mal, buscaba una escapatoria de su círculo de toda la vida. Yo me despedí de mis amigos hasta el año que viene. Su baile se detuvo en seco, vino conmigo, pensaba que era italiano. Ella parecía una Erasmus. Nos sorprendimos al descubrir nuestras respectivas identidades. El destino quiso unir nuestros caminos durante veinticinco minutos a pie en la madrugada salmantina. Quería que lo dijéramos en voz alta, que escucháramos las palabras que ambos llevábamos repitiendo en silencio desde hacía ya mucho tiempo. «No pertenecemos a ninguna parte». Quien me conoce, lo sabe. Llevo dándole vueltas desde que me fui de allí, y la experiencia no hace más que confirmar mi tesis: Salamanca es mucho mejor en el recuerdo. Y R. vino cual ángel de la anunciación.

Salamanca

Pertenecer a una comunidad, a un colectivo, es algo que siempre he llevado mal. Ir por libre, sin explicaciones, sin cadenas. Ser un lobo solitario. Lo evité siempre, para volver a caer con gusto en sus redes una y otra vez. Supongo que encerrarse en sí mismo tiene su atractivo —a pesar de todo—. Los videojuegos siempre han estado ahí, como una constante. La máquina y yo, solos, con algún escarceo cooperativo esporádico. El reto del hombre contra la máquina: divertido, desafiante. Manos, mente, vista, habilidad, historia, gestión. Muchas posibilidades encerradas en un cartucho, en un CD. Nunca tuve la necesidad de compartir mi pasión con nadie. Era algo raro en mi entorno, casi denostado. Yo también. «Pierdes el tiempo». Jamás pensé que alrededor del videojuego existiera una comunidad y mucho menos que alcanzase el volumen que tiene hoy en día. Poco a poco fui descubriendo el coleccionismo, la secta del branding, cómo se forja una identidad alrededor de una afición con pequeños y estúpidos matices. Ha calado hondo. ¿Soy parte de ellos? Supongo que sí. Pero no es suficiente. Como todo. ¿De verdad soy charro? ¿Leonés? ¿Migrante? ¿Jugador? Sí y no. El colectivo siempre tiende a la homogeneización. Creo que soy un jugador de madriguera porque el recuerdo nunca decepciona. No puedo decir lo mismo de todo lo demás. Es difícil explicarse sin crear etiquetas.

LoboSon líneas de corte pesimista, soy consciente de ello. ¿Pero acaso no es verdad? Todo lo que nos rodea está contaminado, vivimos envueltos en una atmósfera tóxica. Hoy la virtud radica en saber sortear los obstáculos, en apoyarnos de puntillas sobre los pequeños islotes que flotan en el fango. No importa lo que hagas, siempre acabarás salpicado. Vivir consiste en saber limpiarse la ropa y seguir adelante, evitando que el barro llegue a la cara. Con una sonrisa. Si las comunidades están compuestas por personas no pueden ser trigo limpio. Y ahora soy yo el que dice la frase que tanto me molestaba tiempo atrás: «pierdes el tiempo». El odio está en la calle, por lo que es inevitable que una comunidad erigida en torno a los videojuegos quede impune. El componente social inunda el ocio electrónico con un objetivo, quizá, inocente. Pero estamos podridos. Estamos obsesionados con crear un sentimiento de comunidad que orbite alrededor de cada título, y esto da como resultado una sociedad virtual, a imagen y semejanza de su referente analógico. Descalificaciones gratuitas, broncas, pérdida de las formas se suceden de manera constante. Manipulación y escasa comprensión lectora. ¿No es lo que soportamos, al fin y al cabo, todos los días al salir a la calle? Prima la ley del más fuerte. Comportamientos que se retroalimentan, adorando a gigantes de bilis que llegan a ser líderes de opinión. Las ovejas necesitan de un pastor, dicen. Mentes adormecidas que huyen del click, y hasta que no despierten esto sólo puede ir a peor. ¿Y qué puedo hacer yo? Nadie escucha, sólo comenta. No se puede dialogar si una de las partes se niega a ello. ¿Combatir con sus mismas armas, con una afilada y dañina lengua de plata? Clavar puñales no tiene ningún sentido y menos si son por la espalda. ¿Derrocar al poder por la fuerza o resignarse a que lo hagan las nuevas generaciones mediante una educación proporcionada por la nuestra? ¿Pero no es eso una utopía? ¿Acaso se puede educar tal y como está el patio?

Ho Chi Minh

Corren tiempos difíciles para el jugador de madriguera. El ruido es tan fuerte que nos están obligando a salir de nuestro agujero para descubrir horrorizados en qué se ha convertido nuestra zona de confort. ¿O siempre fue así? ¿Ha sido mi vuelta al juego online, a los foros, a Twitter? ¿Cuál fue el día en que el mundo se fue a vivir a las orillas del Tormes? Ya no pertenecemos a ninguna parte. Nunca lo hicimos. Sólo espero que, al que igual que Salamanca, los videojuegos no sean mejores en el recuerdo, que sigan siendo algo tangible.

R. seguirá surcando los cielos de Vietnam hasta que se canse de ellos. Porque lo hará. Al igual que yo me cansaré de las gaitas y castillos. Una vez me dijeron que huía. Pero no. Sabemos que no importa el sitio al que vayamos, que en todos los sitios se cuecen habas. Es el ser humano. Somos sólo supervivencia, salvaguardando los recuerdos antes de que el odio los devore. El día que R. bailó con lobos volvieron los fantasmas. Quizá, nunca debería de haber salido de la madriguera. Bailar siempre se me dió mal.

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