por Israel Fernández
10 marzo, 2016
El terrorismo no es sino un estado transitorio. Nadie puede vivir en perpetuo pavor, no se puede atenazar a un ser humano hasta el infinito. O alcanza la soga o te muerde la mano. Se queda, no obstante, grabado en la piel como un tatuaje, impregnando cada rincón de nuestra existencia. Y donde nace el olvido nace la cicatriz. Nada se cura, apenas es cauterizado con el fuego del tiempo.
De todas las distintas situaciones que se están viviendo en ‘The Division’ hay dos especialmente destacables: los comportamientos sociales humanizados en un mundo eminentemente digital, y su contrario, el desprecio más perverso y atroz. ‘The Division’ no lleva más de 24 horas en el mercado, con miles de jugadores subiendo nivel a velocidad de vértigo, aspirando a ser los mejores y devorar cada resquicio de contenido: salta a la vista que el prójimo es el núcleo de medio juego.
Debido a Snowdrop, el game engine del juego, tiene un fiel detector de colisiones con efecto permanente, cuando muchos jugadores se aglomeran en algún punto de paso obligado, tales como interiores, se producen embotellamientos. ¿Cómo han reaccionado los jugadores? Con civismo, claro. Pidiendo la vez y haciendo cola como en cualquier oficina de trámites, esperando con educación y paciencia y echando la bronca a los usuarios que tratan de saltársela. Soluciones reales para problemas digitales. Contra la opinión general, no me atrevería a decir que aquí se da un problema, algo necesario de arreglar mediante parche. No es un bug, es un problema que surge en zonas con gran densidad demográfica. Como en Manhattan.
Es evidente que el realismo funciona cuando se trata de ambientar un conflicto veraz. ‘The Division’ narra cómo se puede llegar en apenas cinco días, desde el paciente cero a la pandemia masiva, al colapso total. La enfermedad, en este caso la viruela, se propaga durante un Black Friday por todos los estratos de la sociedad, sumiendo la ciudad en un caos absoluto donde están suspendidas comunicaciones y servicios públicos. Como el sida, el ébola o el desafortunadamente popular zika, estas enfermedades son altamente contagiosas y de efectos devastadores. Históricamente, la viruela se trató inoculándola y vacunando a sus pacientes hasta el punto de, en 1980, erradicarla por completo.
Sin embargo, los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades de Estados Unidos y el Centro de Investigación de Virología y Biotecnología de Rusia albergan, respectivamente, 450 y 150 muestras de viruela. Hace dos años, seis viales abandonados con el virus fueron encontrados en un laboratorio de EEUU. ¿Y si fuesen robadas y expandidas por las redes de agua pública o en un gran foco de calor como un aeropuerto o una red de metro? ¿Dispararías sin dudar a esos salvajes malnacidos?
Han pasado treinta y seis años desde aquello y mientras tanto no ha dejado de alimentarse tanto la parte más clínica del conflicto, con películas como ‘Contagion’ (Steven Soderbergh, 2011), ’28 días después’ (Danny Boyle, 2002) o tebeos como ‘The Walking Dead’ (Robert Kirkman, 2003), hasta los aspectos semánticos como en las novelas distópicas ‘Directive 51’ (John Barnes, 2010), ‘Ensayo sobre la ceguera’ (José Saramago, 1995) o el film ‘Hijos de los hombres’ (Alfonso Cuarón, 2006). En todas se revela cuán vulnerable somos, cómo nos constituimos como frágil sociedad, absolutamente dependiente de una larga cadena de servicios y conexiones.
En base a las constantes amenazas de guerra biológica, y teniendo presente los más de quinientos millones de personas fallecidas durante el siglo XX a causa de la viruela, EEUU organizó la Operación Dark Winter. Con este nombre en clave se creó una simulación de ataque bioterrorista llevada a cabo durante los días 22 y 23 de junio de 2001 entre los centros CCBS y CSIS. Ubisoft ha hecho ahora lo propio creando Collapse, su simulador del fin de la humanidad. Curiosamente, 2001 fue el año de otro evento que cambió el devenir de nuestra historia, nuestra memoria colectiva y hasta nuestra forma de sentir.
Según el director creativo asociado Julian Gerighty, ‘The Division’ nunca fue concebido como memorándum a los atentados del 11 de septiembre de 2001. Aunque comparta fandom, vibraciones, ciudad seminal, protocolos… el creativo insiste en la pura casualidad, afirmando que ni siquiera son comparables en paralelo. Entiendo que quieran evitarse esa imagen terrible, ese dolor aún latente en una sociedad azotada diariamente por las amenazas terroristas, la sobrevigilancia por su propio bien o el miedo constante a un algo intangible que desmorone el castillo de la civilización hasta sus mismos cimientos.
Pero el terror en ‘The Division’ acecha en cada esquina. Sólo hay que observar las calles yermas, atestadas de bolsas de basura; edificios ardiendo y escupiendo fumaradas; ciudadanos huidizos y aterrados escondiéndose tras amasijos de chatarra taladrados por nuestras ametralladoras; cientos de «Se busca» planeando por la ciudad en ruinas. Una ciudad que se muere, que sangra. Que el pánico nos transmuta no es nada nuevo. Una de las modalidades más atractivas en ‘The Division’, tanto en sentido jugable como cerebral, es la denominada Dark Zone. La Zona Oscura es el clásico sistema de combates jugador-contra-jugador donde se encuentran los mejores y más raros botines. Hay fuego amigo, hay muerte con penalización y hay un poquito de lore para contextualizar el asunto —zona en cuarentena, altamente contaminada y llena de tarumbas—. Y claro, se da una dicotomía constante, un constructo nace de la confusión y el miedo: yo también puedo morder.
¿Un juego tan realista que nos convertiría en terrorista? ¿Cómo se sentirán los ciudadanos que recorren estas calles diariamente?
Ya lo decíamos al principio: el jugador que va en son de paz, con mero afán de mejorar su equipo, pronto se topará con cabronazos arrogantes. Es sui generis. Contra lo habitual en otros juegos, en ‘The Division’ es quizá la vertiente más popular. Y matar muñecos con forma humana, a traición, segundos antes de realizar una extracción, tiene algo de mágico y seductor, que calma el ansia homicida y espolea la sospecha y la fábula. Adrenalina tóxica. Saltar entre niveles de comportamiento social —agradable/reservado/inquieto/agresivo— cuesta lo que cuesta perder un simple ítem repetido que igual ni nos iba a servir.
Durante los años, la calavera roja, el símbolo que destacaba que en el servidor había un jugador rebelde, arriesgado, enfrentándose al mundo a costa de un poder inmenso, fue tachado como algo negativo. La policía de la corrección los llamaba jugadores negros. Aunque en ‘Demon’s Souls’ eran mayoritariamente amarillos. El fin no justifica los medios. Desde ‘Diablo’ a ‘Minecraft’, el modelo PVP ensalza los valores de la supervivencia sobre los de la cooperación, la incertidumbre sobre la seguridad, el bullying y la crueldad sobre la mano tendida por un desconocido en mitad de la nada. Y si no miren en DayZ.
‘The Division’ es un juego que siente el terrorismo. Banderas americanas ardiendo. Que lo fomenta. Entiéndanme: el juego es sólo esqueleto, estéticamente espléndido, pero simplemente un escenario amplio y coherente para que nosotros, quienes siempre tenemos algo de terroristas, salgamos a cazar humanos. Decía la Teoría de la Disonancia que las personas forman nuevas actitudes contemplando el comportamiento de cuanto les rodea, generando una disonancia cognitiva en base a cómo le impacta. Si somos de natural pacíficos pero nos vemos envueltos en actos crueles, no tardaremos en encontrar novísimos valores que justifiquen nuestra atrocidad.
Reiteraba ‘Pequeño hermano’, la seminal novela de Cory Doctorow a propósito del 11-S, que el gobierno puede volverse en contra de los deseos del pueblo mientras éste sirva para protegerlo de sí mismo. En ‘The Division’, el gobierno lo forma el pueblo. Somos víctimas, jueces y verdugos arrastrados por la corriente, por la espiral del poder. Haremos largas cadenas para esperar a que un NPC nos dé nuestra misión de turno, con protocolo y ademán templado. La realizaremos con presteza, eficacia vigorosa y ánimo progresista. Si alguien nos ayuda, imitando la pujante realidad, daremos las gracias por el headset. Pero no nos importará ejecutar, con la misma mano firme y el mismo sentido de la hilera, a nuestros congéneres digitales. Ahí fuera es territorio comanche. Todo vale. Y ya lo diría Jürgen Habermas: «la irresponsabilidad por los daños forma parte de la esencia del terrorismo».
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