por Sergio Guerreiro
1 febrero, 2016
La primera vez que fui a un concierto fue una experiencia que recordaré toda mi vida, dejando al margen la cola kilométrica que había que hacer para entrar al recinto y los problemas que hubo con el aforo y las entradas. Me encontraba en lo alto de un valle verde, rodeado de gente con chaquetas de cuero, ropa de verano y veteranos de otros tours del artista, con camisetas de las giras correspondientes como si fueran una muestra de experiencia y amor que no les podía quitar nadie. Por fuera, éramos gente distinta, pero una vez salió el Boss al escenario todos fuimos uno. La música empezó a sonar, la euforia se desató y esa sensación de calidez y belleza que fue inexplicable no desapareció hasta que acabó. Sin duda será uno de mis recuerdos más vívidos y me implantó la pequeña necesidad de hacer un día algo parecido; de hacer que un montón de gente estuviera unida por uno de los amores más puros que hay en el mundo.
Debido a esta pequeña anécdota no es de extrañar que, cuando se anunció ‘BigFest’, servidor no parase de salivar. Su propuesta, que permitía al jugador escoger qué bandas podrían tocar, entre otras consideraciones, era demasiado buena, demasiado inspiradora como para dejarla pasar. Una vez se anunció, desapareció. Hasta el pasado noviembre, no volvió a asomar por los medios, y lo hizo con una nota de prensa que no hacía sino señalar su lanzamiento en ese mismo instante. Huelga decir que cayó el primer día y que se ha vuelto uno de los mejores complementos para mi Vita.
El título de On The Metal se presenta como un tycoon cualquiera. Como el clásico ‘Theme Park’ en su terreno más básico, hemos abierto nuestro festival de música independiente. Un terreno verde en lo que parece ser las Midlands británicas, que ya viene equipado con un escenario, generador, y un montón de chatarra que limpiar tarde o temprano (por eso salió tan barato). Estaba vacío, era desolador. Pero en cuanto llegó mi ayudante, BigDave, que con su gorro y mostacho tenía un parecido más que sospechoso a Lemmy Kilmister, la ilusión volvió, y con ella la necesidad de hacer que ese lugar, MI festival, fuera el mejor del mundo.
El veterano me enseñó lo primero y lo más básico: que hacen falta grupos. Aunque de primeras me puso en contacto con unos que ya tenía preparados el tutorial, la manera de seleccionarlos era aún mejor. Uno de los menús iniciales conecta con una web que agrupa artistas independientes a modo de Spotify: Jamendo, que nos enseña una lista dividida por géneros con los grupos que podemos contratar para nuestros futuros conciertos. Al pulsar sobre uno de ellos, se reproduce una muestra de la canción (como ocurre en iTunes) y a partir de ahí, pasamos a seleccionar con cuáles estableceremos contacto. Una pena que sea un sistema más bien precario en el que sólo podamos tener ocho canciones almacenadas, pero el mero hecho de ir uno a uno, escuchando si merecen la pena o no y si querríamos subirlos al escenario que nosotros gobernamos te introduce muy bien en la situación. A lo tonto, también nos sirve para descubrir grupos, de lo que yo he tenido mi ración con ejemplos como Vagos Permanentes, Singleton o Houdini Roadshow.
Una vez tenemos la música y empieza a llegar el público, hay que generar ingresos. Para empezar, hay que poner puestos de venta: de comida, de bebida y de merchandising. «Ich Liebe Kapitalismus» grito antes de mandar a un ayudante a construir las casetas para recibir dinero contante y sonante, aunque hay que tener en cuenta que no vale con construirlas al tuntún. Los puestos tienen que satisfacer las necesidades de los visitantes, o si no, no venderán nada. Durante los primeros compases, cuando el número es limitado, se vuelve todo un pequeño baile de cambio de puestos según vamos nos vamos adaptando a los gustos de cada uno (que varían en función de si es de noche, llueve, nieva, etc.). Un baile frenético debido a nuestras ansias de ganar dinero y nuestra falta de mano de obra. Casi como si estuviéramos organizando un evento de verdad. Sin embargo, cuanto más crecemos y más nos podemos expandir, la presión desaparece y el festival se acaba gestionando solo, de una manera similar a lo visto en ‘Omerta’ o en la saga ‘Tropico’ desde que la cogió Haemimont Games. Pero tampoco es algo que se le pueda echar en cara (tampoco hay un fail state per se), el juego fluye, disfrutamos de la música y nos mantenemos entretenidos haciendo frente a las diversas situaciones o echando a gente indeseada.
‘BigFest’ no es el mejor juego de la Vita. Su virtud está en que es una excusa para conocer grupos nuevos y no parar de oírlos tocar hasta que nos revienten los tímpanos
Éste es el último pilar, el que hace que el juego no decaiga: la llegada de personas que no hacen sino arruinar nuestro templo dedicado a la música (y al amor libre dentro de las tiendas de campaña). Por ello, siempre tenemos que estar pendientes de echarlos y de que no manden nuestro nirvana en la Tierra a tomar viento. Aunque al principio sólo tendremos la sensación de disparar echar a hippies que no se lavan o espontáneos en pelotas, el juego va añadiendo amenazas más peligrosas como pirómanos, gente que sabotea retretes, valkirias, vampiros, hombres lobo… o asistentes con problemas a los que tendremos que ayudar. Pero también hay pequeños asesinos silenciosos: basura que se acumula y que tendremos que limpiar (que puede ir de una lavadora a una caravana, pero seamos serios, hay gente que tiraría eso en un evento si pudiera) o mantener un ojo en las peticiones de las bandas, la prensa, las reparaciones de las duchas, váteres… Una vez pasado el estrés inicial, el juego fluye mientras nos enfrentamos a estas amenazas, siendo nuestros encargados esos héroes desconocidos que no hacen sino proteger y velar por el bien de todos los melómanos, pues querremos cumplir con creces para que el Vibe (el estado del festival, por llamarlo de alguna manera) siempre esté alto.
Con estas tres simples mecánicas (y otras que no menciono para no destriparlo todo), ‘BigFest’ puede no ser el mejor juego de la Vita, ni el mejor simulador estilo tycoon; pero yo no le pido eso, y creo que nadie debería. Su virtud está en que es una excusa para conocer grupos nuevos y no parar de oírlos tocar hasta que nos revienten los tímpanos mientras jugamos una versión fácil de ‘Theme Park’. Pero es una buena idea. Sí, tiene sus fallos: la conectividad del juego es pésima pese a que depende de ella para bajar las canciones, tanto las que elijamos como las que nos imponen los “Conciertos especiales”, y los asistentes no paran quietos ya que siempre van de tienda en tienda y no se quedan en la zona del escenario viviendo la música, lo que rompe la sensación de verosimilitud. Pero es una bella mentira, y ahora que me encuentro encima del escenario, con las puertas cerradas y los asistentes en sus casas, puedo decir que no me arrepiento de haberla vivido.
¡Nos hemos mudado!
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