Bendito pasado

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30 septiembre, 2015

El presente artículo (debidamente revisado) fue publicado originalmente el 12 de mayo de 2014 en GameReport #2

La etiqueta retro, acuñada antes incluso del cambio de siglo, ha servido para separar con una línea generacional las obras contemporáneas de aquéllas que, en muchos casos, se sustentan por la nostalgia. Quizá, los jugadores veteranos tendemos a confundir el valor residual del recuerdo de una experiencia con su valor real, prolongable a lo largo del tiempo y libre de la perversión de la memoria a largo plazo. En GameReport tenemos la firme convicción de que todo videojuego debe apreciarse en torno a su valor atemporal, no necesariamente desligado de sus circunstancias, pero sin obviar su capacidad para resultar atractivo a jugadores que no compartieran su contexto.

El videojuego ha crecido. El jugador también. Ninguno de los dos es el mismo de hace unos lustros. No hablamos solamente de esa evolución tecnológica que crece —cada vez menos— con cada generación ni de la madurez de un medio que ha ido encontrando en el cine lo que le faltaba para alcanzar el clímax comercial. Ni siquiera de esas coronillas que ralean mientras los llantos de la prole reclaman una atención que ya no irá a los pixelados compañeros de fatigas. Nada de eso. Hablamos de la necesidad de eliminar la separación entre presente y pasado que, aun siendo obvia, no debe ni tomar por caducas a las obras más distantes ni enarbolar tiempos pretéritos cual Karina buscando en el baúl de los recuerdos. La defensa del pasado es hermosa por antonomasia, pero si no está apoyada en su valor real para el jugador actual, no será más que un mero alegato nostálgico proferido por un carcamal.

¿Y cuál es ese valor real? ¿Cómo se podría medir, por ejemplo, la capacidad de un juego para seguir seduciendo por mucho que pasen los años? No existe un método taxativo, pero sí que hay pistas esparcidas a lo largo de más de tres décadas de videojuegos comerciales. Como modelos orientativos, por un lado tenemos las obras que si bien pudieron suponer un avance fueron superadas continuamente por otras parecidas —en ocasiones sus propias secuelas—, y por otro tenemos las que siguen siendo referencia de una forma concreta de entender los videojuegos. Esta distinción, tal vez, pudiera ser más acertada que la basta disgregación por tiempo o generación (¿cuándo vamos a empezar a considerar retro los juegos de PlayStation 2?), separando la paja del trigo, lo obsoleto de lo aún vigente. Por supuesto, hay obras de hace veinte años que siguen siendo actuales mientras otras nacen ya rancias.

La originalidad, la explotación del mecanismo jugable y el buen aprovechamiento de los recursos disponibles suelen ser conditio sine qua non para conseguir esa ansiada atemporalidad. Dejando de lado la nostalgia, en cuyo seno cualquier mediocridad puede ser elevada a categoría de culto, los videojuegos del pasado que conservan intacto su valor suelen cumplir a rajatabla esos mandamientos. ¿Quieren ejemplos? ‘Kula World’, ‘Tombi!’, ‘Blaster Master’ o ‘Wonder Boy III: The Dragon’s Trap’ son tan de hoy como cualquier juego next gen. No como documento histórico, no como un eslabón interesante para la prosperidad del medio, sino como videojuego CAPAZ DE SEGUIR COMPITIENDO contra cualquier novedad.

Kula World, Tombi!, Blaster Master y Wonder Boy III

Por eso, hablar de juegos retro para referirnos a títulos de hace varias generaciones es, si no un error, algo de lo que no hay que abusar. Los videojuegos son videojuegos, y por mucho que la carga tecnológica haga tan diferenciables los títulos muy distanciados en el tiempo, no dejan de ser videojuegos. Material cultural. Un contexto y una ubicación temporal no significan tanto cuando muchos juegos son capaces de trascenderlos, aunque sea en parte. A veces parece mentira que estemos ante un medio tan joven y tengamos la necesidad de ir pegando etiquetas a todo. Quizá haya que fijarse en otras disciplinas más asentadas y dilatadas en el tiempo: no es tan habitual oír hablar de música retro o literatura retro, simplemente se acude a la obra que interesa independientemente del momento de su publicación. El tiempo no es tan importante, sí lo es el jugador y sí lo es el videojuego. Mandemos el primero a su merecido segundo plano, no seamos tan ciegos de quedarnos con las apariencias. Sí, los marcianitos seguramente sean las pinturas rupestres videojueguiles, pero quizá aún andamos pintarrajeando en cuevas, sólo que con más colores.

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