por Marcos Gabarri
18 febrero, 2016
Frank Sinatra estrena canción en la radio. Por lo visto, dice que me he criado en la ciudad que nunca duerme. Sus canciones siempre me hacen recordar y, esta vez, no ha podido ser más oportuno, aunque ahora mismo no comparta su optimismo. Al igual que Nueva York, yo también llevo años desafiando las leyes de Morfeo. Me acostumbré a deambular por ese ente nocturno que ha concebido América, dotándolo de resplandecientes luces que barren la negrura de su corazón. Pero, poco a poco, he visto cómo la ciudad se fue convirtiendo en un ser vivo cuyos focos se han marchitado. He sido testigo de cómo sus majestuosas farolas han ido perdiendo fuelle, siendo ya incapaces de arrojar luz a la tenebrosidad de la noche, donde habita lo más sucio de nuestra naturaleza. Corrupción, delincuencia y escoria: ése es mi hogar. O al menos lo ha sido. Lo fue desde aquel día, en el que asesinaron a mi padre. Entre lágrimas, mi madre cogió lo poco que teníamos y se dejó arrastrar por la espiral de luces de una ciudad envenenada, bajo la excusa de un futuro mejor. Al igual que la misteriosa atracción de las polillas hacia la luz, nosotros también acabamos revoloteando alrededor de la muerte. Pero hoy, justo hoy, hace un año que terminó todo. Hace un año que me fui por la puerta de atrás y de la peor manera posible. Como la rata que soy. Y ha tenido que venir Frank Sinatra a recordármelo.
Aquella tarde me quedé haciendo horas extra. Quería avanzar en el caso de Nile. Desde que me convertí en poli nunca me habían gustado los trabajos de infiltración, por eso dejé que Bradley se encargara de la peor parte. Llevábamos meses siguiéndoles la pista, recopilando información sobre sus trapicheos con obras de arte. A simple vista, a Bradley no le importó codearse con una de las organizaciones criminales más poderosas. De hecho, a ojos del departamento, parecía tranquilo. En los pasillos se escuchaban todo tipo de elogios a su encomiable actuación, comentarios sobre su maestría para hacer el trabajo sucio. Tonterías. Me hubiera apostado mi colección de vinilos a que en más de una ocasión sus huevos ocuparon el lugar de su corbata. A pesar de mi fama de tipo solitario, Bradley era mi amigo y en aquel momento creía conocerlo bien. Mi compañero estaba lejos de ser un tipo duro. Y mucho más lejos de ser un traidor.
El estridente ring del teléfono rompió la calma de mi despacho justo cuando el sueño comenzaba a llamar a mi puerta. Jamás sospeché que la voz que escucharía al otro lado del auricular cambiaría mi vida para siempre. Sin dar crédito a sus palabras, cogí mi chaqueta y me dirigí lo más rápido posible al muelle. Estaba empezando a anochecer. Cuando llegué, allí estaba, dándome la espalda frente a las aguas del río Hudson. Parecía que estaba esperándome. Nublado por la ira, le apunté con mi arma y le pregunté por qué. Pero antes de que pudiera darse la vuelta, apreté el gatillo. Fui un auténtico estúpido. Tanto deseé que pagara por su traición que me dejé llevar por un arrebato de odio. Mis manos manchadas de pólvora quedaron paralizadas mientras Bradley caía al agua, susurrando el nombre de Mila. Lo peor de todo es que no tuve el valor de ir a rescatarlo.
Esa misma noche volví a la comisaría a entregar mi placa. Gracias a mi reputación en el cuerpo pude alegar que fue defensa propia. La verdad es que me salvé de una buena. Después de eso no tardé en empaquetar mis cosas y lanzarme a la carretera, sin rumbo. Necesitaba aclarar mis ideas bajo los efectos de un buen Bourbon. Nueva York era demasiado bulliciosa y llena de recuerdos como para poder concentrarse. Pero tras un par de semanas de aislamiento, me di cuenta de que deseaba volver a ese estercolero de luces apagadas. A través de las cartas de mi madre me enteraba de cómo iban las cosas en la gran ciudad. Según decía, el cuerpo de Bradley seguía sin aparecer, como si las aguas del Hudson se lo hubieran tragado. La jefatura echaba humos y yo no hacía más que torturarme en moteles de carretera. Me pasaba las noches en vela ojeando entre los informes que pude rescatar en mi viejo maletín, buscando una explicación. Estaba seguro de que Bradley tuvo una buena razón para acabar metido hasta el cuello en los asuntos de esa panda de criminales. Lo que estaba claro es tenía que encontrar una respuesta si no quería acabar loco de remate. Sin quererlo, me convencí a mi mismo de que Bradley sobrevivió al disparo. Y aún hoy, esa esperanza continúa siendo el motor de mi vida.
Desde aquel día tengo que reconocer que perdí el norte. Incluso llegó un punto en que acabé durmiendo en el coche. Los dólares se me iban de las manos sin ninguna fuente de ingresos. Si la cosa seguía así pronto acabaría sin blanca atrapado en un callejón sin salida. Tenía que hacer lo que fuera para que mi búsqueda continuase su curso. Fue así como seguí el consejo de mi madre. Llevaba semanas diciéndome que en nuestra antigua casa, en Los Ángeles, un viejo conocido de papá podía darme trabajo. Se refería a Ed, un tipo malhumorado que tiene una empresa dedicada a la venta a domicilio de productos domésticos. Una tapadera. En realidad Red Crown se dedica a la búsqueda de objetos de extraña naturaleza, por definirlo de alguna manera. Sin meditarlo mucho, y al ver como el rastro de Bradley se esfumaba por la falta de capital, decidí aceptar el trabajo y mudarme a California. Por suerte, enseguida hice migas con Rachel, la ayudante de Ed. Fue como si la conociera de toda la vida y pude soltar con ella todos los demonios que llevo dentro. Ella es mi oasis en este desierto urbano que me vio nacer. Un lugar en el que las luces de la noche son más brillantes de lo que a mí me gustaría.
Desde la otra punta del país hago lo que puedo. Creo que mi instinto de policía se está atrofiando, pero un año no es suficiente para matarlo. Sigo teniendo a Nile en el punto de mira y un presentimiento de que tarde o temprano daré con la verdad. Estar lejos de Nueva York no ayuda. De momento no me queda otra que seguir maldiciendo ese día. El día que me fui por la puerta de atrás.
Entre esta amalgama de recuerdos Frank Sinatra ha terminado su canción y yo mi vaso de Bourbon. La verdad es que envidio al bueno de Frank, hablando de un nuevo comienzo en la vieja Nueva York. Quién pudiera. En mi apartamento de Los Ángeles, lo que en su día fue la habitación de un viejo hotel, espero que la siguiente canción sea un jazz melancólico de esos que, sin letra, expresan toda su nostalgia taciturna a través del fluir de las notas de un buen saxo. De momento, la música es lo único que me devuelve la sonrisa. Hasta que te encuentre. Porque sé que algún día lo haré.
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