Keiichiro Toyama

Lo importante es el camino

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5 mayo, 2016

Keiichiro Toyama soñaba. Ya fuera con mundos etéreos o suburbios de pesadilla, le tentaba la idea de saltar al vacío, sentir el vértigo de caer en una espiral de terror, de tonos oscuros y herrumbrosos, o con un cielo de color cambiante, atravesando los callejones de una ciudad flotante. Soñaba, no sólo para disfrutarlo, sino para convertirlo en una realidad.

El autor

En los pasillos de una escuela de arte cualquiera, el destino se encontró con Keiichiro Toyama, casi de casualidad, como si no quisiera ver lo que escondía aquel joven estudiante de diseño, un asistente más a un seminario de orientación laboral impartido por Sega. Algo (o alguien) encendió una chispa en aquella mente adicta a mundos virtuales contenidos en pequeños cartuchos de plástico. Los videojuegos dejarían de ser un mero acompañante con el que quemar las horas muertas: ahora serían su trabajo. Era 1994: los dieciséis bits empezaban a morir, PlayStation acababa de salir al mercado y el videojuego luchaba por resurgir de las cenizas que había dejado el estallido de la burbuja financiera en Japón a finales de la década de los 80. Era el momento de lanzarse, bucear entre el amasijo de vacantes creadas en una industria hambrienta de jóvenes talentos.

La búsqueda no tardó en dar resultados: con unos cuantas ofertas encima de la mesa, los pasos de Keiichiro se encaminarían hacia Konami, ya convertida en un gigante que se enfrentaba a los desafíos que planteaba el 3D, el nuevo estándar de la industria. Al mismo tiempo, en aquel caldo de cultivo de principios de los 90 donde la tecnología empezaba a girar a la misma velocidad que los engranajes de los creativos, Frédérick Raynal transportaba el terror cósmico a una dimensión desconocida hasta el momento: ‘Alone in the Dark’ sería el título que apuntalara el término survival horror y una piedra angular para la retroalimentación entre medios.

Dos años después, en la otra punta del mundo, River Hill Software redimía a Raynal de sus errores con ‘Doctor Hauzer’ para 3DO, sustituyendo el lento combate contra las abominaciones de la mansión Derceto por el prueba y error dentro de una casa plagada de trampas mortales. Keiichiro Toyama estaba ahí para vivir la revolución: juegos de cámaras fijas, movimiento libre en entornos 3D, animaciones específicas para la apertura de puertas y tres puntos de vista diferentes suponían un antes y un después para el jugador del momento. Aunque Keiichiro era un aprensivo de manual capaz de asustarse con su propia sombra, logró avanzar erráticamente decidido a comprender los delicados engranajes del miedo, más allá de los festines de sangre y vísceras de Jason y compañía.

Al mismo tiempo, Konami seguía desarrollando a sus nuevos talentos. Bajo la atenta mirada de Hideo Kojima, se encargaría de ajustar colores y crear nuevo contenido para la versión de ‘Snatcher’ de Sega Mega-CD. Inmediatamente después, pasaría al equipo encargado de actualizar ‘Track & Field’, donde acabaría marcado por el 3D y la captura de movimientos. Las dos dimensiones eran el pasado.

Silent Hill - Keiichiro Toyama

Nieblas eternas

En aquellos tiempos, por las oficinas de Konami todavía corría aire fresco. Entendían a la perfección que debían dar todos los medios necesarios a equipos jóvenes formados desde cero, ajenos al apoltronamiento del creativo consagrado y los sillones apolillados de los accionistas: en ese mismo momento, el destino se volvió a cruzar con Keiichiro Toyama. Como él mismo confesaría años después, el survival horror se convirtió en una de sus grandes pasiones por una simple petición de la compañía para que se pusiera al frente de un nuevo proyecto: a priori, Toyama nunca pensó que el género, después de ‘Resident Evil’ y ‘Alone in the Dark’, fuera algo que encajara con su estilo. Pero entre los muchos proyectos que se le presentaron para empezar a dirigir, hubo uno que destacaba por encima de todos los demás: uno sobre un pueblo maldito sobre el que reposaba una niebla permanente; un pueblo donde monstruos imposibles y cultos satánicos convivían con historias de redención personal. Así, Team Silent comenzaba su leyenda.

Un grupo desubicado, apartado de proyectos que no habían encontrado el éxito comercial, con escasa experiencia previa y la amenaza de encontrarse en la calle si fallaban. Un grupo al que le dio completamente igual que Konami les dijera que quería un juego del gusto americano, como Capcom había hecho con ‘Resident Evil’. ‘Silent Hill’ abrazaba el terror psicológico de David Lynch o ‘La escalera de Jacob’, la ‘Alicia’ de Jan Švankmajer, la construcción de atmósferas del teatro noh japonés y las abominaciones salidas de la perturbada mente de Masahiro Ito (influenciado a su vez por Francis Bacon), y los relatos de Edogawa Rampo (destacando ‘La oruga’, publicada en 1934 y censurada por el gobierno japonés en el marco de la Segunda Guerra Mundial) para explorar los miedos humanos: sentirse un engranaje más en una cadena que no controlamos, incapaces de enfrentarnos al mismo tiempo con el incierto futuro y el oscuro pasado.

Era 1999 y nadie había visto nada igual. ‘Silent Hill’ continuaría con gran parte del equipo original pero Keiichiro Toyama ya no estaría entre ellos: todo había ido demasiado rápido para él y sentía que estorbaba al emergente talento del Team Silent. Poco tiempo después, Sony le puso una oferta encima de la mesa: dirigir otro proyecto sin la presión de continuar con uno de los nuevos pilares de Konami. Era el momento de volver a aprender desde el principio.

Forbidden Siren Japanese Cover

La sirena prohibida

Sony daría carta blanca a Toyama en su nuevo proyecto: frente a la soledad de ‘Silent Hill’, ‘Siren’ adquiría un carácter de obra coral a lo ‘Battle Royale’ o ‘Shiki’ durante las tres entregas que se gestarían en SCE Japan. ‘Siren’ —o ‘Forbidden Siren’, como se conocería en tierras europeas— nos sitúa en el tembloroso pellejo de personas normales: gente como tú y como yo que se ven atrapados en el aislado pueblo de Hanuda, víctimas de un ritual fallido que los convertirá progresivamente en seres de pesadilla: los shibito.

Estructurado en episodios de corta duración, ‘Siren’ retomaba el gusto por lo psicológico, convirtiéndonos al mismo tiempo en cazador y presa gracias al sightjacking, la posibilidad de sintonizar la visión de nuestros enemigos. Así, podíamos planificar nuestro recorrido por los escenarios, evitando a los cuasi inmortales shibito y cruzándonos con los demás personajes que formaban parte de la trama, haciéndoles la vida más fácil si conseguíamos completar los objetivos secundarios en cada capítulo. ¿Que has abierto una puerta con una llave que había en una cabaña remota? Si otro personaje pasa por ahí, tendrá la puerta abierta y se ahorrará unos cuantos tramos llenos de reinicios: un detalle que daba consistencia al universo del juego, ayudado por las numerosas notas y coleccionables que nos encontrábamos desperdigados por los escenarios.

‘Siren’ no encontró el éxito comercial en ninguna de sus tres entregas, con una última en PlayStation 3 que se concibió como un reboot que no consiguió apelar ni al fan de toda la vida ni al nuevo consumidor de la franquicia. Su dificultad excesiva, la paciencia que exigía para empezar a jugar bajo sus reglas y su carácter eminentemente japonés, utilizando rostros digitalizados de actores del país, lo condenaron a un ostracismo inmerecido. Keiichiro Toyama había madurado a nivel de mecánicas pero todavía no había encontrado su propia voz en la industria.

Era el momento de alejarse de los oscuros pasillos del survival horror.

«Sólo una historia… Hay diez millones como ésta en la gran ciudad perdida en el infinito»

La obra

Siempre había otro camino… La única manera de recordarlo era volver a tirar del freno, retornando a la mente del joven Keiichiro Toyama, aquel estudiante de arte que no quería oír portazos en la noche ni quedarse con la luz apagada. La chispa saltó: hace veinte años que conocía a Moebius. Veinte años en los que había deseado hacer un juego con esas imágenes llenas de colores cambiantes, ciudades flotantes en medio de la nada decididas a no caer frente a las leyes de la gravedad.

Ojeando sus viejas revistas, encontró primero el marco perfecto: ‘The Long Tomorrow’, la historieta de dieciséis páginas publicada por Jean Giraud y Dan O’Bannon en Metal Hurlant durante 1975, sería el germen de una ciudad llena de vida, donde infinitas historias se cruzarían en el camino del jugador. La mecánica tampoco estaría en un estante muy lejano: con una sola viñeta de ‘El Incal’ —cómic dibujado por Moebius pero cuyo guión fue escrito por Alejandro Jodorowsky— y una visión mucho más optimista y colorida que la oscura visión sci-fi de los 80, Toyama iría desmadejando la historia de Kat, la protagonista de ‘Gravity Rush’, Dusty, su fiel acompañante, y la ciudad de Hekseville. Alfons Mucha haría el resto.

Gravity Rush Main Artwork - Keiichiro Toyama

Caer hacia el cielo

En ‘Gravity Rush’ siempre hay otro camino, uno que creamos cada vez que levantamos los pies del suelo, capaces de ir de un punto a otro del mapa sin indicaciones. Lo que en cualquier sandbox sería siempre un pesado tramite —¡recadero!—, aquí es siempre un placer: una mecánica como el uso de la gravedad, creada desde cero, fuente de todos los problemas que arrastró un desarrollo entre dos plataformas (primero PlayStation 3, poco después PS Vita) es el mayor acierto del título, capaz de hacernos sentir el aire en la cara mientras caemos a toda velocidad entre tuberías y edificios, descubriendo todos los rincones que los desarrolladores han dejado diseminados por las cuatro partes en las que se divide la ciudad de Hekseville. Los detalles le dan vida a esta ciudad flotante suspendida sobre un abismo infinito: el trasiego continuo de sus habitantes, Kat agitando los brazos cada vez que se lanza a toda velocidad hacia el cielo (o hacia el suelo), la pequeña casa que montamos en una tubería cualquiera…

Desgraciadamente, el camino acaba siendo más disfrutable que el destino. Las misiones principales marcadas en el mapa dejan poco sitio para la improvisación y abusan del relleno: la mayoría son un repaso a lo más conservador del género, con su dosis de plataformeo y combate en áreas cerradas, sin la suficiente imaginación para ponernos en un brete. En pocos momentos sentiremos que explota las mecánicas de gravedad ni nos demanda algo más allá de la patada deslizante y los ataques especiales que iremos consiguiendo a lo largo de la partida. Sólo cuando ‘Gravity Rush’ decide librarse de las cadenas que él mismo se impone, ya sea dejándonos explorar la ciudad a nuestro libre albedrío, batallando en las alturas con los jefes finales, o tirando hacia la vertiente más surrealista de la historia, es cuando alza el vuelo. A la experiencia ayuda la posibilidad de mejorar nuestras habilidades gravitatorias mediante las gemas desperdigadas por todo el escenario, absolutamente necesarias a posteriori para enfrentar los desafíos que desbloquearemos a lo largo de la partida, que no escapan a la típica contrarreloj o al acaba con todos los enemigos que apelan a nuestra vertiente completista.

kat Artwork Gravity Rush Keiichiro Toyama

La historia, contada a través de viñetas, es agradable y no desentona con un universo asolado por tormentas de gravedad y seres venidos de otras dimensiones, pero deja demasiados cabos sueltos con un final abrupto y precipitado, seguramente motivado por la necesidad de ser título de lanzamiento de PS Vita. Ahora, en PlayStation 4, todo el impacto técnico que pudiera tener en el jugador de entonces, que no había visto nada igual en una portátil, se suaviza: el apartado artístico sigue enamorando y quedarse hipnotizado, colgado del lateral de un edificio mientras pequeños artefactos voladores sobrevuelan el cielo de Hekseville y la ciudad cobra vida a nuestros pies, no será algo extraño cada vez que revisitemos el juego. Pero no es lo mismo: era un amor de juventud. Fue bonito mientras duró y ‘Gravity Rush’, aun con el remozado apartado gráfico, no ha resistido tan bien como desearíamos el paso del tiempo.

Pero quizás lo que acaba haciendo la propuesta a nivel audiovisual redonda es su banda sonora: sin entorpecer, siempre infatigable, nos traslada a una pequeña ciudad europea, con piezas que nunca caen en el estruendo épico o la monotonía insufrible. Su compositor, Kohei Tanaka, capta las sensaciones que produce caer en un mundo desconocido a la vez que nos introduce en los diferentes entornos que vamos visitando: si no nos lleva al barrio del placer, jugueteando con violines y trompetas mientras Hekseville abre sus locales de juego, nos lanza hacia el cielo, dispuestos a luchar contra los enigmáticos Nevi, con un ritmo continuo salpicado de breves interrupciones que nos recuerdan que volvemos a volar.

Keiichiro Toyama nunca ha sido un gran narrador de historias pero sí un buen creador de trayectos. En ningún momento necesita explicarnos sus reglas: las mecánicas hablan por sí solas —duras, inclementes—, haciendo del viaje un lugar mucho más agradable una vez las asumimos como propias. ‘Gravity Rush’ sólo es la culminación de un viaje que empezó casi de casualidad, cogiendo de aquí y de allá y dando una nueva vuelta de tuerca a lo que su época le dictaba: «ya existen demasiados juegos idénticos en el mundo para que uno más decida aportar nada» parecería un lema válido para la trayectoria de este creativo japonés, siempre intentando alejarse de esa obstinación nacional a la hora de comprender el videojuego. Parece que ha sido uno de los pocos valientes, capaces de levantar sus pies del suelo y, sin miedo, lanzarse a un cielo de colores cambiantes o caer a un infierno oxidado.

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