por Carlos Ramírez
18 julio, 2018
Hace un par de meses saltaba la liebre del debate sobre qué es un videojuego. Ocurría, cómo no, en Twitter, a raíz de un tuit que dudaba si llamar «juegos» a los conocidos como walking simulators. Y aunque hubo opiniones para todos los gustos y de todos los colores, al final se redujeron a dos posturas bastante claras: la de aquellos que encuentran en lo real —el sistema de reglas— el elemento indispensable sin el cual el juego no puede existir, y la de aquellos que encuentran en lo ficticio —la historia, la música y cualesquiera otros elementos narrativos y estéticos— un conjunto de elementos demasiado importante como para reducir la naturaleza del juego a un esqueleto hecho a base de reglas. Y entre ambos polos, la escala de grises, claro. Este es un debate bastante viejo y yo diría que, o bien superado o bien inagotable. Durante muchos años se pensó que en el campo de los game studies existían dos «equipos» en pugna por la verdad sobre el videojuego. A estos dos bandos se les ha conocido como ludólogos y narratólogos. Diablos, existe incluso un metadebate sobre si esta división existió alguna vez siquiera en la Academia o todo ha sido una mala interpretación de más de dos décadas de estudio del videojuego desde una perspectiva seria. Pero retrocedamos un poco para ver de dónde viene todo este asunto.
¿Qué son los game studies?
Los game studies, más que una disciplina, se definen mejor como un enfoque multidisciplinar. «Enfoque» porque su propósito no es, por confuso que parezca, estudiar los juegos, sino estudiar cualquier fenómeno posible desde un punto de vista lúdico. Y «multidisciplinar» porque dicho enfoque puede ser asumido desde numerosas disciplinas académicas: la narratología, la sociología, la pedagogía, la antropología, etc. Esta es mi interpretación de los game studies, aunque hay quien prefiere verlos como una rama científica para el análisis exclusivo del juego digital, y hay quien incluye también el juego analógico. Yo prefiero abrirme a todo lo que pueda ser estudiado desde un punto de vista lúdico: el juego infantil (el juego como paidia, como «libre improvisación y despreocupada alegría» según Caillois), el juego en los animales, la novela ‘Rayuela’ de Cortázar, o el acto sexual como una suerte de juego de rol. Hace unos años traté de analizar la novela ‘Battle Royale’ en clave de juego (aquí y aquí) en lo que considero un caso de game studies.
En su muy recomendable artículo ‘Videogames are a Mess’ (2009), Ian Bogost, diseñador de juegos, crítico e investigador del Instituto de Tecnología de Georgia, le da un repasito a la historia de los game studies, cuyo primer gran reto como emergente disciplina académica no fue otro que delimitar aquello que había venido a estudiar. La pregunta ¿qué es un videojuego? no es ni tan nueva, ni tan simple ni tan absurda como pueda parecer. Bebe de una necesidad humana. Queremos entender lo que tenemos delante. Y aunque rara vez alcancemos una conclusión definitiva (mucho menos en las ciencias sociales y humanísticas), no deja de ser un proceso divertido y natural, una voz cálida que nos llama desde que somos niños.
Ludología vs. narratología
La primera tarea de quienes decidiesen aventurarse a explorar este nuevo campo de estudio no podía ser otra que bautizarse. Fue un investigador uruguayo, Gonzalo Frasca, quien popularizó el término ludología para referirse al estudio del juego en su sentido más amplio (incluidos el juego, el jugador, el acto de jugar y el contexto sociocultural de estos tres elementos). En ‘Ludology meets Narratology: Similitude and Differences Between (Video) Games and Narrative’ (1999), el texto original, ya se entrevé que la supuesta batalla entre unos y otros no era necesaria, si bien, de algún modo, el manifiesto de Frasca acabó invocando al demonio con sólo nombrarlo.
La palabra de marras, a todo esto, no emergió de la nada. Bebe del latín ludus, y remite a un modelo sociológico del juego publicado en 1958 por Roger Caillois: ‘Les jeux et les hommes: Le masque et le vertige’. En su ensayo, entre muchas otras cosas, Caillois propone los términos paidia y ludus como respectivos equivalentes de play y game en inglés, pues es este idioma uno de los pocos que establece una diferencia, necesaria para el estudio académico, entre dos clases de juego. Pero no vamos a abrir esta puerta de momento. Lo más importante de este periodo es que, según Bogost, Frasca no estuvo muy fino al tratar de legitimar, aunque con toda la buena intención del mundo, la necesidad de los juegos tradicionales de ser estudiados bajo una misma categoría (la ludología, por supuesto), comparándose precisamente con la narratología. No fue la comparación, sino el objeto comparado, lo que desató el debate. La narratología, en fin, no había sido inventada de la nada para unificar las teorías provenientes de las distintas disciplinas que estudiaban la narrativa, así que quizá la comparación no fue la más acertada. En cualquier caso, sirvió durante un tiempo para poner nombre a la ciencia detrás del estudio del juego, que no es poca cosa.
Idealismo vs. realismo
Sea como fuere, a partir de principios de siglo, en especial desde la inauguración de la revista digital Game Studies en julio de 2001 por parte de Espen Aarseth, el videojuego ha atraído a una miríada de investigadores de múltiples campos. Bajo el lema «Creando una nueva disciplina», los llamados game scholars comienzan a desarrollar una segunda etapa que Bogost interpreta como una búsqueda de los componentes típicos e integrantes del lenguaje videoludográfico. Se suman nombres hoy fundamentales como Aarseth, Mateas, Zimmerman, Juul, Ryan, Eskelinen, Newman, Egenfeldt-Nielsen, Pajares Tosca, Sicart…, fuentes inagotables de ideas para todo aquel que quiera bucear en el estudio en profundidad del videojuego.
Pero la pregunta sigue abierta: ¿qué es lo que define a un juego digital?
Jesper Juul, game designer y teórico danés del IT University de Copenhague, concreta en ‘Half-Real: Video Games between Real Rules and Fictional Worlds’ (2005) una idea que venía sobrevolando los game studies desde su concepción, la posibilidad de que los videojuegos sean a la vez algo lúdico y ficcional:
«[…] video games are two rather different things at the same time: video games are real in that they are made of real rules that players actually interact with; that winning or losing a game is a real event. However, when winning a game by slaying a dragon, the dragon is not a real dragon, but a fictional one. To play a video game is therefore to interact with real rules while imagining a fictional world and a video game is a set of rules as well a fictional world».
Para entender mejor el paradigma que atravesamos en este periodo, podemos preguntarnos lo siguiente a modo de experimento:
«Si a [introduzca aquí su videojuego] le quito la narración, los personajes, la música, y cualesquiera otros elementos relacionados con la historia, ¿qué me queda?».
Para algunos, las reglas, y eso sería suficiente para hallar la respuesta a la pregunta: «Los juegos digitales son, ante todo, sistemas de reglas». Para otros, la cosa no estaría tan clara, pues las reglas serían una unidad demasiado abstracta como para generar significado por sí misma: «El videojuego, pues, requiere de una ficción para ser». El caso es que Bogost entiende este intrincado rompecabezas como un emocionante conflicto entre idealismo y realismo. De preguntarnos ¿qué es un videojuego? habríamos pasado a: ¿Se basa la naturaleza de la realidad en ideas formadas en nuestra mente, o la realidad existe independientemente del conocimiento y la consciencia?. En castellano: ¿forma parte lo ficticio, lo imaginado, de la propia naturaleza del videojuego, o no es más que el resultado de nuestra interacción con el sistema de reglas? Lo único que tenemos claro a estas alturas es que en el videojuego existen elementos fundamentales y elementos no-fundamentales, esto es, que pueden existir tanto dentro como fuera del juego.
Os propongo otro experimento. Consiste simplemente en leer el siguiente fragmento:
«[…] como sabemos, el videojuego es un lenguaje abigarrado que combina diversos tipos de significantes (imágenes, música, ruidos, palabras y textos) y diversos tipos de signos (índices, iconos y símbolos); por ello resulta improductivo inferir, de la simple coexistencia de estos componentes, una presunta unidad de código […]
Ahora, frente a la total apertura del videojuego a las más variadas aportaciones, frente a esta especie de indiscriminada hospitalidad, puede surgir espontáneamente la idea de que todos los códigos que pueden encontrarse en el videojuego son, por eso mismo, videoludográficos y que por ello el lenguaje videoludográfico no tiene peculiaridad alguna.
En realidad existen, en la heterogeneidad de los componentes del videojuego, algunos que pertenecen estable y directamente al medio, y otros que proceden del exterior, de otros medios y de otros ámbitos expresivos. De ahí una primera gran distinción de base: aquella entre los códigos que son parte típica e integrante del lenguaje videoludográfico, y los códigos que, aunque dotados de un rol determinante, no están de hecho relacionados con el videojuego en cuanto tal y pueden manifestarse también en su exterior […]
La distinción, hay que precisarlo, intenta sólo poner un poco de orden en los componentes básicos de un videojuego: no hay en ella nada de normativo. No se trata de resucitar la vieja discusión sobre lo específico videoludográfico: cada videojuego se comporta como quiere y como lo cree necesario».
Parece escrito para la ocasión, ¿verdad?
En realidad esto fue enunciado en 1990 por dos prestigiosos analistas de la enunciación cinematográfica, Casetti y di Chio, quienes nunca (que se sepa) tocaron un videojuego ni se cuestionaron nada sobre él. De hecho se inspiraron en unas reflexiones de Christian Metz, importante semiólogo francés, presentadas al mundo en 1971. Lo único que he hecho ha sido cambiar las palabras cine, filme y cinematográfico por videojuego o videoludográfico. El resto se ha mantenido exactamente igual, lo cual no hace sino revelarnos que los problemas ontológicos fundamentales del videojuego no son ni únicos, ni nuevos ni sustancialmente diferentes de los de otros medios antes que él.
«¡Es sólo un juego!»
Antes de continuar quiero desviarme un momento para posicionarme sobre un tema necesario.
Hay un hecho incontestable que a estas alturas del artículo es inútil esforzarse en rebatir o ignorar: el videojuego se está estudiando en las universidades. La Academia, los doctores, jóvenes y expertos investigadores, sociólogos, psicólogos, artistas, ingenieros, antropólogos de todo el mundo, ya juegan a videojuegos. Lo hacen regularmente, a veces persiguiendo sólo metas curriculares, a veces también por pura devoción. Da igual. Lo cierto es que el videojuego ya no es sólo objeto de análisis por parte de revistas especializadas y blogs. Alguien ha desvelado el paradero del botín debajo de la gran «V» y todos acuden como locos a desenterrarlo. A algunos aficionados esto puede que no les esté sentando demasiado bien. Quizá piensen: «Y a mí, ¿qué? Me da igual lo que digan unos cuantos señores encerrados en sus despachos, viviendo en el mundo de las ideas, y enmarañando las cosas para que suenen más sofisticadas de lo que son. Es-sólo-un-juego».
Sí y no.
No es sólo un juego para los más de cien mil «gold farmers» chinos que trabajan 24/7 para atesorar los ítems más valiosos del ‘World of Warcraft’ y luego intercambiarlos por dinero real. No lo es para los jugadores profesionales surcoreanos que compiten por premios de quinientos mil dólares en competiciones masivas que son presenciadas por una audiencia de más de siete millones de personas. Tampoco para el ejército estadounidense, que emplea ‘America’s Army’ como plataforma de reclutamiento y comunicación estratégica. Ni era sólo un juego cuando le dedicaste trescientas horas a completar al 100% ‘Monster Hunter: World’, o cuando te conectaste a ‘Animal Crossing: New Leaf’ en Nochevieja sólo para recibir el regalo especial de Canela antes de medianoche.
Lo cierto es que nunca ha sido sólo un juego.
Decía el filósofo holandés Johan Huizinga que todo mundo de juego es un espacio virtual en el que las reglas del mundo real quedan suspendidas temporalmente, creando un círculo mágico que protege al mundo de juego del exterior. Lo que no dijo es que ese círculo mágico tiene una abertura. Una abertura que conecta con nuestro mundo y que explica por qué, para muchas personas, mundo real y mundo de juego están imbricados el uno con el otro.
Por otro lado, es cierto: aunque la Academia lleva tiempo estudiando las artes populares, la distancia entre ambas esferas sigue siendo, salvo contadas excepciones, un abismo. Hasta hace no mucho, un estudiante de cualquier universidad europea sólo podía investigar aquello vinculado con la invisibilidad. Lo relevante académicamente era lo intangible —o lo difunto, si se estudiaba a un autor—, y aunque hoy se hacen esfuerzos por arrimar ambas posturas, el interés de la Academia por la cultura pop sigue siendo visto por muchos como una indiscreción, cuando no directamente como un saqueo. Volvemos a lo anterior: a la Academia —la Academia como sistema, como maquinaria establecida, no los autores— le cuesta relacionarse con el resto del mundo, y el resto del mundo no quiere que lo que se diga en un simposio le afecte lo más mínimo. Me imagino ambas esferas como dos grandes vías que discurren en paralelo, conectadas de tanto en tanto por estrechas calles que poca gente conoce. Calles sin nombre y por las que a nadie le apetece pasar. En este sentido, para el grueso de los mortales, un juego es sólo un juego. Como también es un cartucho, un disco de Blu-ray, o un montón de gigabytes de información. Es una historia, un reto, un mensaje, una chorrada, un arma política, una excusa para vernos, un espacio para conocer gente nueva, también por desgracia donde la gente es acosada y perseguida, un apoyo didáctico, una lección de historia, una fuente de adicción, y una terapia para el autismo. El videojuego es todo y nada y una vez que lo descubres, es maravilloso.
Ian Bogost llama a este enfoque «ontología plana».
The war is over?
La ontología es, podríamos resumir, el estudio del ser y el estar. Trata de buscar respuestas a preguntas amplias, amplísimas. Quizá ¿son los walking simulators videojuegos? no llegue a tanta profundidad, pero sin duda es una cuestión que encierra un problema ontológico fundamental: el hecho de que no está claro hasta dónde llega el videojuego. Para eso está, propone Bogost, la ontología plana.
Muy rápido y voy acabando: Levi Bryant, un filósofo estadounidense, sugiere la idea de ontología plana como adaptación de una noción anterior, del también norteamericano Graham Harman, conocida como «object-oriented philosophy» o filosofía orientada al objeto. Según Harman, la relación entre el ser humano y el mundo que le rodea sólo es un caso especial de las múltiples relaciones posibles entre dos entidades cualesquiera. Todas las relaciones, incluidas aquellas entre no-humanos, distorsionan a los objetos en relación de la misma manera que la consciencia humana afecta a los objetos. La OOO es, en fin, una teoría que bebe directamente de una escuela de pensamiento de Heidegger que rechaza el privilegio de la existencia humana sobre la existencia de los objetos no humanos.
En definitiva, el modo en que esta ontología plana se aplica a la pregunta que prendió la chispa de todo este artículo es que no hay una jerarquía para analizar la naturaleza del videojuego. Si aceptamos la idea de ontología plana, todos los aspectos del juego brillan con la misma intensidad. No hay discriminación. Y así volvemos a la reflexión anterior: liberado el analista de la presión de responder a la pregunta ¿qué es el videojuego? con una sola respuesta, o más bien, jerarquizando las unidades que conforman el ADN del videojuego, se abre ante nosotros un océano de posibilidades de estudio donde ya no es necesario discutir si todos los juegos esconden una ideología o no, o si los videojuegos funcionan mejor sin historias, algo que traté de rebatir en su día, no como un argumento inválido, sino como una pregunta anacrónica.
Esto es sólo el principio
La clasificación de Bogost es sólo uno de los muchos esquemas posibles para abordar los game studies como marco teórico. Es un enfoque limitado a la cuestión ontológica del videojuego, que quizá sea de las más importantes, pero desde luego no la única. Nick Dyer-Witheford y Greig de Peuter, en su libro ‘Games of Empire: Global Capitalism and Video Games’ (2009), ofrecen un esquema de los game studies secuenciado en las tres posturas más importantes que han tomado quienes han analizado el videojuego en las últimas décadas.
La primera, de condena, desde 1972 hasta finales de siglo, es según los autores una etapa de pánico moral protagonizada por un rechazo a priori del objeto de estudio. Se pone el foco en el «problema» del videojuego y su relación con comportamientos violentos y asociales. Muy poco se escribe en estos años sobre el juego digital en términos culturales. La segunda, de celebración, se inicia con el cambio de siglo, propiciada por una generación de analistas que han crecido jugando, y que defienden el videojuego como un medio con potencial para ser tan rico como la literatura o el cine. La bibliografía ya no es tan escasa como en años anteriores. Autores venidos de la prensa especializada y algunos académicos, como Steven Poole o Henry Jenkins, entremezclan el tono formal con el «orgullo fan». Los textos de esta etapa no están exentos de crítica, de buena crítica, pero mantienen en general un discurso optimista que busca al mismo tiempo legitimar el medio, entenderlo, lavar su imagen y disfrutarlo. La tercera etapa, abiertamente crítica, sería en la que nos encontramos. Es aquella en la que se emplea la expresión «game studies» de manera definitiva, acompañada de la algo menos afortunada «ludología». A esta etapa pertenecen la mayoría de autores mencionados por Bogost. El nuevo enfoque trata de observar, además del videojuego como fenómeno, el contexto en el que se desarrolla: observa el juego y los discursos que lo rodean, como un punto de encuentro de intereses y agendas (económicas, políticas, culturales, etc.).
Conviene aclarar que ninguna etapa ha sustituido a la anterior. En pleno 2018 seguimos asistiendo atónitos a casos como el de la nueva edición de la Clasificación Internacional de Enfermedades (ICD-11) de la OMS, donde se reconoce, por primera vez desde su última versión de 1990, el trastorno por adicción a los videojuegos como enfermedad mental. (Notad la ironía: en 1990 no lo incluyeron en el informe; pero en 2018, sí). Del mismo modo la prensa especializada, tanto en digital como en papel, sigue influyendo de forma nada sutil en la percepción que tenemos del videojuego como objeto cultural. Aunque cada vez más inclusiva, gracias a las alternativas que ofrece el espacio digital, la crítica ha fortificado una noción del juego muy específica —occidental, neoliberal, masculina, caucásica, híbrida en lo cultural—; noción que, con más o menos fuerza, ha determinado el enfoque académico. Hasta que, no hace mucho, este ha comenzado a fijarse en otras fenomenologías del juego: juegos que destruyen las mecánicas asociadas al triple A —walking simulators, slow games, juegos sin jugador, serious games, juegos documentales—, juegos regionales que reivindican lo que acertadamente Jean-Pierre Warnier denomina «culturas de la tradición» —‘Never Alone’, ‘Mulaka’, ‘Aurion: Legacy of the Kori-Odan’—, o juegos que narran la historia desde la perspectiva del Otro —‘Tahta al-Ramad’, ‘Quraish’, ‘Detention’…—.
Los game studies actuales, en fin, no tienen la respuesta a todo. Desde iniciativas como Analog Game Studies, un elenco de investigadores ha reprochado a la revista Game Studies que hasta hace exactamente un año el equipo editorial no había reconocido la inclusión de lo analógico en su estudio académico del juego. Analog Game Studies desaprueba la predominancia de lo digital, y específicamente de todo lo relacionado con la programación informática, en el ambiente académico, que se habría dejado llevar por la obsesión por lo digital en la educación superior del siglo XXI. En palabras de Evan Torner, profesor de la Universidad de Massachusetts Amherst:
«Because the barriers of entry to design do not require the technical expertise demanded by the lines of codes which bring computer games to life, analog games hold the potential to allow a new and different set of voices into design processes, voices which might resist the pathological displays of racism, sexism, homophobia, and violence native to the video game industry. (…) Because the impetus is on invention as opposed to industry, analog games epitomize the potentials of a design ethic which does not pander to over-generalized market demographics».
Como anécdota personal, cuando el año pasado, durante una estancia en la Universidad Carolina de Praga, explicaba a otros estudiantes que estaba allí investigando sobre game studies, a continuación todos me preguntaban lo mismo: «¡Ah! ¿Estudias informática?». Así que podéis imaginar mi postura al respecto.
Esta ruptura definitiva con la noción hegemónica del juego y su industria es sólo uno de los muchos retos que tienen ante sí los game studies. Para convertirse en una disciplina verdaderamente inclusiva, deben comenzar a alejarse de los centros industriales, a ampliar sus horizontes más allá de la cultura anglófona y a fijarse en lo que algunos autores ya comienzan a denominar regional game studies. Para ello es necesario activar mecanismos de intercambio de ideas entre investigadores de todas las regiones del mundo. Japón, sin ir más lejos, a la vanguardia de la producción de videojuegos, apenas está empezando a hacerse oír en los game studies mediante iniciativas como la fundación en 2006 de la Digital Games Research Association Japan, o la inauguración en 2011 del primer gran grupo de investigación del país, el Ritsumeikan Center for Game Studies de Kioto. Es un hecho indiscutible que los game studies se hablan en inglés. A estas regiones les corresponde adaptarse a esta realidad y articular sus propuestas en esta lengua. En respuesta, debemos ser conscientes de que convivimos con unas nociones muy específicas y limitadas del videojuego, y que sólo abriéndonos al intercambio de ideas —¿por qué no conocer una visión puramente africana y desde África del videojuego?— podremos llegar a ser mucho mejores. Mejores investigadores, pero sobre todo mejores personas.
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