por Israel Fernández
28 septiembre, 2017
Preludio
No hay arte en las palabras. Muchos reyes para una misma reina. ¿Qué es el todo? ¿Qué signo le concedemos, en su significante? ¿Qué engrama dejará el vacío sobre un cerebro que aún no existe y qué significado tendrá la palabra que aún no es tal?
Primer movimiento
‘Everything’ es un videojuego publicado por Double Fine Productions —la editora de Tim Schafer— para PC, Mac y PlayStation 4, dirigido por el guionista, animador y desarrollador David O’Reilly y diseñado sobre el motor gráfico Unity, mismo equipaje tecnológico que ya utilizó para su anterior ‘Mountain’. Desde su lanzamiento en marzo de 2017, ‘Everything’ ha ido adquiriendo relevancia y galardones: para la ceremonia número 90 de los Oscars 2018 se postula al premio por mejor cortometraje de animación. Nunca se había considerado una obra multimedia dentro de esta categorización. Como nunca habíamos interactuado con objetos virtuales en la longitud de planck.
Para ir entrando en calor leamos primero, en palabras del propio David O’Reilly, qué entiende por videojuego: «Everything is also a game, including this sentence, where I can make your eye move left to right, and make sense of these abstract shapes we’ve agreed upon». Previo a esta sentencia le antecede un «todo interactúa consigo mismo y con aquello que tiene alrededor, a través del tiempo y el espacio». Diríase, sin ambages, que este juego ya existía como fórmula, como fondo, y apenas faltaba darle forma a través de las herramientas adecuadas.
Interludio
Ahora hablemos de ontología, esa rama de la metafísica que estudia lo que hay, intentando dar respuesta a las cuestiones generales de la materia. En ‘Everything’ el jugador puede asumir la forma de tres mil entidades, tres mil personajes agrupados en distintos reinos y familias. Sin cachondeo: si dedicamos apenas sesenta segundos a cada figura, tiempo justo para registrarla y movernos un poquito, habremos dedicado un total de 2,083 días a nuestra investigación. Pero, ¿por qué tres mil? Es un valor vulgar que no guarda correlación con la secuencia de Friedman, Fibonacci, o Bell. Ese todo no es todo, por supuesto. Y en su finitud encontramos la primera evidencia de vocabulario estéril.
La segunda yace en el comportamiento: las formas son sólo espejos en nuestra memoria, puñados de píxeles esculpidos bajo un significante ahora inerte. Que nosotros percibamos un modelo texturizado como jirafa no significa que eso sea una jirafa. ¿O sí? Tal vez sea una cebra. En nuestro aprendizaje asumimos cuál es la forma, qué sonidos emite, su comportamiento social, por qué desarrollaron ese cuello para sobrevivir comiendo los escasos brotes verdes en un mundo arisco y yermo. Pero aquí no hay jirafas. No hay nada. Hay todo.
Segundo movimiento
¿Sabemos acaso cómo interactúan bosones y fermiones, electrones y neutrinos en condiciones no controladas? ¿Soy una buena estrella dentro de esta sopa cósmica? ¿Y si un planeta violara su órbita de influencia, o un árbol de tundra navegara por la estepa desértica?
Pronto descubriremos que podemos replicar, mutar de forma, atraer a filos similares —o idénticos— mediante un reclamo único para cada especie. Hasta comandar coreografías, que el bailar siempre suma. Podemos ser un fotón, y escalar hasta la no dimensionalidad, ser plasma y traspasar la geometría, ser cajas de resonancia magnética, ondas gravitacionales o ruido. Sí, podemos ser ruido. En este punto la música se suspenderá, quedará congelada ante la respiración del todo, el reverberante berrido cósmico.
Elijo ser un leopardo de las nieves, uno que se desplaza rotando en intervalos de 90° mientras escucha, por boca de un pingüino, «la repetición es la única forma de permanencia de la que soy capaz». Salta un trofeo. Ahora soy una cabaña medieval deslizándose por el suelo, mientras anhela vivir la vida de un aerostato. Soy un ojo flotando dentro de un portal dorado. Acabo de leer a una piedra clamar «estoy tomándome unas vacaciones de mí misma» para después subir a una galaxia espiral barrada que esgrime algo así como «MeMeMeMeMeMeMe». ¡Y cualquiera sabe del ego que gastan las galaxias espirales barradas! Somos el clamor de Walt Whitman en ‘Canto a mí mismo’, «porque no hay un átomo de mi cuerpo que no te pertenezca»; o ese Brahma que cantaba Ralph Waldo Emerson: «quienes me excluyen se equivocan; si huyen de mí, yo soy las alas».
‘Everything’ fue «diseñado para funcionar eternamente, de manera independiente», según el propio autor. No nos necesita. En modo automático la partida asciende y desciende, interacciona según el albedrío de sus algoritmos y convierte su Inteligencia Artificial en una tómbola de referencias cruzadas. Lo que nos conduce a la tercera falacia del vocabulario: ¿jugar implica jugar? ¿Hay mayor mentira en la asunción de nuestra libertad?
En lo estético, ‘Everything’ parece un cruce bastardo entre el trabajo de Keita Takahashi —‘Katamari Damacy’, ‘Noby Noby Boy’— y experimentos como ‘Nested’. Habrá quien se acuerde de ‘Proteus’; otros citarán fuentes y árboles de la vida. Como ‘Proteus’, no se habla tanto del detalle como de la posibilidad. Un equipo conformado por más de treinta colaboradores ponen texto a las miles de idas de olla, chistes y reflexiones sofistas que orbitan en torno a las distintas dimensiones del juego. Esta vez, eso sí, O’Reilly explicita la ensalada de pensamientos: frente a ‘Mountain’ verbaliza que aquí «no puedes equivocarte, ni morir» para, poco rato después, dispararte con un «deberías dejar de hacer eso».
Tercer movimiento
En lo ético, ‘Everything’ encapsula una «teoría del todo» herencia directa de Pierre-Simon Laplace que, en su discurso narrativo, se acerca a la sublimación de la nada. Como astrónomo, Laplace planteó la acojonante teoría nebular, pero es conocido por ese paradigma que, ante lo caótico e impredecible del mundo que nos rodea, todo ha de ser regido por unos principios o reglas predeterminadas, que el azar es sólo un índice de probabilidad. Como los viejos atomistas —el propio Epicuro: aunque hoy lo asociemos a follar tumbados comiendo uvas maduras directamente desde la parra— lo que es hoy será siempre igual, para toda la eternidad.
Una cosmovisión que el equipo de David O’Reilly cumplimenta con las notas de voz de Alan Watts, mediante recursos del Alan Watts Project, coordinado por el propio hijo del pensador, el cual archiva y dispone de forma gratuita las diferencias charlas y conferencias que impartió durante décadas. Según el enfoque de Watts, si pudiéramos asumir la perspectiva de otras criaturas veríamos que ellas también se reconocen como núcleo de su mundo. No es mentira: el pensamiento que atisbé tras las primeras horas de partida fue «todo esto es lo que se están perdiendo mis ojos».
Watts fue un filósofo y escritor inglés, especialista en religiones orientales, que pronto empezó a coquetear con el LSD y otras drogas del querer. En sus voladuras new age encontró espacios comunes con los pensadores anteriores o, se me ocurre, escritores como Ryu Murakami, quienes eventualmente ponen en boca de personajes esa suma-de-partes-para-conformar-un-todo: ¿hasta qué punto virus como el del SIDA no han modificado nuestro ADN para mejorar nuestras condiciones de supervivencia?. Llamémoslo pensamiento colectivo frente a eventos de calado planetario, solipsismos, telepatía entre gemelos, apelemos a ficciones como ‘Sense8’ o a serendipias coincidiendo en idéntico marco temporal: nada existe y persiste de forma independiente a cualquier otra cosa. Esta importancia del todo, por cierto, se estudia a través del holismo, una posición metodológica que podemos rastrear en sociología —derechos humanos—, en medicina —cuidados integrales— o hasta en ecología —mantenimiento del planeta, como si al planeta le afectara algo más allá de nuestra franja de habitabilidad—.
En lo musical, la fórmula repite el mismo esquema: unas texturas imbrican sobre otras ya sea mediante modulaciones de tono o simplemente durmiendo como una sábana más bajo ese lecho marino de granulados y sonoridades abstractas. Desde quejidos caninos imitados por un oscilador retorciéndose, hasta el grueso crujir de un continente derivado de percusiones digitales: por falta de recursos no será. Las casi cuatro horas y cuarenta y tres pistas que abarcan su banda sonora no son tanto ambiences en término clásico —es decir, aquel muzak que Brian Eno definiría como «music for airports» allá por 1978— sino banco de sonidos, una librería de recursos que actúa de pegamento: el ADN electroacústico.
Las figuras responsables son Ben Lukas Boysen, habitual del Berlín electro, hijo del actor y locutor de radio Claus Boysen y la cantante de ópera Deidre Boysen, una especie de Jon Hopkins en su perspectiva más calma y Autechre en la vesánica, ambos reconocidos mecenas de este joven lector de los grandes organistas de mitad del XVIII. Al otro lado de esta dupla mágica, Sebastian Plano, argentino de nacimiento y berlinés en adopción que también abraza el ímpetu de la electroacústica basada en evidencia fílmica. Uno y otro están rigurosamente desnudos frente a David O’Reilly, ante este libérrimo y procedural universo escrito en C#.
Coda y epílogo
De niño fui al Aquarium de Madrid y salí llorando. Unas amigas de mis padres me llevaron y yo sólo quería entrar dentro de las peceras, estar con los peces, ser parte de ellos. Sentía la finitud de ese cadalso cristalino y me jodía mogollón no poder liberarlos. Yo sabía que les habían arrebatado eso. Porque cualquiera siente, nada más plantar el pie en la orilla, la magnificencia del mar, esa que no termina donde acaba la vista. Eterno es el nombre que determinamos para aquello que no alcanza la vista, no la eternidad verdadera. Las palabras tiemblan y las emociones se agrietan cuando intentamos siquiera analizar la inmensidad del multiverso.
En ‘Everything’ jugamos solos. Puedes dejarte engañar: al relacionarme con los de mi especie, pese a la automatización, a veces sentí estar en una especie de ‘Journey’ a escala épica. Hay algo de consuelo en lo inexorable, en la naturaleza cíclica de las cosas: nada nos pertenece, pero nunca dejaremos de ser parte del todo. Hasta jugando con o contra una IA. Fuimos un big bang, ahora somos «un complicado ser humano»: palabra de Alan Watts.
El otro día le leí a un buen amigo escribir que, cuando queda con alguien que le gusta, espera hasta que se levanta para ir al baño y, asegurándose que no puede oírle, susurra al aire un «¡te quiero!». Y que qué tontería más grande, ¿verdad? Se me ocurrió decirle que, en términos absolutos, esa energía acústica no desaparece. Parte se convierte en térmica, parte depende del coeficiente de absorción del entorno, claro, pero una porción llega a su destino. No hace falta ponerse new age, son los principios básicos de la cinética. Heme aquí recordando la anécdota por una sencilla razón: es cierta. Amemos esa certeza. Aunque un pensamiento me atenaza, cada año con mayor frecuencia: ¿a qué jugarán mis átomos cuando ya no esté, si es que alguna vez fueron míos?
¡Nos hemos mudado!
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