Tim Schafer

La risa es la mejor medicina

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23 noviembre, 2016

El presente artículo (debidamente revisado) fue publicado originalmente el 22 de julio de 2015 en GameReport #10

En un momento dado, dos amigos conversan sobre cómo les gustaría morir. Uno de ellos, recostado y rascándose el cogote con la mano libre, confiesa: «yo quiero morir como mi tío Antonio, el autobusero. Tranquilo, plácidamente, mientras dormía. Y no aterrorizado, pataleando y gritando como los veinte abuelos que llevaba de excursión».

El autor

PARTE 1. Ars longa, vita brevis

Digamos que Tim Schafer, o Timothy John Schafer para los biógrafos, fue ese niño que, frente a los puntos muertos de tedio y soledad, hacía un corte transversal y llenaba de fábulas los agujeros de la mediocridad. Creció en el Condado de Sonoma, donde los californianos de alta alcurnia gozaban de las oficiosas rutas del vino al barlovento del viejo Océano Pacífico. No tendría más de seis años cuando su padre llevó a casa una Magnavox Odyssey, la popular sobremesa de Ralph Baer, padre de Simon y del videojuego tal y como lo conocemos en sentido mecánico, visual, intuitivo y estrictamente práctico. Para entonces ya estaba totalmente enchufado.

Enchufado al azúcar, más bien

Enchufado al azúcar, más bien

Las horas de intercambiar láminas entre diferentes versiones de ‘Pong’ frente a la familia se transformaron en tardes practicando lenguaje ensamblador, sobre el masivo procesador 6502; desde la BBC Micro o la Atari 2600 hasta el Commodore 64, todas lo usaban, aunque Atari 800 fue su objetivo. Aprender a programar sobre el código de la máquina le otorgó una poderosa perspectiva: pasaba de ser un simple consumidor, usuario pasivo, a un dios creador. Esta experiencia condujo a Schafer a elegir la informática como horizonte académico. Él estudiaba en Porter College, una escuela de arte de Santa Cruz, parte de la Universidad de California, pero pronto se trasladó a la UC Berkeley, donde compaginar Ciencias de la Computación con clases de antropología, folklore europeo o cualquier cosa transmitida de manera oral. Leía a los “hijos de Nabokov”, poesía inglesa, incluso sobre arquitectura clásica y, poco a poco, adquirió esa visión general de las artes y esa transmutación entre lenguajes apelando a un mismo fin: contar una buena historia.

Durante un tiempo, Schafer mandó cartas a las diferentes empresas que demandaban empleo desde el tablón de anuncios de la universidad: a Atari en marzo de 1989, como un sueño adolescente; a Hewlett-Packard hacia el verano, bajo una premisa digna de Burroughs. Escribió algunos relatos. Lo tiraron hasta de una empresa que hacía software para catalogar archivos de biblioteca. Pero un buen día se encontró con aquella oferta de LucasFilms Games: “Assistant Designer/Programmer” decía el anuncio, scummlet según los internos, porque básicamente se trataba de probar y testear el motor SCUMM, el lenguaje que programó Aric Wilmunder junto a Chip Morningstar y Ron Gilbert para aquellas primigenias aventuras conversacionales de LucasFilms. El resto es de sobra conocido: Tim llama a David Fox, miembro fundador y jefazo de la división, y le dice que le encantaría el puesto porque disfrutó enormemente de ‘Ballblaster’, que era como se conocía a la versión pirata de ‘Ballblazer’ —soccer tridimensional para dos jugadores—, programa que aún ni estaba a la venta. Bueno, no sé, todos hemos pirateado alguna vez, ¿no? Aunque nadie lo tronaría alegremente manteniendo al otro lado de la línea al creativo de dicho producto.

Trabajo Ideal

El Tim de veintidós años acababa de entrar en uno de los mayores núcleos creativos de Norteamérica

Schafer, además, en un alarde de sinceridad, señaló haberlo pirateado en la Secundaria, y destacó de paso no haber jugado nunca a ‘Zak McKracken’, el nuevo pelotazo de LucasFilms creado por el propio Fox. Una bola de caca en forma de entrevista. No obstante, David le pidió un currículum junto a una carta de presentación describiendo su trabajo ideal: un resquicio para la redención. Schafer envió un tebeo diseñado en Koala, una pseudoaventura gráfica impresa desde su Atari 800. En ella describía el presunto éxito que acabaría alcanzando, llenándolo de desvergonzados piropos hacia LucasFilms. Nada que perder. 519,23 dólares, sumando un total de 27000 anuales en concepto de salario, mas seguro médico, dental y otros beneficios, fue lo que recibió como respuesta. El Tim de veintidós años acababa de entrar en uno de los mayores núcleos creativos de Norteamérica, el segundo hogar de George Lucas y la factoría Star Wars, el paraíso por el que hace veinticinco corrían los billetes como pólvora prendida.

Tras un breve beta-testing para ‘Indiana Jones and the Last Crusade’, Schafer fue apadrinado por Ron Gilbert, quien le ilustraría sobre el arte y los atajos secretos de SCUMM. Pronto se puso a los mandos de un port de ‘Maniac Mansion’ para NES y, apenas dos meses más tarde, Gilbert le contaría sobre su proyecto futuro: ‘The Secret of Monkey Island’, una epopeya épica inspirada en ‘On Stranger Tides’ de Tim Powers, una obra que recogería el sentir mágico de ‘La isla del tesoro’ y los devenires piratas de ‘La isla de las cabezas cortadas’. Pero poner a dos novatos descacharrantes como Schafer y David Grossman al guión acabaría por transformar ese hosco universo en la más quijotesca de las parodias. Recuerden el ‘Piratas’ de Polanski, recuerden al protagonista del videojuego: un nerd delgaducho de veinte años que presuntamente aguanta la respiración durante diez minutos y vende chaquetas y artículos dignos del espía de ‘Top Secret!’ mientras se desenvuelve contra temibles espadones de corsario a golpe de pollo de goma. Pero dejemos a los piratuchos de agua dulce que luchan como granjeros para otra ocasión.

PARTE 2. De mitos y huesos

tim-schalolSchafer ya lideraba con cierta manga ancha el departamento de escritura: suyas eran las mejores líneas de diálogo, los mejores chistes, el permeable uso y abuso de brujería, vudú y demás mitología pagana y fantasía carnívora. Grossman tampoco se quedaba atrás: él venía de trabajar para Humongous Entertainment, y encajaba perfectamente en el enrarecido crescendo creativo que poco a poco implantaba Tim —se dice que su oficina se parecía más a un parque de atracciones que a cualquier forma de despacho—; varios años más tarde sería una pieza troncal para reconducir la aventura gráfica en periodos de sequía bajo el sello de TellTale Games, con sagas como ‘Sam & Max’ o ‘The Wolf Among Us’, además de escritor de poesía, un libro interactivo sobre la franquicia Bob Esponja y algunas cosas más. Asumiendo que Gilbert, como responsable del proyecto, cortaría por lo sano, dieron rienda suelta a su vis cómica, la misma que afianzó aquellos chascarrillos como iconos culturales. Los únicos recortes llevados a cabo fueron por razones financieras: no cabían trescientos folios de diálogo por ningún lado. Schafer entendió bien que la autocensura es a veces el peor enemigo: ninguna idea es demasiado extraña o demasiado imposible de llevar a la práctica.

El humor absurdo y la parodia accidental se siguieron cultivando en sucesivas entregas de la saga ‘Monkey Island’ y en todos y cada uno de los nuevos proyectos que acuñaba LucasArts. Grossman y Schafer lideraron la secuela de ‘Maniac Mansion’, llevándola a un estadio de mayor popularidad, escupiendo esa batidora pop que es ‘Day of the Tentacle’, ese símbolo de los trotamundos que es ‘Full Throttle’ y, cómo no, ‘Grim Fandango’. Si en ‘Full Throttle’ éramos un Mad Max enfrentándonos al destino a golpe de click, en ‘Grim Fandango’ somos de nuevo el perdedor adorable, el segundón utilizado y ninguneado que espera a su particular Ilsa, su siempre bella Gilda, su inocente Vivian. Por aquel entonces corría el rumor de que ‘Grim Fandango’ no era sino el nombre en clave de ‘Star Wars: Episode I’, pero de jedi tenemos más bien poco: un agente comercial que vende billetes de segunda clase a las almas cándidas que, en su remanso eterno, son desplumadas una última vez por la agencia más lucrativa y onerosa de todas, el Departamento de la Muerte, en la ciudad de El Tuétano.

En Grim Fandango somos ese perdedor adorable, el eterno segundón esperando a su Gilda

Para entonces, SCUMM ya era antigualla, y la aventura gráfica un género de capa caída, una fórmula que perdía el esplendor pretérito a favor de nuevas recetas narrativas. No olvidemos cuándo fue publicado ‘Grim Fandango’: 1998, año de otras vacas sagradas como ‘Pokémon’, ‘Half-Life’, ‘Metal Gear Solid’, ‘Ocarina of Time’ o ‘StarCraft’. Schafer sabía esto, y su meta era la recién presentada PlayStation 2. Comenzó a trabajar en un título junto a los productores de Lucas Learning y dos cosas sucedieron durante el desarrollo: en primer lugar, los costes se dispararon respecto a la década anterior y, en consecuencia, el hogar de Han Solo ya no era el mismo, aquel laberinto de pasillos garabateados y laboratorios de referencias literarias cocinadas a metralla. Así que el californiano cogió los bártulos e inauguró el siglo fundando su propia compañía, Double Fine Productions, ésa que tiene un logo distinto para cada ocasión, pero que siempre conserva a un anormal bicéfalo, unos gemelos con cara de haber salido de la América más profunda.

Tim comenzó una travesía de ahorros e intenciones asumiendo la dirección total del nuevo proyecto, dejando sin embargo a cada parte contribuir activamente con las demás. De aquel guirigay nació la que es probablemente la mejor aventura tridimensional de todos los tiempos: ‘Psychonauts’. Lanzado como un supuesto plataformas para una austera Xbox —Microsoft debutaba en el competitivo mercado de las consolas sobremesa— y tardíamente en PlayStation 2, ‘Psychonauts’ fue una declaración de intenciones, un pulso con(tra) la Industria. Plagado de retrasos y trabas financieras, del oro al folio en blanco, del baño de multitudes a la soledad —acaso una decena de compañeros en comparación con el medio centenar que se amontonaban en las oficinas de LucasArts—, ‘Psychonauts’ languidecía del ambicioso guión al parto final. Pero recordemos el lema de su escuela: ars longa, vita brevis, o “el arte es duradero pero la vida es breve”. Ergo, sólo a través del esfuerzo verdadero y una tenacidad maestra se puede alcanzar algún tipo de perpetuidad.

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Double Fine es ahora una fábrica de sueños dirigida por un Willy Wonka que concede billetes dorados a cada visitante. Tras el traspiés comercial y crítico de ‘Brütal Legend’, tras batallar con las cortísimas miras de retrógrados, misóginos, amantes de lo inamovible y la piedra arcana del pensamiento aristotélico, Tim Schafer se repone una y otra vez. Schafer es el único tipo capaz de presentarse en la Game Developers Choice Awards con un calcetín haciendo un sketch de ventrílocuo y dejando a los caballeros de armadura embarrada a la altura de las mismas circunstancias donde se escudan. Logró machacar los récords de crowdfunding en Kickstarter con su exitosa campaña para ‘Broken Age’, amasando más de tres millones de dólares sobre los cuatrocientos mil que pedía, y llevándole a replantear toda la estructura y partirla en dos arcos argumentales separados por ocho meses de trabajo exprés, más un sinfín de vídeos dispuestos a través de YouTube, gratuitos, —‘Double Fine Adventure!’ se reformula ya no tanto como documental, sino como acto purificador de una industria que durante años tendió a la retracción y el secretismo—. Han pasado más de tres décadas desde que el pequeño Timmy jugara a la ‘Guía del autoestopista galáctico’ durante toda la tarde, desde su Atari ochobitera; su hambre creativa sigue intacta. Y mientras tanto, Double Fine Productions ha desarrollando hasta quince juegos en la última década, independientemente de su índole, valores de producción y factura técnica. La meta, la de siempre: contar una buena historia.

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¡Música, maestro!

Alumno del compositor experimental Ivan Tcherepnin, Peter McConnell se licenció en la Universidad de Harvard con AB magna cum laude. Fue el tipo que, junto a su compañero Michael Land, crearía el popular motor de LucasArts iMUSE, aquella herramienta que sincronizaba la música de ‘Monkey Island 2’ con la acción en pantalla. Entre sus créditos figuran más de cincuenta bandas sonoras a lo largo de veinticinco años de carrera: desde el citado ‘Psychonauts’ o la genial saga de Sucker Punch ‘Sly Cooper’, hasta ‘Hearthstone’ o ‘Plants vs Zombies: Garden Warfare’. Instrumentista prolífico, miembro de ASCAP y cofundador del popular foro GameAudioNetworkGuild, este maestro de Pittsburgh es capaz de dibujar atmósferas con una simple línea de pedal steel, hundirse en la motown más física, el jazz modal, la épica de una orquesta sinfónica o disparar un riff de power metal.

Música de un mito hecho carne: jazz desahuciado sobre dioramas aztecas

McConell recibió de la mano de Schafer una colección de cintas de música popular mexicana, hablaron de Humphrey Bogart, y compartieron ideas sobre engaños y amores furtivos. Desde ‘Casablanca’ a ‘Chinatown’, la creación del Calavera Café nacería de una sobreexposición a jazz desahuciado y cine negro. Schafer devoraba novelas de Raymond Chandler, absorbía todo el humo de los cincuenta y, durante aquel verano de 1996, vio toneladas de clásicos en el ciclo dedicado, del festival de Lark Theater. Mientras tanto, improvisando durante días, McConnell se rodeó de algunos de sus colegas en San Francisco, incluso contrató un ensemble de mariachis para la pieza ‘Compañeros’, experimentando con el diorama sonoro azteca y volviendo sobre las raíces de la tierra a golpe de swing, jungle, bolero, surf rock o hasta un auténtico corrido. La música del tuétano —y un total de trece mil dólares de grabaciones en directo—. La música de un mito hecho carne a través de la Orquesta Sinfónica de Melbourne. Su modus operandi siempre advierte la siguiente rutina: primero aparece un motivo, luego otro rompiendo con la cadencia. Seguidamente, una serie de texturas pasajeras van ensamblando las que parecen dos melodías opuestas, forjando una conexión. Un recurso para mantener distraído al profano y enamorado al melómano.

La obra

PARTE 1. Es un homenaje al amor, no una sátira

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Esto mismo diría Schafer a propósito de su pasión por ciertos géneros cinematográficos, en lo tocante al diseño de personajes y la inspiración central de ‘Grim Fandango’. Sus héroes no son heroicos, sus virtudes a menudo pesan más como defectos o tics viciosos —un científico loco en las catacumbas de un campamento de verano, un blandengue aspirante a corsario enfrentado a los más temibles y curtidos…— y, en la mayoría de las ocasiones, el amor empapa cada escena como meta vital. Amor a la libertad, a la creatividad, a experimentar sensaciones perdidas u olvidadas, a volver a besar y ser besado. Amor al fin y al cabo. ‘Grim Fandango’ es, contrariamente, un canto a ese viaje que es vivir. La meta es el camino y todo eso.

Lleno de filias, neuras y psicosis infantil, ‘Grim Fandango’ también es diferente. Un juego que iba a ser lanzado en dieciocho meses y llevó tres años de sacrificio y recortes, terminando por desquiciar a cualquier implicado en el proceso. Menos a los usuarios, porque además se trata de una obra humana. No tengo mejores adjetivos para definir algo tan extraño, quimérico y divertido. La idea devino a través del Día de los Muertos, una festividad donde las familias inundan los cementerios de luz de velas y rinden culto a sus difuntos a través de motivos florales, algo de música y bastante bebida. En un punto concreto del juego, necesitamos unos huevos de tórtola porque un espía secreto quiere crear un ejército de palomas mensajeras. Robar los huevos del nido pasa por subirse a la azotea y esconder un globo inflado bajo unos puñados de pan rallado. Las ratas del aire pican y ¡splash! Gracias a la espantada, tenemos unos segundos para sustraer un par de crías. Nuestra prueba de fuego se interpreta como símbolo de fidelidad, una asociación. Bueno, pues dar con una solución tan aparentemente sencilla requiere devanarse los sesos y mirar lateralmente hacia el punto más gamberro. Esa es la tónica: puzles resueltos con ingenio, no necesariamente asociaciones semánticas o sentido lógico. Las palomas, por cierto, llamadas Manny y Merche, son determinantes en la conclusión de la historia.

Una obra humana, de amor, a la libertad, a la creatividad, a experimentar con lo perdido, a volver a besar y ser besado

finestLa historia es la que sigue: hartos de ser un perdedor en nuestra empresa tomamos el control por la vía rápida y trucamos el selector de clientes, para conseguir una de esas almas dignas del billete Nº 9, el viaje de las comisiones jugosas, en primera clase, sólo apto para quienes llevaron una vida inmaculada. Manny roba a su compañero Domino un recuerdo, un pomo enjoyado. Después, Domino le roba a Mercedes Colomar, su atractiva y huesuda mejor clienta. Las cosas sólo pueden ir a peor: el primer año se resuelve con un curro de mierda, fregando suelos en el comedor de un autoservicio en la ciudad de Rubacava. Pero pasado ese año, hemos escalado posiciones hasta ser nada más y nada menos que the boss of it all. En el Calavera Café, una discoteca/casino de mala fama, nuestro eterno camarada Glottis ya no es un chófer, sino el Sam de ‘Casablanca’. Pese a nuestro poder seguimos siendo un segundón, uno que viste traje blanco roto y fuma con estilo, pero a merced de poderes políticos y mafias tortuosas: interesante lección. El segundo año acaba idénticamente, con Manny fregando la cubierta de un barco en el que es más polizón que marinero. Pasado otro año, ya somos el capitán el barco, y nuestro bergantín un bólido que no corta el mar sino vuela. Y así, Manny demuestra ser muy capaz cuando le dejan. Auge y caída en la no-vida de Mr. Calavera. Hasta que llega el éxodo, un peregrinaje casi místico. El juego cambia el tono y todo empieza a encajar. Para el cuarto capítulo, la docena de horas resolviendo puzles se habrá amontonado en nuestra cabeza, mientras sonreímos sospechando un ending kiss.

A nivel visual, ‘Grim Fandango’ es carne de tatuaje. El ilustrador Peter Chan hace icono tridimensional de lo más sencillo. Basándose en el scripting de Lua, el motor Grim Edit —GrimE, chiste aquí—, es un verdadero motor 3D, o al menos uno que permite moverse como un tanque sobre bloques texturizados, interactuando entre tradicionales fondos prerenderizados. Creado por Bret Mogilefsky casi en exclusiva, en realidad se trata del motor de ‘Jedi Knight’ con algo de tecnología de ‘Rebel Assault’ y, esperen, hasta retazos de otros lenguajes antiguos. Tan cosmopolita como su casting: cubanos, mexicanos, irlandeses, británicos y algún húngaro. Al prescindir de interfaz y puzles complejos con combinación de objetos, toda la atención recae sobre Manny. Él se encarga de mover la cabeza hacia los lugares de interés, o a capricho, dando pistas falsas; podemos incluso saltarnos decenas de diálogos o escenas animadas si no andamos con cuidado. Pero, tan deudor como es de las limitaciones de la época, ‘Grim Fandango’ apela siempre a la mímesis, a la descripción sobria que permuta a través de la repetición: es interesante observar el paso del tiempo sobre los personajes; ellos cambian de ropa y, algunos, hasta de acento. Cada pausa hurgando en la guardarropía lanza el mismo mensaje: bienvenidos al interior de Manuel Calavera.

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Pero permítanme ser sincero en este punto. ‘Grim Fandango’ no es ni remotamente la mejor aventura gráfica de todos los tiempos, como algún destartalado reseñista ha venido a sentenciar. Ésa es, sin lugar a dudas, [inserte aquí su favorita]. Lo que aventaja a ésta es una sólida construcción de personajes. Y su cuidadísima ambientación, mestiza entre el art decó latinoamericano, la estilización noveau, el costumbrismo heredero de José Guadalupe Posada y cierta herencia de la fábrica de sueños Hanna-Barbera. No es común ver agitado, que no revuelto, ‘El sueño eterno’ con ‘La ciudad de los niños perdidos’, o ‘El halcón maltés’ con ‘Macario’. No, no es habitual que un chamán maya hable como el Arquitecto de ‘Matrix’, ni que partir un barco en dos gracias al juntar dos anclas y tirar se resuelva con un «la línea discontinua, colega». Los más avezados encontrarán incluso referencias a ‘Rebelión en la granja’ sobre un puñado de abejas obreras explotadas por un sindicato, mientras los mandamases utilizan las zonas de trabajo como lavaderos de mercado negro, a espaldas de los mismos que curran allí. El ansia viva.

La base de una buena historia empieza desde cualquier lugar común

El decorado, como decía, habla su propio idioma, su código privado. Y esto también incita a la problemática clásica: en toda aventura gráfica de viejo cuño hay algún punto muerto, con la derivada frustración y agotamiento lúdico. Las facilidades mecánicas y visuales —cuidado aquí, la remasterización HD trae consigo un oscurecimiento del personaje, un sombreado contraproducente— no nos evitan lidiar con los puzles, el verdadero personaje de todo esto. Por suerte, ‘Grim Fandango’ está vivo: desde París hasta San Francisco, desde Barcelona hasta Boston, las localizaciones y la elección caprichosa de los actores vocales, el prolijo ambiente noir plagado de guiños y los tics de algunos personajes —extractados de experiencias reales con el equipo— nos recuerdan aquella frase: que el trabajo hable de tu vida, y no tu vida del trabajo. Un videojuego compuesto por seres humanos para advertir que las cosas no se hacen en cadenas de montaje. Siempre nos quedará LucasArts.

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PARTE 2. El último tren

¿Recuerdan aquella entrevista donde Tim confesaba piratear las primeras piezas de LucasFilms Games? Pues vamos allá. Septiembre de 2012: Schafer sigue recibiendo retahílas de cartas donde más a menudo de lo que él quisiera los fans revelan un «lo siento, tuve que piratear; quise comprarlo, pero no pude». Seguro que alguna de esas postales la escribía el propio Tim, sin duda. Así las cosas, pidieron a Disney permiso para utilizar los derechos del juego y, bueno, el resto es axioma: el point and click se redujo a un simple toque en las versiones para Android e iOS y para PlayStation 4, PC y PlayStation Vita, pese a poder controlar el sistema original, se revisó tanto el motor de iluminación como ese movimiento de brújula que tantos quebraderos de cabeza trajo. Tim lo llegó a describir como «una buena argumentación sobre una idea completamente equivocada», refiriéndose a que era más fácil orientarse hacia el objeto de interés y clickear que moverse innecesariamente. El resto del equipo pedía un personaje tipo ‘Super Mario 64’ y, según el Tim de 2014, debería haberles hecho caso.

En su posición pop, los videojuegos atienden a un target cada vez más acomodado y servil, tanto así en el tebeo, el cine o la música. Los aparentes despliegues de ironía, el bisturí cirujano de los sesenta y el cáncer en metástasis de la actualidad han predispuesto que cada oración contenga un doble mensaje, un sentido velado y macabro. Pese al entramado pandillero del Mundo de los Muertos y las corruptelas entre diferentes sociedades, ‘Grim Fandango’ es un tributo al ‘Orphée’ de Jean Cocteau —el viaje del héroe hacia las mismas entrañas del inframundo para rescatar a su amada, etcétera—.

‘Grim Fandango’ es honesto y digno de una época más sana o, cuanto menos, más sincera. Su trama, su plétora de chistes, su inasible herencia y profusión de ideas por cada arista, se reduce al amar y ser amado. La base de una buena historia empieza desde el lugar común de cualquier ser humano: las preocupaciones cotidianas y el tratamiento de los grandes temas desde la perspectiva más amplia y franca posible. ‘Grim Fandango’ nos recuerda que, por poco, una straight story fue posible. Y rentable. Recordémosla no con sonrisa nostálgica, sino con algarabía y cachondeo.

Cuando yo me muera no quiero que lloren
que hagan una fiesta con cohetes y flores,
se sirva vino y que traigan mariachis
para que me canten mis propias canciones
, , , , , , ,

¡Nos hemos mudado!

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