por Fran Sevilla
3 julio, 2018
Si hablamos de indie como etiqueta comercial para describir una parte de la industria del videojuego, término relativamente nuevo aunque exista una larga tradición de desarrollo independiente que se remonta a los años 70, se ha creado un relato épico y lleno de romanticismo en torno a él. Que nos habla de historias de éxito, creadores ambiciosos dando un puñetazo sobre la mesa y haciéndose millonarios gracias a su talento, pues a fin de cuentas, esa es la base del capitalismo y de cualquier industria. Relato romántico ensalzado por la película ‘Indie Game: The Movie’ o por el marketing de Microsoft o Nintendo cuando deciden apostar por llevar a algunos de los creadores más representativos del movimiento a sus ecosistemas, con los éxitos de ‘Braid’ o ‘World of Goo’. Pero como todo relato romántico intentando ensalzar la libertad que nos brinda un sistema capitalista, donde, oh, cualquiera podría abrirse paso a través de su esfuerzo y talento hasta el vértice de la pirámide, al final no es más que eso, un relato romántico que nada tenía que ver con la realidad de la escena.
Pues a la postre, lo que se llamaría movimiento indie a comienzos del nuevo milenio, surge precisamente como forma de contestación a una industria que por su necesidad de una rentabilidad económica, había comenzado a ser excluyente en el tipo de propuestas ofrecidas al jugador. Y ese advenimiento indie era en realidad un movimiento de contestación, de creadores rebelándose contra lo excluyente de esa industria, desarrollando el tipo de experiencias que jamás tendrían cabida en un mercado constreñido por unas cifras de rentabilidad y ventas. O dicho de otro modo, ese germen de la industria indie, con creadores como Terry Cavanagh, Adam Saltsman o Nicklas Nygren, era consecuencia de una serie de artistas desarrollando una obra experimental y sin motivaciones comerciales, y que siendo conscientes de que esa obra carecía de una salida comercial en el mercado, la distribuían gratuitamente.
Otra cosa es que gran parte de los creadores de esa primera ola de desarrollo indie, a la postre acabasen ganando dinero gracias a su talento y perseverancia. Que el mundo y sobre todo la historia, reconociesen su labor. Pero no hay que olvidar que, por ejemplo, un gran éxito económico como ‘Canabalt’, surge como un pequeño prototipo creado en un fin de semana para una jam, lanzado de forma gratuita en la web del creador. Su éxito de masas pilló por sorpresa a Adam Saltsman, que en ningún momento desarrolló el proyecto pensando en su viabilidad económica. Pues si hubiese querido ganar dinero, mucho más inteligente hubiese sido irse a trabajar a un gran estudio.
El éxito de ‘Canabalt’ pilló por sorpresa a Adam Saltsman, que en ningún momento pensó en su viabilidad económica
Algo que contrasta con toda esa nueva ola de creadores que hoy en día buscan el éxito indie, o ser los nuevos Edmund McMillen. Sin entender que antes del éxito de ‘Super Meat Boy’, McMillen llevaba años creando pequeños juegos en formato Flash. O que incluso antes del éxito crítico y de público experimentado este año por ‘Celeste’, muchos esperábamos el nuevo plataformas 2D de Matt Thorson. Porque llevábamos años jugando a sus otros plataformas 2D, pequeños prototipos o juegos con escasos valores de producción que le habían servido para aprender el oficio de diseñador, someter su trabajo al veredicto del público para pulir posibles aristas, dando a conocer su nombre. Consciente de que no ganaría un solo céntimo con su trabajo. Pero eso le serviría para hacerse un nombre en la industria y que otros creadores confiasen en su talento y quisiesen colaborar con él. O que todo el que hubiese jugado en el pasado a un clásico inmortal como ‘An Untitled Story’, esperase con ansia ‘Celeste’.
Hoy vemos precisamente lo opuesto, creadores intentando vender esos mismos prototipos con nulos valores de producción en Steam, consecuencia de lo accesible que es hoy en día la autopublicación en una plataforma comercial. O vemos a creadores en Kickstarter que nunca se han sentado frente a un ordenador a terminar un proyecto, demostrando así que obtuvieron el bagaje y el conocimiento para diseñar un juego o medir su balance. Pero que intentan pedir altas sumas de dinero para desarrollar ambiciosos proyectos que sólo existen en sus mentes, sin haber demostrado nada al mundo antes.
Toda esta introducción nos sirve de excusa para hablar de ‘Dissembler’, que es el segundo juego comercial de Ian MacLarty tras el éxito arrollador de ‘Boson X’ entre el público. No tanto entre la crítica, pues recordemos que al mismo tiempo que el advenimiento de la etiqueta indie, algo cegador en el brillo de esas nuevas texturas HD durante la pasada generación acabaría friendo las neuronas de los autodenominados periodistas. ‘Boson X’ es ese refinamiento excelso de la fórmula endless runner iniciada por ‘Canabalt’ y seguida por ‘Super Hexagon’, el endless runner llevado hasta un grado Takashi Tezuka en su balance milimétrico y perfecto en cada tramo. Que en algún punto nuestros amigos nos recomendarían entusiasmados, pero del que muy difícilmente habremos leído una sola crítica seria en ningún medio.
Y siendo ‘Dissembler’ un juego de puzles, juguemos mejor al puzle mental de perdernos entre la obra de Ian MacLarty. Porque aunque ‘Boson X’ y ‘Dissembler’ sean sus dos únicos juegos comerciales hasta la fecha, quizá lo más lúcido de su trayectoria se encuentre precisamente entre la colección de prototipos y juegos experimentales que ha ido publicando en la última década de forma gratuita. El simple hecho de desplazar la ruleta del ratón a través de su página web, ya resulta en una experiencia tubular y minteriana, mientras en el fondo se va sucediendo un vortex de imágenes fractales. Y encontramos el icónico ‘The Catacomb of Solaris’, un dungeon crawler sin objetivos donde visitaremos una mazmorra construida de fragmentos de LSD, y hoy convertido en clásico de culto. Aunque a mí la creación de MacLarty que siempre me fascinó fue ‘Gonubie Hotel‘. Un clon de ‘Asteroids’ en el que no podemos morir, y en que se despliegan como en un videoclip frente a nuestras retinas iconos visuales de una tradición arcade, mientras vemos nuestra propia imagen reflejada frente a un monitor. Pues nos encontramos en un hotel de Gonubie, Sudáfrica, emulando antiguas coin-op en nuestro portátil. Y todo eso que ocurre en pantalla, un shmup psicodélico donde no podemos morir, no es más que el efecto Tetris de imágenes desplazándose en nuestra mente tras pasar horas encerrados jugando videojuegos.
Y como si a algo nos enseñaron los puzles indie es a intentar saltarnos el orden lógico de los acontecimientos, vayamos ahora a los créditos de ‘Dissembler’. Pues en la parte de testers, encontramos precisamente los nombres de Terry Cavanagh y de Nicklas Nygren. Parte de esa generación que, al igual que Ian MacLarty, sería el punto de partida de lo que hoy se considera como escena indie. Y en cuya concepción original había una oposición frontal a la industria, o a esa idea comercial de éxito y fama con la que luego se intentó revestir el término. Donde indies ya no serían aquellos creadores solitarios ofreciendo pequeñas propuestas radicales, experimentando y estrechando los límites del medio. Sino que indies pasaría a ser una etiqueta comercial usada indiscriminadamente, da igual si por Microsoft, Sony o Nintendo. Promesa de jóvenes desconocidos que acabarán haciéndose millonarios a través de su talento. Ya que el relato romántico que intenta hacer de sí mismo el capitalismo siempre nos hablará de aquella gente que prosperó recurriendo a su talento. El discurso vomitivo del emprendimiento, revestido con la varita mágica de la autoayuda.
Pero yo soy más de autodestrucción. Y ‘Dissembler’ es uno de los mejores juegos de puzles que he jugado este año. En su modo infinito, logra perfeccionar la mecánica clásica de un match-3, eliminando la parte de azar que siempre había sido criticada dentro del género. Pues aquí siempre podremos saber el punto exacto en que aparecerán las siguientes piezas en el tablero, obligándonos a una planificación metódica. Y en su modo principal, y que resulta aún más interesante, logra alejarse del concepto de puzle lógico para acercarse al de puzzle sensorial. Aquel donde cada movimiento es realizado puramente por instinto y afinidad visual entre elementos. Con una composición exquisita en cada panel, que nos retrotrae a las pinturas de Piet Mondrian. Siendo uno de los ejercicios en minimalismo gráfico más exquisitos que recordamos en un videojuego desde ‘n++’, y su explosión de paletas gráficas mirando al diseño web más vanguardista.
Pero todo eso es superfluo, pues no pretendemos hablar en este artículo de ‘Dissembler’, y sí del puzle mental de Ian MacLarty, y de toda aquella generación de artistas que, como él, lucharon por elevar la creación multimedia. Usando el formato del videojuego para experimentar fuera de las coordenadas comerciales que hasta entonces habían sido delimitadas por la industria. Y que hoy siguen esculpiendo esa escena realmente indie y fuera de cualquier tendencia o convencionalismo, en lugares como itch.io.
A los pioneros de la escena, pero también a los sucesores de su legado. Y en contra del discurso comercial y de autoayuda del éxito, y de los emblemas que intentaron ser usados a modo de medallas por las grandes corporaciones. Como si ellas hubiesen tenido algo que ver, y la escena indie no hubiese servido de movimiento contestatario y forma de rebelión precisamente contra su poder. El poder de una industria excluyente, que todavía hoy sigue en su búsqueda de un mundo idílico, donde todos conectados, juguemos juntos a ‘Fortnite’, sin importar nuestra plataforma, ¿pueden imaginar un mundo más perfecto?
¡Nos hemos mudado!
Conoce nuestra nueva revista y apoya el proyecto de Editorial GameReport.
Entra en el LOOP