El pequeño infierno del jugador pensante

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13 enero, 2015

Aviso: este artículo no se corta en hablar de ‘Little Inferno’ y de su mensaje final, así que lo mismo no queréis leerlo hasta haberlo jugado. O sí. Vosotros mismos.

Si a lo que llamamos “videojuegos” (video games, jeux vidéo, computerspiele, コンピュータゲーム) aún no tuviera nombre, habría guerras por bautizar a la criatura. Muchos querrían que su nombre reflejara lo que son para ellos: juguetes para niños. Otros querrían que recogiera la esencia del que ya es el decimoséptimo arte (sinceramente, ya no sé por cuál vamos). E incluso habría a quienes les daría igual el término a usar, pero quisieran verlo dentro del código penal, reflejando lo violentos, estúpidos y contraproducentes que son para el desarrollo de la sociedad. Pero resulta que se llaman “videojuegos” desde hace mucho tiempo. Y se llaman así porque, en su concepción y en sus primitivas capacidades, su única aspiración era recrear pequeños desafíos (o pequeñas reglas para la interactuación en caso de juegos de simulación) que resultaran, de algún modo, divertidos o entretenidos. Pero la historia ha cambiado mucho.

Una vez hubieron tomado conciencia de su potencial, los videojuegos han dado muestras más que suficientes de que son un medio fantástico para CONTAR ALGO. Expresión, transmisión de ideas, reflexión, ficción y no ficción. Una forma de entregar un mensaje al receptor integrado dentro de un entramado interactivo —de mejor o peor manera— pero manteniendo siempre un pie en los orígenes, tratando de hacer bien aquello que da nombre al medio. Tratando de hacer bien la parte “juego”, porque la parte “juego” es indispensable que funcione bien por sí misma.

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Y llega ‘Little Inferno’ y dice que no. Que él es un juego de puzles pero su preocupación nunca fue ser un buen juego de puzles. ‘Little Inferno’ es un videojuego que se preocupa muy poco de su origen etimológico, que viene a entregarnos un mensaje en forma de crítica al consumismo y a la inmadurez reflejada en el uso de los videojuegos como modo de evasión de la realidad y, por lo tanto, de las responsabilidades. A eso y a mucho más. Metacrítica al videojuego y a todo lo extensible o equiparable al mismo. Cuando lo acabé, y tras reflexionar sobre su mensaje, no pude evitar pensar en ‘Paranoia Agent’ (Satoshi Kon, 2004). El anime, de apenas trece capítulos de veinte minutos, expone a la sociedad japonesa a sus miserias: la figura de Maromi, el encantador perrito rosa de dibujos animados que causa furor entre la población, supone la vía de escape para varios de los personajes, que hacen girar su vida en torno a sus fantasías, rellenando así —de manera ficticia— los vacíos de su existencia. ‘Paranoia Agent’ nos lo cuenta, bueno…, como nos cuentan las cosas los animes, con mucho simbolismo y con una Tokio devastada; y nos deja la valiosa lección littleinferno-03de que los problemas se resuelven afrontándolos, no cubriéndolos con capas y más capas de complacencia y abstracción. Esta escena, brutal como una patada en el estómago con botas de escalada, supone la vuelta a la realidad de uno de los personajes y el epicentro de su mensaje. ‘Little Inferno’ no llega tan lejos, pero pretende decirnos algo parecido.

¿Cómo hace ‘Little Inferno’ reflexionar al jugador? Usa sus mecánicas, y las usa —esto hay que admitirlo— de forma muy valiente. Tenemos delante una chimenea y en ella debemos quemar cosas que vamos comprando, para así conseguir más dinero y comprar más cosas. Bien, la crítica a la sociedad de consumo es tan evidente que hasta podría resultar redundante y poco original. Pero eso es sólo la primera parte. Una vez hemos quemado muchas cosas, comprado muchas cosas y resuelto muchos puzles (se nos plantea una serie de combos a realizar quemando a la vez dos o tres objetos en base a una pequeña pista), el juego se convierte en algo muy diferente. Nuestra chimenea Little Inferno explota y nos obliga a salir afuera, y entonces, como si de una aventura conversacional se tratara, nuestro avatar se pasea por una ciudad helada y habla con varios personajes hasta comprender que el mundo estaba ahí, al otro lado del hipnótico y cálido pequeño infierno. Antes, delante de la chimenea hemos quemado varias veces el mismo objeto, hemos esperado pacientemente a que apareciese en pantalla aquél muñeco de peluche que acabamos de comprar, hemos ejecutado con férrea disciplina militar el proceso de prueba y error hasta dar con el combo adecuado para progresar… y nos hemos aburrido como ostras. Como bien han observado autores como Pablo Gándara (no se pierdan su crítica, con una opinión diametralmente opuesta a la mía pero tremendamente interesante y lúcida), esto es algo deliberado, carencias voluntarias, una forma de subordinar sus propias mecánicas a un objetivo mayor. ‘Little Inferno’ critica los videojuegos como una forma de pérdida de tiempo haciendo que él mismo sea una pérdida de tiempo. Y está haciendo trampa, porque al final la pérdida de tiempo que experimenté jugando a su juego no la he encontrado nunca en el medio. Mis responsabilidades son mías, así como la gestión del tiempo que dedico a consumir cultura, dormir o hacer vida social. Y, oye, me tengo por una persona bastante equilibrada y con los pies en la Tierra. A lo mejor, dirán algunos, es que ‘Little Inferno’ no pensaba en mí cuando diseñó su moralina, pero cuando fui a comprar el juego no me avisó nadie y, oye, lo acabé jugando, reflexionando y ahora escribo sobre él.

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Es cierto, soy un clásico. Busco en los videojuegos su arte específico, su diseño de niveles, su desafío, sus reglas bien diseñadas y todo eso que hace de los “videojuegos” juegos de vídeo. Pero ojo, muchas de las cosas que los han ido transformando les han hecho mucho bien, los han convertido en piezas más complejas, con más aristas y, por lo tanto, con la capacidad de producir experiencias de más valor. Y eso también significa que se puede hacer lo que hizo ‘Little Inferno’, porque la escena ha madurado lo suficiente como para permitirlo. Pero allá donde el medio levante el pie que debería mantener en los orígenes, allá donde núcleo del videojuego sea pervertido o fagotizado por su producción técnica o su expresión narrativa, allá donde me digan cuál debe ser mi relación con Maromi y su encandiladora atracción, me tendrán a mí arqueando una ceja. En palabras de Henry Jenkins, «la experiencia de juego nunca debe ser reducida simplemente a la experiencia de una historia», y yo extiendo esa historia a mensaje, a pretensión comunicativa ajena a las propias reglas del juego. Y esto no es un desahogo porque un juego que no me haya gustado; ni tampoco una imposición, lo último que querría es limitar la libertad de expresión en una disciplina artística. Sólo es la reivindicación de las cosas en las que creo, porque si ‘Little Inferno’ fue valiente y se lanzó a decirnos lo que pensaba de cosas que para otros son sagradas, lo mínimo que puedo hacer yo en deferencia a ellos es decir sinceramente que, oye, pues no me ha gustado. Y no pasa nada.

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Una respuesta a “El pequeño infierno del jugador pensante”

  1. […] El pequeño infierno del jugador pensante. Nuestro compañero Loquo cae de nuevo en la web de GameReport para hablar sobre Little Inferno. «Busco en los videojuegos su arte específico, su diseño de niveles, su desafío, sus reglas bien diseñadas y todo eso que hace de los “videojuegos” juegos de vídeo.» […]