por Pablo Gándara
30 abril, 2018
¿Os acordáis de ‘Skate’? Por supuesto que sí, es de esos que siempre se esperan pero nunca llegan. ‘Skate’, como todo buen juego de, eso, skate, es recordado por su banda sonora llena de iconos del rock noventero y el rap ochentero. Lo que no se recuerda tan a menudo es lo inteligente de aquel uso de la música.
Y es que el juego era silencioso la mayor parte del tiempo; patinábamos por calles donde sólo se oía el murmullo de los peatones, el rugir de los motores y, de vez en cuando, nuestro cráneo al fracturarse. Era una idea cojonuda: creaba intimidad con la tabla, de la que sentíamos claramente cada arañazo en el pavimento, y nos daba a entender que la acción estaba lejos de las frías y grises calles más transitadas. Así que tú ibas a lo tuyo, saltando, grindando y flipeando y de repente empezabas a escuchar a Public Enemy, muy bajito, a lo lejos. Te encaminabas en esa dirección, la música se iba intensificando y al final acababas encontrando una plaza, un parque, un rincón ideal para dar rienda suelta a tus instintos suicidas. Cogías carrerilla, saltabas en la primera rampa, lo enlazabas en una barandilla y lo caías como si tuvieses plumas en los pies. Y, entonces y sólo entonces, la música estallaba.
Es una idea que en EA debió gustar mucho, pues la potenciaron en su siguiente juego de tibias fracturadas: ‘SSX’. Aquí la música se iba remezclando cuanto mejor jugásemos hasta llegar a un punto de locura máxima. De la misma escuela bebe ‘Forza Horizon 3‘, que al cruzar la línea de meta te ofrece un primer plano de tu coche a cámara lenta mientras la música se ralentiza hasta detenerse por completo para arrancar desde el estribillo mientras la imagen vuelve a moverse a 250 kilómetros por hora. La típica “chorrada” que te hace echar otra carrera cuando ya estabas pensando en irte al trabajo a dormir. El mismo juego incluye canciones que, al sonar, multiplican la puntuación de tus combos, motivándote a dejar unos minutos lo que estuvieses haciendo para ponerte a hacer el cabra como nunca. En otras palabras, el juego utiliza la música para incentivar al jugador a introducir variedad en su partida, alargando la vida útil del juego.
Lo intuimos con ‘Halo‘ («qué pesado con ‘Halo’»), que sustituía la música constante por melodías que iban y venían en función de lo que estuviese sucediendo en pantalla, la intensidad de la acción y otras acciones determinadas por el jugador. Lo constatamos con la deconstrucción que ‘The Legend of Zelda: Breath of the Wild‘ hace de sus melodías, que pasan a formar parte del sandbox, esparcidas por el mundo como un premio más a la exploración. Lo que está claro, y a eso iba, es que la música puede adquirir en el videojuego, incluido el narrativo, una dimensión que el cine, la ópera o el teatro jamás podrán explorar. La música tiene el potencial de ser algo más que un elemento del tono y la ambientación: puede ser parte de la experiencia incluso sin ser el centro de ésta, puede ayudar a contar historias y también ser parte de ellas, puede guiar al jugador y descubrirle mundos inimaginables. Un camino que vale la pena recorrer.
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